domingo, febrero 28, 2021

Género

No es tan sencillo. Si tienes cola eres chico. Si tienes chocho, chica. Ya está. Pero no es tan sencillo.

El lenguaje es machista. Siempre lo fue. Chocho suena feísimo y cola es, a la vez, elegante y festivo. (¡Qué enormidad!)

La asociación pestilente Hazte Oír lo resolvió con vulva. Pene y vulva. Y lo redujo a esto: vulva, chica; pene, chico. Pero no es tan sencillo.

Ahora viene el género, de difícil definición y de imposible comprensión para quien anda con la cabeza cerrada a todo aquello que no le enseñaron en las patéticas clases de Religión que recibimos en nuestra igualmente patética educación cristiana.

Pero vayamos por partes: Cuando un senador de Vox se empeña en llamar señora presidente a quien es la presidenta de la Cámara Alta, demuestra, además de su tozudez machista, su incultura proverbial. La voz ‘presidenta’ está registrada en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española desde 1803, por más que la terminación ‘ente’/’ante’ (el que es) se configure en la composición del término como el participio activo del verbo ser. O sea, que la actitud de este senador (el que sena) solo alcanza a poner de manifiesto su profunda estupidez. Debe comprenderse que los participios activos (de los verbos latinos) pasaron al español como participios y se emplean solo en los adjetivos (denigrante sería uno bien aplicable al caso que nos ocupa, indigente intelectual, otro). Si, a continuación, propone que el Día Internacional de la Mujer sea sustituido por el Día Nacional de las Víctimas por el Coronavirus, entonces está todo claro, porque une a su indigencia intelectual su mala fe pública al intentar con ello culpabilizar al Gobierno de España (por autorizar aquella manifestación en 2020) de las miles de muertes acaecidas como consecuencia de la pandemia. Da un poco de asco, pero es lo que hay.

Continuemos. Si está claro que la presidenta del Senado de España es una señora, y que el frutero que despacha en el mercadillo de Ciudad Real es un señor (de imposible confusión), convive con esta realidad el concepto de género, que viene a complicarlo todo un poco.

El género es un constructo social. (Lo escribo así, ’constructo’, para poner en evidencia mi sofisticada capacidad de lenguaje y advertir que lo que sigue está vedado a quien cerró su mente a toda realidad que no fuera capaz de tocar con sus manos o escuchar con sus orejas, tales como los agujeros de gusano, el sonido de las partículas subatómicas, o la discoincidencia entre el sexo de una persona y el género con el que esta se siente identificada.)

Cuando Simone de Beauvoir escribió ‘No se nace mujer, se llega a serlo’, no se estaba refiriendo a que el chocho se desarrolla con el tiempo, sino a que el género se va construyendo con las convenciones sociales que condicionan a uno y otro sexo. Y, llegado el caso, sucede y no es nada infrecuente, que una persona que ha nacido con cola (un varón, para entendernos) se sienta más identificada con la condición de mujer que con la de hombre y puede ser que decida convertirse en una más, renunciando a su condición biológica y asumiendo aquella otra, o viceversa. Y ¿qué pasa? Absolutamente nada: Se cambia de sexo. La ley lo protege. Se llaman ‘personas transgénero’.

Y aquí viene el lío. ¿Cuándo? ¿Bajo qué condiciones? ¿Así, por la cara?

El borrador de proyecto de ley trans propuesto por Unidas Podemos y liderado por la ministra de Igualdad, Irene Montero, que estudia el Gobierno, dice que sí, que por la cara. Sin más trámite que la declaración de voluntad y desde los ¡doce años! (16 para no venir en compañía de mamá y papá).

Y el colectivo feminista se desespera: es más una afrenta a la lucha por conseguir la verdadera igualdad entre géneros (si ahora venimos a descubrir que el sexo no importa), que consolidar derechos para el conjunto de las personas.

