domingo, julio 26, 2020

Españas

Las elecciones autonómicas celebradas hace un par de domingos en Galiza y Euskadi dan noticia de cosas.

El asunto no es menor, nada menor, a pesar de que la actualidad, tan rabiosa, haya relegado a un segundo plano una verdad que parece que no se puede discutir: el nacionalismo ha vencido en las dos comunidades autónomas que estaban en liza.

En la España mesetaria (no sé cómo llamar al conjunto de territorios que no hacen gala de más identitarismo que el español) todavía no hemos aprendido que eso que conocemos como ‘nacionalismos’ configura el ADN político de los territorios con sentimiento identitario y marca definitivamente su forma de entender la política y el modo de aproximarse a ella que tienen las personas a través de las urnas.

La cuarta mayoría absoluta de Feijóo no es sino prueba de cuanto digo: Manuel Fraga (un señor muy listo y muy de derechas) supo impregnar al PPdeGA de ese barniz gallegista. Es el voto nacionalista de derechas que con tintes más exacerbados recolectaba Convergéncia i Unió y con el punto independentista ya conocido acopiaba y acopia el Partido Nacionalista Vasco. Andalucía, el otro gran territorio provisto de rasgos identitarios definidos aunque hablen castellano, no necesitó de un partido andalucista (aunque lo tuvo) porque, siendo un pueblo de voto mayoritariamente de izquierdas y siendo González y Guerra del mismo Sevilla, tuvieron suficiente con el PSOE para manifestar su entidad nacional durante décadas y no precisaron (como en Galiza) de otra organización nacionalista que representara sus señas.

Ahora habría que distinguir entre nacionalismo e independentismo, pero vale lo dicho hasta aquí para entender que la derecha nacionalista, en sus diferentes modalidades, se ha llevado los dos gatos al agua.

El enorme aviso para navegantes ha venido a dirigirse a la ‘nueva política’. ¡Cuidado!, han dicho las urnas: ustedes prometían cosas que no han pasado y para tener más de lo mismo, ya había lo suficiente. Podemos no solo no ha rentabilizado su presencia en el Gobierno, sino que ha pagado una factura sensacional por su estrategia en estos territorios. Cinco secretarios generales en cinco años en Galiza, dan a los gallegos pistas suficientes como para pensárselo, o para hacerse la pregunta ¿vosotros de qué coño vais? Y el ‘impacto cero’ de sus políticas en Euskadi las suficientes como para dejar su representación en la mitad. No han aportado nada, a pesar de la pintoresca opinión de Monedero que atribuye el éxito de Bildu y BNG a la ‘podemización’ experimentada por ambas fuerzas. No es así: los votos de Podemos, disueltas como azucarillos Izquierda Unida y las mareas en las que se apoyaron, se han ido precisamente a esa izquierda nacionalista, la del sentimiento identitario (este sí independentista), que no ha necesitado ‘podemizarse’ para hacer comprender al electorado que son ellos quienes representan esa ideología en su país. Ellos son los otros vencedores, porque se han hecho definitivamente presentes como grandes partidos de la oposición. El hiperpersonalismo de Pablo Iglesias no extiende su manto a todas las Españas; se queda ahí donde no existe esa izquierda y las urnas buscan opciones más escoradas que la que ofrece el PSOE, ahí dónde solo el nacionalismo españolista es el enemigo a batir.

De Ciudadanos poco que decir: el partido se amortizó sin más el día que Mariano Rajoy (el grande) decidió aguantar el chaparrón de la moción de censura en lugar de convocar las elecciones generales (que hubiera ganado de calle Rivera) que sabía que significaban la extinción del PP.

¿Y qué hace un diputado de Vox por Álava en el Eusko Legebiltzarra (Parlamento Vasco)? Pues… ni puta idea. Ni sé qué pinta, ni sé cómo ha llegado hasta ahí, más allá de comprender que es el resultado de la asignación de escaños de acuerdo con la regla d’Hont. El PP divide su fuerza por la mitad, al igual que Podemos y sus diputados se los reparten casi proporcionalmente EAJ-PNV y EH Bildu, otro que se queda el PSOE y, ¡oh prodigio!, otro para Vox.

