lunes, mayo 01, 2006

Autopista a Rivatajada

NOTA EDITORIAL: Como ya he publicado en todas las notas editoriales a los demás cuentos, los dibujitos son de mis hermanas, Mariquilla y Maripepa. Mariquilla y Maripepa son dos chicas muy listas y muy buenas dibujantes de dibujos para cuentos, pero son algo holgazanas y, por eso, algunos cuentos de este blog no tienen aún los dibujos terminados. Así que cuando el ávido lector detecte esta falta, no piense, no, que se debe a mi falta de escrúpulo, no. Se debe, ya lo veis, a que mis hermanitas no hacen su trabajo con la diligencia debida. Así son estas cosas.



En el pueblo de Eduardo había muy pocos niños y, además, eran muy brutos. A él no le gustaba mucho jugar con ellos. Siempre había que pelear y que competir para todo y Eduardo nunca ganaba a nada. Nunca había quedado el primero, ni siquiera el segundo. Nunca vencía en las peleas y, además, se hacía daño.

Pero, de todas formas, eran demasiado pocos niños para que pudiera apetecerle estar siempre con ellos. Eso pasa en los pueblos pequeñitos, que sólo hay muy poca gente y, a menudo, los unos se cansan de estar con los otros. El pueblo de Eduardo, Rivatajadilla, era uno de esos pueblos chicos chicos. Por eso Eduardo se había convertido en un niño un poco solitario.

Buscó pues, un entretenimiento que le permitiera desconectarse de sus amigos del colegio sin aburrirse como una ostra y dedicar su tiempo a algo productivo: Así se convirtió en contador de coches.

Se sentaba en la carretera general, a la salida del pueblo, en un pilón de piedra que había cerca de la cooperativa(1)
y que estaba lo suficientemente alto para que los viejos no se pudieran encaramar allí. De otro modo, según sabe todo el mundo, los viejos ocuparían ese sitio a las horas de sol: Les encanta a los viejos de los pueblos charlar de sus cosas al sol y no se hubieran dejado usurpar un sitio tan bueno.

(1) Una cooperativa es una empresa de la que son dueños todos los socios. Es muy frecuente en los pueblos que los agricultores formen cooperativas para vender o trabajar con algunos productos como la uva, la aceituna, etcétera. Las naves de las cooperativas suelen estar en las afueras de los pueblos.

Se sentaba allí a la salida del colegio y contaba los coches que pasaban. Con los coches que no conocía imaginaba historias sobre dónde iban o de dónde venían. Algunas veces, incluso, ayudaba a orientarse a los que pasaban por allí despistados, indicándoles el camino más corto hacia uno u otro sitio. Se había convertido en un chico muy útil.

De todos los que pasaban, unos eran del pueblo y otros no. A algunos los veía casi todos los días a la misma hora. Pasaba siempre, el primero, el coche de los panaderos que volvían de vender el pan en el pueblo vecino, Rivatajada. Los panaderos y Eduardo eran amigos. Siempre se saludaban. En verano, cuando llevaban las ventanillas abiertas, incluso la panadera asomaba la cabeza y gritaba “¡adiós Edu!”, porque así le llamaban casi todos en el pueblo.

Unos días sí y otros no, pasaba el camión frigorífico(2) del matadero. Era precioso el camión frigorífico. Edu conocía al conductor porque, cuando el viejo conductor se jubiló y éste hizo la ruta por primera vez, tuvo que pararse en la encrucijada del pueblo (donde Eduardo se ponía) y preguntarle qué por donde se iba al de al lado. Por eso también se saludaban siempre. Bueno, siempre no, los lunes, los martes y los jueves, que era cuando había mercado en Rivatajada.

(2) Los camiones frigoríficos son los que transportan alimentos como la carne, que en un camión normal se pondría mala. La parte de atrás es una nevera. Así se conserva en el viaje todo lo que llevan.

Un misterioso coche negro, parecido al que Eduardo sabía que debían llevar los ministros, pasaba de cuando en cuando en dirección a la capital. Tenía una matricula de color amarillo que no sabía de dónde podría ser y era imposible descubrir a quien lo guiaba, porque tenía los cristales oscuros oscuros. Pasaba siempre muy deprisa, seguro que a más velocidad de la permitida en el casco urbano y, en verano y en invierno, llevaba las ventanillas cerradas, por lo que Eduardo supuso que tendría aire acondicionado, no como el coche de los panaderos, que en verano llevaba las ventanillas bajadas y en invierno subidas. Cada tarde inventaba una historia sobre el misterioso conductor. Unas veces pensaba que sería un poderoso emir(3) árabe; otras, cuando consideraba que nada se le habría perdido por allí a un poderoso emir árabe, pensaba que sería un espía internacional y otras, simplemente, que sería un extranjero perdido por aquellos lugares que nunca terminaba de encontrar el camino de su casa.

(3) Un emir es el que manda en un emirato. Parece una tontería, pero así es. Un emirato es una especie de nación árabe.