Nada que objetar sobre la despatologización que supone de la transexualidad y mucho menos sobre el sufrimiento de las personas transexuales que pretende evitar, especialmente en las más jóvenes. Nada que objetar sobre aspectos trascendentales que viene a corregir de la vigente Ley Orgánica para la igualdad efectiva de mujeres y hombres (de 2007) que se ha desvelado insuficiente en supuestos relevantes en sus 14 años de vida.

La decisión de cambiar de sexo no puede depender, sin embargo, de la sola confusión de un púber en plena revolución hormonal. Tiene que precisar de requisitos que la doten de firmeza, más allá del simple acto de pasar por el Registro Civil, dar los buenos días y ordenar, armado de una simple declaración de voluntad, que donde pone Mercedes anoten Kevin Cosme, que esta semana se siente un machote. Porque el sexo sí importa. Porque la lucha centenaria por reivindicar la igualdad de géneros (entendidos así, como las circunstancias que socialmente se han construido en favor de uno y en contra del otro) importa y no puede soslayarse de un plumazo eligiéndolo a voluntad sin contar con la garantía científica de que tu sexo y tu género no coinciden (más allá de las turbulencias hormonales de la adolescencia) y sin contar con la garantía jurídica que tal alteración registral precisa. Porque las consecuencias jurídicas de la decisión no son menores en la lucha contra la violencia machista, por ejemplo, o en la protección de los espacios de derechos de la mujer que hemos conseguido tras décadas de pelea.

Con todo, garantizar avances, consolidar derechos, maximizar los recursos disponibles para proteger la calidad de vida de las personas en todos los órdenes, frente a las posiciones trogloditas de quienes insisten en llamar señora presidente a su presidenta, es siempre una buena noticia. Y la ley trans, cuando sea verdad, lo será también. Lo será con independencia de las diferencias de criterio sobre el feminismo que se puedan plantear entre los partidos socios de la coalición de Gobierno.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, febrero 21, 2021

L'esquerra, l'esquerra

 El anterior proceso electoral en Catalunya nos condujo a la zozobra. Nos condujo a la zozobra, claro, a las personas de izquierdas.

Entonces ganaron la derecha y la derecha; la derecha independentista y la derecha españolista, dos derechas antagónicas entre sí. Una de ellas jugó tan mal sus cartas que, simplemente, ha desaparecido de la escena política catalana: Ciudadanos.

El 14 de febrero las cosas han sido radicalmente distintas: han ganado la izquierda y la izquierda. La izquierda constitucionalista, esta con importante mayoría de votos (más si sumamos los del PSC a los de En Comú Podem, que nunca se dijo que fueran independentistas aunque aboguen por el referéndum de autodeterminación) y la izquierda independentista, representada por ERC que, por primera vez, se impone a lo que fuera Convergència i Unió, hoy Junts per Catalunya, Junts.

La izquierda y la izquierda.

Urnas cambian urnas

El panorama de la gobernabilidad en Catalunya, por lo tanto, se presenta rodeado de claves bien distintas a las que hasta hoy se venían dando en el arco del Parlament. De una parte, los votantes, por primera vez desde que Artur Mas declarara la intención de independizar Catalunya del resto de España, se han decantado mayoritariamente por esta opción. De otra, el partido de los socialistas catalanes se ha convertido en la fuerza más votada, esto por primera vez en la historia constitucional del país, puesto que nunca Maragall ni Montilla, a pesar de que gobernaran, habían conseguido que el PSC superara en sufragios al resto de las formaciones en liza ni, en concreto, a Convergència i Unió, hoy Junts. Y, aun de otra, la izquierda catalana ha conseguido más escaños que la derecha, lo que tampoco había sucedido desde los tiempos del ‘Procés’.

Así las cosas ¿cómo no soñar con un gobierno de izquierdas al frente de la Generalitat?

El juego no es banal y mucho menos imposible. Basta el asentimiento del PSC, mediante su abstención en la elección del president y su apoyo desde fuera del futuro Govern sobre los principales asuntos de la gobernabilidad de Catalunya, para que Esquerra Republicana (que ya presta este apoyo al PSOE en el Parlamento Español) se separe de la lacra liberal-conservadora que representan los herederos de Jordi Pujol, por más que hayan cambiado de sedes y siglas huyendo de su pasado corrupto.