A Pablo Casado no le ha funcionado nada de lo que ha ensayado. Su estrategia ha sido fuertemente corregida por un Feijóo cuya cuarta mayoría absoluta es mucho más que una cuarta victoria. Es la única de un gobernante autonómico del PP y esto incrementa su poder como el barón más fuerte del PP, amén de reabrir el debate sobre su desembarco en la política nacional. Feijóo ha ganado disimulando las siglas del partido en su propaganda electoral, con un discurso infinitamente más moderado que el de su jefe y obviándolo lo más posible en los actos de campaña. Se enfrentaba más a Casado que al BNG, a pesar de que los dos peleaban por el voto nacional. El diseño de la campaña en Euskadi no ha sido menos castigado: la imposición de un candidato del sector más duro y la alianza con Ciudadanos le ha costado un tercio de la representación parlamentaria. Sus votos, de irse a algún lado, se están yendo a Vox, receptor involuntario del hartazgo de los vaivenes entre derecha y ultraderecha. Vox ve poco a poco como la política de la irracionalidad populista de ultra derecha triunfa en un sector cada vez más abultado de la población, debilitando únicamente al PP, desde el punto de vista político, a la sociedad, desde el punto de vista moral y al Estado, desde el punto de vista institucional.

Y ¿el PSOE? El Partido Socialista no ha sabido concitar en sus filas el sentimiento identitario que triunfa en Catalunya, en Galiza, en Euskadi. Y gobierna en España haciéndose cargo de la mayor crisis social y económica que ha asolado el país desde le Guerra Civil. Con todo, se ha mantenido más que dignamente en las dos comunidades históricas e, incluso, ha arañado un diputado en el Parlamento Vasco, suponemos que procedente de antiguos votantes de Podemos que no se fueran a EH Bildu. Una pequeña disminución en votos en Galiza no ha tenido coste en escaños.

¿Contentos? ¡Pues claro! (Los socialistas, digo)

20200726_010304La machaconería de acoso y derribo practicada por la derecha española contra el Gobierno de coalición no ha supuesto desgaste alguno para el PSOE que, antes al contrario, revalida su posición en territorios altísimamente influidos por el sentimiento nacionalista que tratamos de describir.

Y Sánchez… se fuma un puro y empieza a acariciar, supongo, el adelanto electoral. No le ha podido ir mejor.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

domingo, julio 19, 2020

Sin curas, sin Vox

El jueves tuvo lugar la ceremonia de reconocimiento del Estado a las víctimas de la Covid-19.

No se sabe muy bien para qué valen estas cosas. Seguramente a las víctimas les importa un huevo y aquí no hay victimarios a los que culpar (a pesar de que algunos apunten directamente a la cabeza de Pedro Sánchez como el señor X, tal si hubiera sido él mismo el paciente cero). Aun así queda elegante. Aunque solo sea para fijar en la memoria colectiva un desastre de las proporciones que este ha tenido. Es una suerte que no han corrido todas las víctimas de desastres colectivos y es, por ende, lo suficiente de agradecer.

Y este más.

20200719_005334Por primera vez en la historia reciente de España, ningún capellán, ningún sermón, ningún otro símbolo en la ceremonia que el pebetero en el que ardía el recuerdo de los muertos. Nada más. Rosas blancas. Nada más.

Gente normal honrando a la gente normal. Y todas las autoridades del Estado, algunas de la Unión Europea y todavía una de la Organización Mundial de la Salud, escuchando atentas las palabras de personas que contaban cosas que importaban. Gente normal. Un rey, eso sí, pero todos los demás normales.

El Estado al servicio del recuerdo de los que se han muerto y de los que han trabajado para mantener abierto por los pelos un país casi cerrado; una enfermera explicando el ánimo que sentían al escuchar los aplausos de las ocho; un hermano hablando de su hermano; un escenario solemne donde la solemnidad no tenía, ni uniformes, ni sotanas. Un acto civil, un acto laico. ¡Cuánta paz!

20200719_005433El Rey aparcaba por unas horas los asuntos más turbios de la Corona en un paréntesis que, a buen seguro, se merecía el país; Vox homenajeaba en otra parte de España (porque aquí no se merecían estar y lo entendieron así) a un chico muerto a manos de su marido en un acto que, a buen seguro, prepararon para negar la violencia machista; Iglesias olvidaba también por un momento que la tarjeta del móvil de Dina Boussleham estuvo indebidamente en sus manos en una acción que, a lo mejor, le cuesta cara; Casado guardaba el silencio que se esperaba de él; y Sánchez miraba a su alrededor agradecido por la primera casi-unanimidad que consigue aglutinar a la práctica totalidad de las intenciones del Estado.