En las dos direcciones pasaba siempre varias veces el “cuatro ele” de la Guardia Civil. Era un verdadero cascajo, pero Julián, el guardia, lo conducía con tanta dignidad como si estuviera a los mandos del mejor de los fórmulas uno. El “cuatro ele” de la Guardia Civil se llamaba también “coche oficial”. Eso debía ser porque llevaba sirena, pero a Eduardo se le antojaba mucho nombre para tan poco coche, por más que Julián el guardia pareciera no haberse dado cuenta.

Anselmo, el de la tienda de electrodomésticos, tenía una furgoneta enorme y viejísima. Esa no hacía falta verla, se la oía venir, sin lugar a dudas, antes de que girara por la esquina de su calle. Anselmo decía que era la mejor furgoneta del mundo, aunque Eduardo no estaba seguro de que lo creyera. Muchas veces los mayores dicen cosas que no piensan y, así, se conforman con su vieja furgoneta. Pero debía tener un negocio estupendo, porque todos los días pasaba por las tardes, por lo menos tres veces, de un lado para otro y Edu suponía que estaría llevando y trayendo todas las neveras y las televisiones que vendía. No encontraba otra razón para tanto viaje. Era así todos los días menos el jueves, que libraba por descanso del personal y sólo pasaba una vez de ida y ninguna de vuelta, que él viera. Aunque tenía que volver porque los viernes estaba otra vez allí con su traqueteo de ir y venir.

Treinta, cuarenta, hasta cincuenta coches había visto pasar algún día entre la mañana y la tarde, sin contar los repetidos ni los tractores que faenaban por los alrededores. La carretera general era, realmente, una carretera muy transitada.

Una mañana se revolucionó el pueblo. El alcalde mandó llamar a todos los vecinos para comunicar una noticia estupenda. Debían estar cercanas las elecciones(4), porque nunca se llamaba a todos los vecinos para comunicar nada, salvo en estas circunstancias: Se había conseguido algo fantástico, algo que haría del pueblo el centro mismo de la humanidad; habría industrias, hoteles, turismo de alto standing(5)... Se habían acabado todas las preocupaciones...
(4) Las elecciones, en los pueblos como en todas partes, son el momento en el que los vecinos eligen a quien ha de gobernarles durante los próximos años, normalmente cuatro.
(5) Dícese del compuesto por turistas muy ricos que se dejan mucho dinero en establecimientos hosteleros.

Todos los vecinos aguardaban expectantes la noticia, precedida como venía de tantos bienes futuros. El alcalde, que era buen político, esperó hasta el último momento para decirlo y al fin lo dijo: Había llegado la hora del progreso; a tan solo dos kilómetros del pueblo pasaría la autopista. La autopista que uniría Rivatajadilla con Rivatajada.

Todos los vecinos irrumpieron en un clamoroso aplauso; todos menos Eduardo, que se quedó pensativo valorando, como un chico mayor que ya era, los pros y los contras. Le costó un buen rato encontrar algún “pro”, por más que había oído a los mayores hablar de las ventajas de que el tráfico ya no pasara por el centro mismo del pueblo. Al fin encontró uno: El tráfico no pasaría por el centro mismo del pueblo y así los camiones no despertarían a su abuelo Ramón, que se quejaba de que algunas noches de verano no le dejaban dormir con el ruido.

Pero... ¿Y los “contras”?. No le costó ningún trabajo encontrar un montón. La carretera general, por ejemplo, se quedaría sin un sólo coche, porque todos, salvo los del pueblo, atravesarían por la autopista y Rivatajadilla se quedaría prácticamente sin visitantes. Ya veríamos cuantos viajeros pararían ahora a comprar los hojaldres de la señora Antonia, que hacía los mejores de la comarca. Seguramente no habría ningún bobo que pusiera allí una industria, siendo que casi no había hombres para trabajar en ella que no estuvieran ya empleados en otros menesteres. Además, el pilón de cerca de la cooperativa se quedaría sin espectáculo ninguno, cosa en la que, seguro, no había pensado el alcalde que parecía pensar en todo. Desde luego, hoteles de lujo, lo que se dice hoteles de lujo, no crecerían en Rivatajadilla por efecto de la tan celebrada autopista.

La autopista, Eduardo podía asegurarlo, no estaba pensada para ir de Rivatajadilla a Rivatajada, como parecía creer todo el mundo. Estaba pensada para unir otras grandes ciudades que nada tenían que ver con su pueblo, ni con su tierra ni con su comarca preciosa. Estaba pensada para otras cosas. Y, si bien era cierto que ya no se tardarían treinta, sino veinte minutos, en llegar a la capital, ¿qué prisa tenía la gente que tanto se alegraba por esos diez minutos de ahorro?. ¿Qué harían ahora los vecinos de Rivatajadilla con esos diez minutos gratis que les brindaba tan amablemente el progreso?.

No conseguía entender el alborozo(6)
que la idea había provocado en todo el mundo.
(6) Alborozo es alegría, pero más.
Pero las autopistas, pensó Eduardo, tardan tanto en construirse que ya se habría hecho mayor para cuando estuviera terminada.