Catalunya necesita un presente que restañe las heridas de su propio presente y eso parecen haber elegido las urnas votando a una izquierda independentista que ha renunciado a la vía de la unilateralidad y a la izquierda constitucionalista (fuerza más votada) que está pujando por volver a la normalidad construyendo un gobierno que vuelva a preocuparse de atender las necesidades de las personas (hoy más bien aparcadas), eso sí, cerrada a la posibilidad de abrir vías de posible independencia.

Y la lucha por la independencia, necesariamente, tendrá que esperar.

En este momento la pelea es por las vacunas, por la restauración de la situación sanitaria (tanto de las personas como de las debilitadísimas infraestructuras, bombardeadas durante décadas con recortes que solo ahora han demostrado sus efectos nefastos), por la resiliencia ante la crisis económica que ha puesto de manifiesto la relevancia de las instituciones europeas y la importancia de la apertura al internacionalismo, lejos de achicar las fronteras de los espacios de convivencia.

Como nunca antes, la interdependencia de unos respecto de otros se ha puesto de manifiesto en el mundo entero. La solidaridad entre los pueblos es crítica, la colaboración es crítica, la cooperación lo es. Los problemas son globales y muy grandes y los ‘pequeñismos’ no harán sino agravarlos.

El eje que enfrenta independentismo y españolismo tiene que cambiar al eje que pone a cada lado la izquierda y la derecha. ERC tiene que declarar su mayoría de edad y atreverse a gobernar sin la sombra de Junts (en este caso a la espalda) para liderar la reconciliación de un pueblo en tremendo conflicto por un ideal que hoy es imposible y que, cuando lo fuera, no podría afrontarse sino desde la concordia. Las diferencias entre Esquerra y Junts no pueden ser más obvias y no permiten una acción de gobierno coherente, salvo en su único interés común, hoy fuera de lugar a todas luces. Y el PSC tiene que mostrar la generosidad que hace falta para, siendo la fuerza más votada (empatada finalmente en escaños) ceder la alternativa a quien realmente tiene los números para formar Gobierno.

En el complejo espacio de la negociación política. Aquí estamos. Esperando de la lucidez de nuestros gobernantes un rayo de esperanza que nos allane el que sin duda será tortuoso camino de la recuperación.

Escrito desde fuera de Catalunya, con la ilusión de que, en lugar de seguir siendo un problema más para el resto de España, se convierta en otra parte de la solución de los muchos que ya soportamos.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

domingo, febrero 14, 2021

Normalidad bipolar


Es dos… y está en cada uno de los dos por completo (San Agustín)
Pablo Iglesias tiene razón cuando habla de falta de normalidad democrática porque, seguramente, en su fuero interno se identifica a sí mismo como una anomalía y se lo pasa bien siéndolo, aunque traslade sus críticas a circunstancias que pretende ajenas.
No es necesario ser politólogo (Pablo Iglesias lo es, ya sabemos) para tener por ciertas algunas reglas del juego democrático. Algunas simples, como la de no tirar piedras contra el Gobierno del que formas parte. Esto rige también para las empresas, para las ferreterías y para las asociaciones filatélicas (excepción hecha de alguna muy célebre). Dicho de una forma más elaborada, no se puede ser uno y su contrario en la misma dimensión espacio temporal, salvo que un trastorno de la personalidad haya invadido tu cerebro de manera tal que te sientas independentista por las mañanas y constitucionalista al atardecer, dejando el espacio de mediodía para la transición pacífica entre los sentimientos ‘España nos roba’, ‘España nos une’. He utilizado ‘constitucionalista’ en el sentido al uso en estos días, aunque es algo confuso pues no se sabe muy bien quién incluye a quién en cada bloque, que pasan por ser unos los que quieren poder decidir sobre la permanencia de su territorio dentro del Estado y los otros los que apuestan por la unidad de este sin posibles fisuras.