El jueves no importaba nada que Vox no estuviera. No importaba nada que Moncloa y Zarzuela estuvieran viendo a ver qué coño hacen con el rey emérito para que su ‘asunto’ salpique lo menos posible al que ahora hace de rey. No importaba que la Audiencia Nacional esté estudiando la ‘exposición razonada’ que eleve el caso Dina al Tribunal Supremo para investigar a Iglesias.

Ni siquiera importaba la resaca electoral del domingo: la cuarta mayoría absoluta de Feijóo; la irrupción de Vox en el parlamento vasco; la constatación de que los territorios históricos viven en un mundo político de corte nacionalista que en el resto de España está por concebirse (porque el nacionalismo español computa en una vara que mide de otra forma); la aprobación tácita de la gestión del Gobierno que recibió el PSOE en las dos comunidades en liza; el varapalo sensacional a la ‘nueva política’ que se ha quedado vieja en apenas un lustro.

El jueves solo importaron los muertos, sus parientes, sus cuidadores y el tributo que había que rendirles. Y muy pocas cosas más.

Los dibujos son de mi hermana Maripepa.

domingo, julio 12, 2020

El rey blindado

La Constitución Española de 1978 encierra un par de contradicciones palmarias en torno a la igualdad de las personas y ambas tienen que ver con el trato que dispensa a la Corona.

La primera es la preferencia del varón a la mujer en la sucesión al trono (¿por qué don Felipe y no doña Elena? Ambos son altos y guapos, los dos hablan inglés, los dos tenían acceso a la mejor educación que un Estado pueda proporcionar a un heredero y ninguno de ellos precisaba de otro merecimiento para ocupar la plaza). La otra, la segunda, trasgrediendo también  el principio aparentemente sagrado de la igualdad de todos ante la ley, es la condición de irresponsable que otorga al monarca.

(Anotación: la condición de irresponsable de Juan Carlos I está fuera de toda duda. La acepción jurídico-constitucional, sin embargo, no se refiere a que sea un bala perdida, sino a que no tiene que responder por sus actos, esto es, que carece de responsabilidad por ellos, sean estos cuales fueren).

El artículo 53.3, textualmente dice: ‘La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo (…)’.

20200712_012401Mucho se ha escrito por personas infinitamente más solventes que yo mismo sobre si esa irresponsabilidad debe alcanzar a todo acto del monarca o únicamente a aquellos que requieren de refrendo para su validez, es decir, si el debatido punto tercero del artículo 53, habilita al monarca para tener hijos y no reconocerlos, cobrar comisiones ilegales, ocultar su fortuna en cuentas opacas al Fisco o atropellar peatones impunemente con alguno de los lujosísimos vehículos del parque móvil de la Casa Real.

Y el problema parece que está aquí.

Porque todo eso no le quita ni le pone nada al rey emérito, que viene dando cuenta de su catadura moral desde hace muchísimo tiempo y al que un pacto no escrito ha mantenido fuera del foco mediático nacional durante cuatro décadas (digo nacional porque la prensa extranjera ya venía dando cumplida cuenta de los dislates regios). Tampoco le quita ni le pone nada al rey que reina, cuya firma ha aparecido, según cuentan, estampada en algún documento de moralidad más que discutible en fechas en las que, por cierto, no estaba aún investido de la inviolabilidad que hoy le protege.

Todo esto, decía, no da noticia de otra cosa que de la senectud de nuestra Constitución. Está mayor. Muy mayor. Vetusta. Anciana.

Que el rey emérito o el rey que reina sean o no unos corruptos no debe escandalizar a nadie: si el poder corrompe, el poder ‘inviolable’ debe corromper la hostia. Lo arcaico de la institución produce arcaísmos: tampoco esto nos conmueve.

Lo que sí deberíamos empezar a plantearnos ya (mejor cuanto antes) es cómo quitarnos de encima esta barbaridad.

Hacer sangre ahora de la conducta incalificable de Juan Carlos I y mandarlo a las Antillas a un país sin tratado de extradición (por lo que pudiera pasar), o pasear a Felipe VI por toda la geografía nacional montado en un coche que vale medio millón, no nos va a sacar de esta. La discusión de los servicios prestados a España (si es que hubo alguno) y de si lo uno compensa lo otro, es tan estéril como irrelevante: conduce a la melancolía.