Así que, sin mucha más preocupación, volvió cada día a su pilón de las afueras, al salir de la escuela, a ver pasar sus coches, a inventar las vidas de los que pasaban unas y otras veces, a imaginar como saldría de Rivatajadilla un día, en el viejo ciento veinticuatro de su padre, camino de la capital, a estudiar una carrera, como su hermana o de viaje de novios, como había hecho su hermano hacía sólo unos meses.

Imaginó también cómo volvería un día, hecho mayor, en un coche como ese negro importante de matrículas amarillas que no sabía de donde era y pensó, que otro niño como él (al que no le gustara sólo pasarse la vida peleando contra todos los demás) estaría entonces mirando desde el pilón los coches que pasaban y pensaría que quién sería el que viajaba en ese coche misterioso.

Pero aquella parecía ser una autopista de urgencia porque, en contra de todos los pronósticos y aunque estas cosas casi nunca pasan con las obras públicas, estuvo construida en apenas dos años.

Eduardo se enteró un día, después de otro importante revuelo, de que el tramo Rivatajadilla-Rivatajada, lo había inaugurado el ministro esa misma mañana. Lo supo de oídas, porque el coche del ministro (ese que sí que debería ser un cochazo) no lo vio desde el pilón. Lo supo porque, de repente, no pasó ningún coche por la carretera general, que había dejado de ser la carretera general.

Tal y como habían augurado los mayores, una tarde los coches dejaron de pasar por el centro mismo del pueblo. Ya no habría más tráfico por el centro del pueblo.

Aquella tarde le dijo a su madre que le preparara la merienda en una fiambrera, porque había decidido que saldría de excursión.

Dos kilómetros eran apenas veinte minutos de paseo, caminando despacio. Acaso la autopista tuviera un pilón cercano desde el que ver pasar los coches.

Caminó. Efectivamente, el alcalde del pueblo debió dar la noticia en época de elecciones, porque aquellos dos kilómetros se habían convertido en por lo menos diez, a juzgar por la tremenda caminata que tuvo que pegarse hasta encontrarla.

Pero la encontró.

Era un gusano gigante de asfalto y cemento que serpenteaba a través de las sierras que había recorrido de pequeño con su padre. Estaba, en realidad, fuera del mundo, abriendo el paisaje en dos mitades. Por allí sí que pasaban deprisa los coches, los camiones, las motocicletas de muchísima cilindrada(7)
... Era muy difícil distinguir ninguna. Imposible saludar a nadie, reconocer a los pasajeros de ningún coche. No daba tiempo a imaginarse nada, ni siquiera a contarlos sin temor a equivocarse uno.

(7) La cilindrada es el tamaño del motor, en las motos y en todos los demás vehículos. A mayor cilindrada, mayor motor y cuanto más motor, más corren.

Se subió a un puente gigante que había. ¡Qué enormidad!. Sólo con el cemento empleado en construirlo se hubiera fabricado de nuevo Rivatajadilla entera. La chapa de uno sólo de los cartelones hubiera bastado para hacer por lo menos dos paredes de la nave de su tío Felipe, que era la más grande del pueblo. Era todo desproporcionadamente grande, desproporcionadamente rápido, desproporcionadamente desproporcionado. Era una barbaridad. Pero no pertenecía a su pueblo, ni a su tierra... Había partido en dos la finca del Marcelino y nadie sabe cuantas más. Era como un túnel de cristal, incomunicado de cuanto había alrededor, surcado por maquinas muy muy rápidas que era imposible saber a donde iban.

Ninguno de esos conductores pararían en ningún pilón a preguntar por ningún sitio, ninguno repararía en la cooperativa, ni en el cuatro ele de la Guardia Civil. Nadie sabría que Julián el guardia estaba encantado con su cuatro ele, ni que el tractor que siempre estaba arando a eso de las cinco era el del Emiliano, que tenía una verruga tan grande en la nariz que se había tenido que quedar soltero.

Muy chiquitina, por el arcén, caminando muy despacio, descubrió la vieja furgoneta de Anselmo, el de la tienda de electrodomésticos, que intentaba alcanzar la salida entre aquella marabunta de acero que pitaba y le adelantaba haciéndole señales con las luces, que Anselmo devolvía gesticulando violentamente con las manos. Eduardo le hizo señales también con las manos, pero Anselmo estaba demasiado ocupado para mirar hacia ningún otro sitio.

No estaba seguro de si el coche negro que acababa de ver pasar a toda velocidad era o no el suyo, aunque sí distinguió, era martes, el camión frigorífico del matadero, que tampoco le vio a él.

Así que Eduardo se volvió al pueblo sin haber probado la merienda. No había ningún pilón en la autopista para él, ni para ningún niño más que quisiera convertirse en el contador de coches de Rivatajadilla.

De Rivatajadilla a Rivatajada se tardaba sólo, ahora, cuatro minutos y medio y, a la capital, menos de veinte, pero el pueblo se había quedado sin coches. Y Eduardo sin pilón.

Pocos meses después el abuelo Ramón murió, no se sabe si de viejo o de tan dormido como se quedó al haber tanto silencio en el pueblo.

Ahora sí, pensó Eduardo, que la autopista ya no servía para nada.

fin