Pero, por confuso que sea, en lo básico estamos todos de acuerdo. Todos menos Pablo Iglesias que, sin aparente contradicción, en pura mística política, pretende defender una España unida en la desunión… y muere porque no muere.

Sea por renta electoral o sea por lo que sea, comparar la condición de huido de la Justicia de Carles Puigdemont (cómodamente instalado en una mansión en Waterloo que no se sabe quien paga), con la que sufrieron los exiliados de la II República Española tras la victoria del fascismo en la Guerra Civil es una gilipollez, cuando no una monstruosa falta de respeto a aquellos que tuvieron que salir por piernas con una mano delante y otra detrás para evitar su exterminio en un régimen genocida como el que se instauró después de la victoria, muchos de los cuales terminaron en campos de refugiados en condiciones de vida menos favorables.

Sea por renta electoral o sea por lo que sea, comparar la condición de preso político del opositor ruso, Alexéi Navalni, al que ya se había intentado asesinar por dos veces (2017 y 2020), con las circunstancias de los políticos catalanes encarcelados por sentencia firme el Tribunal Supremo, es poner en tela de juicio, desde la separación de poderes, hasta la coherencia más elemental del sistema.

En fin, sea por lo que sea, cuando uno de los vicepresidentes del Gobierno acusa al Estado de falta de normalidad democrática, después de haber enmendado su propio Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado (como muestra de anormalidad baste un botón), y produce tal cantidad de anomalías él mismo practicando un discurso abrasivo contra las instituciones, es que algo no le han explicado bien. Es eso, o es que le encanta jugar con su condición de enfant terrible, de niño transgresor que se divierte poniendo a prueba la paciencia de todos desde su situación de privilegio.

El juego de Iglesias, sin embargo, no sorprende a nadie. Los batacazos electorales de este verano en Galicia y País Vasco, parecen justificar esta confrontación Gobierno versus Gobierno, en busca de un resultado más amable en las catalanas que hoy mismo se están celebrando, a pesar de que la fuerte presencia de Catalunya en Comú le ayudará bastante, suponemos, a mantener la posición.

También pudiera ser que estuviera buscando forzar al presidente Sánchez a deshacer la coalición (que tan buenos resultados está ofreciendo en mi opinión y menos necesaria tras la aprobación de la ley de presupuestos). El discurso general de Unidas Podemos en el Gobierno de España (una vez amortizada para sus bases la presencia en el mismo del matrimonio Montero-Iglesias y la mayúscula falta de respeto que supuso la compra de su casoplón en una de las zonas más caras de España), resulta ensordecedor. Justo es reconocer que la presencia en la coalición de la formación morada mueve hacia la izquierda algunas políticas que de otro modo, muy probablemente, permanecerían menos justas, pero no es menos cierto que el populismo de sus postulados, cada vez más públicos (cada vez más publicados),  ignora reglas básicas de las políticas de Estado que, necesariamente, han de contemplar gasto de menos enjundia social y menos aceptación global, para los que también hay que dejar dinero, a riesgo de romper demasiadas cosas que importan.

Abrazar el populismo (que antes era una cosa muy fea y ahora se convierte en el paradigma de según qué formaciones políticas) funciona mal en el Gobierno. Tenerlo por bandera más bien parece una estrategia electoral que una de gobernanza de lo público, con todos los sinsabores que conlleva. Dejarle a tu socio todos los ‘marrones’ y capitalizar unilateralmente todas las conquistas no parece la fórmula más leal de formar parte de un grupo.

Pero formar parte de un Gobierno y acusarlo de dar soporte a las anomalías democráticas que presiden el Estado, parece una incongruencia de enormes proporciones. Una del tamaño de la que el propio Trump (otro gran populista) hizo gala cuando intentó convencer al mundo de que la democracia en EEUU estaba podrida porque las elecciones presidenciales no le fueron propicias. De ese tamaño. Las consecuencias de atacar a las instituciones y, sobre todo, con ocasión de hacerlo desde dentro, son difíciles de calcular.