Pero atención, porque los pueblos, al final, tienen los gobiernos que se merecen (José de Maistre), y por mucho que hablemos, discutamos, cacareemos, el Rey es rey y el Rey es inviolable. Así lo manda la Constitución Española de 1978.

¿La reformamos?

Podríamos estar pensando en el establecimiento de la tercera república española, o podríamos estar pensando en algo más sencillo: regular con más acierto y menos privilegios una institución de por sí difícil de encajar en un ordenamiento diseñado para regir los destinos de un pueblo en el siglo XXI; pero ambas opciones pasan por tocar algo que, hasta el momento, ha parecido intocable.

Verá:

El artículo 168 de la Norma impone un complejísimo procedimiento para la modificación, precisamente, del Título en el que regula la Corona (el Título II). Es el mismo procedimiento que articula para modificar el Título Preliminar (en el que se define entre otras cosas la forma política del Estado) y la Sección en la que se contemplan los derechos y deberes de los ciudadanos.

El resto de la Norma se puede modificar a través de un proceso mucho más sencillo, aunque también más alambicado que la mera aprobación o modificación de cualquier otra ley, sea ordinaria u orgánica.

Cuarenta años de perspectiva dan para analizar el porqué de que aquellas Cortes blindaran de una forma tan extraordinaria la figura del jefe del Estado. En qué confiaban, en qué no, y cuáles eran sus miedos en un momento en el que la estabilidad política del país estaba cogida con pinzas, el ruido de sables reinaba en los cuarteles, la Iglesia (más poderosa aún entonces que ahora) estaba dispuesta a excomulgar por comunista a todo el que levantara el puño y los poderes económicos se aferraban a las bicocas que el régimen franquista, el Régimen, les había proporcionado.

La modificación del Título II (este que regula la Corona como Jefatura del Estado) o del Título Preliminar (en el que se establece la Monarquía parlamentaria como la forma política del Estado español) obliga a la aprobación de la iniciativa (la sola intención) por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. Después, las cámaras elegidas deben ratificar la decisión y redactar el nuevo texto constitucional. Este nuevo texto tiene que ser aprobado también por mayoría de dos tercios tanto en el Congreso como en el Senado y, aprobada la reforma, ha de ser sometida a referéndum para su ratificación.

Ahora piense en Casado, en Abascal, en Sánchez, en Iglesias, en Arrimadas, en Rufián, imagine qué clase de acuerdo sería posible alcanzar entre ellos y vuelva a hacerse la pregunta:

¿La reformamos?

Añada a la ecuación el hecho de que la tercera fuerza política de nuestro Parlamento (ocupando legítimamente 52 de los 350 escaños), ni siquiera respeta los postulados más elementales de la democracia y se ha posicionado abiertamente a favor de un golpe de estado. Vuelva a preguntarse.

¿La reformamos?

Hablemos de lo que importa. No importa el nivel de corrupción que puede alcanzar alguien que no tiene la obligación de responder por sus actos. Importa entender por qué hemos consentido que eso haya sido así y que un anacronismo como ese siga en vigor en un país que pretende ser una democracia avanzada y en muchísimos aspectos lo es. Importa decidir cómo terminar con semejante barbaridad.

Lo otro es dar por buena la sentencia de José de Maistre (aquello de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen), en la versión actualizada del francés André Malraux: es dar por bueno que ‘las gentes tienen los gobernantes que se les parecen’.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

domingo, julio 05, 2020

Neoveraneo o tal

Donald Trump se apropia de la producción mundial para tres meses del único tratamiento que se ha demostrado eficaz contra la covid-19, en un ejercicio de soberanía aplaudido por muchos.

Un par de semanas antes, Angela Merkel intervenía con 300 millones de euros la empresa que está desarrollando la que parece será la primera vacuna contra el coronavirus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad, en una maniobra de corte defensivo, también ante la amenaza de EEUU de reservar para sí todos los derechos de producción del laboratorio alemán.

El capitalismo más descarnado se apodera así de la razón de Estado dejando a un lado la solidaridad internacional, y la mundialización de la economía convierte en universal el acuario en el que los tiburones (que ya ostentan cancillerías y presidencias) despedazan a sus piezas y se intentan hacer con las mejores tajadas.