La izquierda está unánimemente de acuerdo en que hay muchas cosas por revisar. Todos lo estamos. Y la obligación de un gobierno de izquierdas es identificarlas y cambiarlas (no sé qué estaría diciendo Unidas Podemos sobre el mantenimiento de la reforma laboral de Rajoy, si la cartera de Trabajo no estuviera en manos de la comunista –y magnífica ministra– Yolanda Díaz). Es necesario actuar desde sobre las leyes penales que coartan la libertad de expresión y conducen a presidio a Pablo Hasél (entre otros), hasta sobre las que mantienen figuras como la sedición, viejas ya en todo el contexto europeo, que justifican el encarcelamiento de los políticos catalanes que siguen condenados. La normalidad democrática, entendida desde las ideologías de izquierda, consiste en conocerlo y hacer evolucionar la sociedad y el Estado cada día, cada mes, en cada período de sesiones del Congreso de los Diputados, en cada norma que produzca. Para que esa evolución se produzca, la soberanía nacional ha puesto el Gobierno de España en manos de la izquierda.

Solo hace falta un poco de coherencia y otro de lealtad. Ser el Gobierno por la mañana y la oposición por la tarde le devuelve a la mística política. Vivir sin vivir en él. Esto que más modernamente llamamos un trastorno bipolar.

Sacar provecho político escandalizando sobre la anormalidad de la que formas parte, a costa de tus socios de gobierno, diciendo permanentemente lo que tu audiencia quiere oír sin más límite que el que te imponen tus propias incoherencias, no es exactamente contribuir a la normalidad.

Pablo Iglesias se equivoca gravemente, esta es mi opinión, intentando cercar al Estado para mantener su posición en Catalunya. Si es que está en juego.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, febrero 07, 2021

Mequetrefes*

Irrumpen en la cotidianeidad los nativos digitales, estas chicas y chicos veinteañeros, treintañeras, que tienen en las redes sociales una prolongación de sus vidas, cuando no encuentran en ellas su principal espacio de comunicación, juegos o simplemente de confort.

Los líderes en esta nueva manera de estar en el mundo, que han hecho en lo virtual fama y fortuna y se han sustraído de la sociedad en la que viven (me refiero a su portal, a su barrio a su centro de salud), enfrentan a su feligresía a la vieja doctrina del solipsismo, corregida con un cable de fibra óptica (preferiblemente) que abre todas las ventanas imaginables y conecta (tú y tu máquina) todos los rincones del planeta.

Sucede, por lo contrario, que estamos en un tiempo en que la necesidad de lo público se ha puesto rabiosamente de moda, ello por mor de la necesidad de las personas humanas de contar con estructuras políticas sólidas, capaces de vencer (con mayor o menor éxito, con mayor o menor celeridad) acontecimientos globales que rompen la vida.

Entendamos esta globalidad como global (la gran pandemia de SARS-CoV-2) o como que afecta a la globalidad de las personas de un territorio acotado (la gran nevada de hace unas semanas).

Buscamos lo público para que una declaración de estado de alarma nos prohíban salir de casa para frenar el contagio, para nos auspicien con un ERTE si la cosa se pone peluda, o para que nos quiten los 55 centímetros de nieve que se han acumulado entre la entrada del portal de nuestra casa y el Ahorramás en el que necesitamos comprar el pan. Buscamos lo público para que nos traigan vacunas con las que alejar la enfermedad (no solo la de la covid-19, que también, sino la de la misma gripe que cada año se inocula a más de seis millones de personas en España, casi todas ellas mayores de 65 años).

¡Claro! Buscamos lo público en aquellas actividades necesarias para la vida que no podríamos solventar si no es con el esfuerzo colectivo: la sanidad, desde luego, el cole de los niños o la universidad cuando ya no son tan niños, el control del tráfico aéreo, la seguridad en su más amplio sentido, el mantenimiento de la red de carreteras, el alumbrado de las calles, la defensa.

Unos más que otros defendemos lo público en oposición a lo privado, defendemos la justicia (la igualdad) frente a la libertad, aunque dicho así suene feísimo. Solo por resultar gráfico, defendemos la justicia en el reparto de vacunas (primero a los que más riesgo tienen de que los mate el bicho y luego a los que menos), frente a la libertad de comprarla en el libre mercado de los medicamentos (para mí y los míos) si tengo dinero suficiente para ello. Lo público. Lo que garantiza que todos tengamos acceso a lo necesario en condiciones de igualdad.

A nadie se le oculta a estas alturas que el mantenimiento de lo público depende casi en exclusiva de la fiscalidad. De los impuestos. Tampoco se oculta a nadie que el sistema impositivo de los países es una cosa compleja o muy compleja y que, así, por lo general, se contempla en términos de progresividad, esto es que los que tienen mucho pagan mucho más que los que tienen poco y los que tienen muchísimo, aún más.

El sistema fiscal no atiende al mérito. No paga menos impuestos el señor que se lo gana con su ingenio o con sus habilidades deportivas, que el que se lo gana trabajando de meritorio en una notaría. Va más rápido: si ganas más, pagas más, si ganas menos, pagas menos y si ganas muy poco, no pagas nada. Me refiero, como se intuye, a los impuestos directos, esto es a aquellos que gravan la renta o la riqueza.

Y así va esto. Una persona que gana muy poco tributa muy poco, a lo mejor un 2% de su renta. Una que gana mucho paga mucho más. El tope: el 47% de lo que ingresa. Y con todo eso pagamos los coles, las vacunas, el alcantarillado, los guardias y los submarinos.

Pues bien, en las sociedades avanzadas (ahora no se me ocurre ninguna, pero haberlas haylas), se cuidan muy bien de los impuestos que pagan los ciudadanos y los ciudadanos están de habitual muy orgullosos del dinero que ingresan al fisco, pues son conscientes de la importancia que ello tiene en orden al mantenimiento de este que se ha dado en llamar el estado del bienestar.

Y las menos avanzadas, menos. En las menos avanzadas pagar muchos impuestos nos sabe como mal, como a que no hemos sabido valernos de algún vericueto legal para mermar esa cuota que siempre (siempre) se nos antoja abusiva. Nos sabe como a que somos tontos.

Y esto se incorpora a lo que podríamos llamar la conciencia cívica de las personas.

Un chico muy listo llegando a Andorra.

Si, de pronto, un señor se apea con que "las leyes de Hacienda no estaban preparadas para esta nueva ola de creadores 'online'. Y siguen sin estarlo" (El Rubius dixit) y con tamaña excusa se las pira a vivir a Andorra para cambiar su 47% de impuestos por un confortable 10%, es que estamos en un lío. No solo por el alto concepto de sí mismo que el tipo demuestra al considerarse, nada menos, que un creador ‘on line’ que ya es bastante (nada menos creativo que lo que le he visto hacer en sus vídeos), sino porque pone de manifiesto que esto lo hemos contado muy mal.

Por decirlo deprisa: si los que ganan muchísimo utilizan (y publican que utilizan) todos los recursos a su alcance para pagar poquísimo, hasta el punto de irse a vivir a uno de estos ‘paraísos fiscales’, so pretexto de no parecerles justas las leyes de Hacienda, es que se lo hemos contado muy mal.

Si las nuevas formas de economía han adelantado a las fórmulas fiscales y permiten esas fugas en los ingresos del Estado y quienes las practican, además, se jactan de ello en público, es que se lo hemos contado muy mal.

Si los chicos que juegan con sus ordenadores, o al balón (a nivel planetario incluso) y levantan más de cuatro millones de euros al año, pueden esquivar con tanta facilidad sus obligaciones con la sociedad, es que lo estamos haciendo francamente mal. Muy mal.

Si además se convierten en referentes… mal.

Las nuevas formas de economía producen nuevas formas de pillaje. El desprecio a la responsabilidad ciudadana, la cultura de la defraudación que preside la forma de contribuir de tantos, son sin embargo los mismos.

*Mequetrefe: persona considerada insignificante en lo físico o lo moral.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.