Ha llegado la hora de desmontar todas las ilusiones que nos habíamos querido hacer. No, la pandemia no nos ha enseñado nada; aquello de que nos haría mejores y distinguiríamos lo que importa de lo que no importa, es mentira: o es eso, o es que realmente en el lado de lo que importa no había nada. No somos un mundo mejor, ni más solidario, ni más hostias.

20200705_014506Y mientras los buitres planean sobre las farmacéuticas, enfrentamos el verano aún sin la conciencia de estar en los albores de una de las crisis más gordas que va a sufrir el mundo.

Damos por cerrado el episodio sanitario; nos asomamos a unas calles que tienen la misma pinta que tenían cuando nos encerraron en casa; el bicho no se ve más que en el miedo intuido tras las mascarillas; miras a un lado y a otro y cruzas el umbral de la puerta del portal con la precaución de no ser atropellado por una cadena de virus invisibles que esté coincidiendo contigo en la fatal dimensión espacio-temporal y anide en tu garganta o en tus mocos.

En realidad no está cerrado, pero lo hemos dado por cerrado porque los brotes son cuasi simbólicos y casi siempre están en una ciudad dónde usted y yo no vivimos. El miedo aún no está en los higadillos de las personas, más allá de las que sospechan que el ERE en el que se sujetan se convierta en un despido en ¿septiembre? ¿noviembre? Lo están mirando, aún no sabemos. 

Y, ahora ya sí, julio ha traído el verano; el más incierto de cuántos hemos tenido ocasión de vivir.

El apartamento de Santa Pola no es una opción. El control sobre el acceso a las playas la ha convertido en un postconfinamiento insoportable.

En el pueblo no le van a mirar bien. Se han protegido de los aluviones que suelen traer las fiestas patronales suspendiéndolas por cautela. Saben que las ciudades se expanden en verano y le esperan sin ninguna ilusión, porque les ha costado mucha disciplina mantener a raya el contagio.

La movilidad internacional de las personas es un puto lío. Países de los que admitimos turismo no nos quieren ni ver. Todavía, a estas alturas, no sabemos cuáles son las fronteras abiertas y cuáles no.

A todas luces, nos han robado ya la primavera y estamos a punto de ceder gratuitamente el verano a mayor gloria de SARS-CoV-2.

En definitiva, piensa usted, lo que va a importar es el otoño. Esa es la gran prueba. El gran test. A lo mejor este otoño aún tiene trabajo. A lo mejor el ensayo del teletrabajo le ha salido bien. A lo mejor vuelven a abrir los colegios, incluso los concertados. Y, a lo mejor, a usted todo esto ya no le produce más que un aburrimiento mortal.

Lo de la tele sí que no es una opción. Hasta la política ha dejado de existir para convertirse en el reality show que protagonizan personajes como Cayetana Álvarez de Toledo o Macarena Olona (si es que se llama así la señora del bozal verde con la bandera de España). Ya no hay quien soporte un telediario más desentrañando el proceso de conseguir los votos suficientes para sacar adelante las iniciativas del Gobierno. Ni una homilía más de Sánchez en sábados que parecen todos de Gloria, loando la infatigable entrega del personal sanitario a los que gracias a Vox y a su bilis recocida, pudimos dejar de aplaudir a las ocho desde los balcones. Incluso la ruta turística de los reyes de España solo nos ha conseguido arrancar un bostezo y un comentario lánguido sobre lo guapa que queda ella con sus vestidos floreados.

Parece que solo Máster Chef nos sacará del tedio. O Tele5.

Usted se ha hartado ya de reprender a los vecinos porque los chicos salen de casa sin mascarillas. Se ha hartado de reprender a los vecinos en general. Se ha hartado de planificar sus vacaciones. No sabe bien bien si tiene que ahorrar o lo que toca es gastar (con moderación o sin ella) para aliviar la crisis de consumo o para aliviar la puta depresión en la se está sumiendo. Usted está hasta los huevos (igual que yo).

Solución: engancharse a Twitter por si allá se encontrara la verdad de las cosas que se le antoja inalcanzable de momento.

Craso error. Se encontrará usted con una tendencia basada en la serie El Ministerio del Tiempo, que plantea un futuro distópico para España con Bertín Osborne como presidente, arrasando con su lema ‘mi patria es la tuya’. O al papa Francisco aportando su grano de arena: La alegría del cristiano brota (hablando de brotes) de la escucha y de la acogida de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús.

Me he mareado. Vuelvo al confinamiento.

El dibujo es de mi hermana Maripepa