sábado, febrero 25, 2006

El contador de cuentos, el escritor y el gran dios Ron de los gitanos

Nota: Como en todos los anteriores, que incomprensiblemente aparecen después, las ilustraciones de este cuento son obra de mis hermanas, Mariquilla y Maripepa.
El escritor de cuentos era un señor un poco joven que no siempre tenía muchas ideas para inventar sus historias.

Un día recibió un encargo muy complicado: Tenía que escribir un cuento para unos niños de tercero o cuarto curso que habían tenido algunos problemas de discriminación(1)
con unas familias que se habían ido a vivir a su barrio.
(1) Discriminar es hacer diferencias unos a otros. Suelen hacerlo algunos adultos con personas que no son de la misma raza o religión o país. Pero, además de estar prohibido, es un cosa feísima.
Los niños de tercero o cuarto curso suelen ser niños muy especiales, les gustan mucho los cuentos y, aunque suelen leer muy poco, cuando leen con interés aprenden muy bien. Por eso era muy importante aquel cuento y no sabía como escribirlo.

Estaba pensando esas cosas el escritor de cuentos, sin encontrar solución a su problema, cuando la idea más brillante le llenó por completo la cabeza.

¡Haría exactamente eso!

Se levantó de la mecedora y fue corriendo al viejo cobertizo que había en la parte de atrás de la casa. Abrió las puertas de madera carcomida(2)
y encendió la lámpara de aceite -en esa parte de la casa no había luz normal-. En un rincón, enfrente de un montón de trastos todos inútiles y muy desordenados, había un extraño artefacto cubierto con una lona llena de polvo. Estaba tan llena de polvo, que pensó el escritor de cuentos que hacía demasiado tiempo que no utilizaba el aparato. Lo destapó con mucho cuidado y, después de trastearlo un poco, salió del cobertizo montado en él y lleno de esa cosa que los adultos simplemente llaman alegría (y que todos los niños saben que es mucho más que eso).
(2) Carcomida significa “comida por la carcoma”. La “carcoma” es un bichito muy pequeño que come madera y le da aspecto de viejos a los muebles. Si no se tiene cuidado, la carcoma se puede comer entera la mecedora de la abuela.

Era su carro especial de visitar al viejo Matías.

¡Haría exactamente eso: Visitaría al viejo Matías!

El viejo Matías era el mejor contador de cuentos que se conocía en el mundo entero, con mucha diferencia, pero vivía en un lugar que no se puede comprender, al que sólo se podía llegar con aquel aparato rarísimo que tampoco se comprendía del todo bien.

El escritor de cuentos y el viejo Matías se conocieron en un sueño imposible que sucedió durante una siesta de la primavera. Aquella vez, el escritor no necesitó de aquella extraña carroza para hacer el viaje mágico: Cuando se dio cuenta de que todos sus sentidos se llenaban de colores que corrían vertiginosamente(3)
a su alrededor, supo que algo extraordinario estaba a punto de pasarle, como al final le pasó.
(3) Vertiginosamente quiere decir “a toda velocidad”.
Como en aquel sueño se habían hecho muy amigos, para evitar que todos sus encuentros fueran por casualidad o en sueños, el viejo Matías le regaló al escritor aquel sistema fantástico de locomoción(4), que no se parecía en nada al autobús del colegio. Con él podría hacer el viaje a propósito, pero sólo de cuando en cuando. Ojo, sólo de cuando en cuando, porque el viejo Matías tenía, además de muchísima sabiduría, un genio endiablado. No era demasiado amigo de visitas, por lo avanzadísimo de su edad. En realidad, se las permitía nada más que al escritor de cuentos, a otro amigo constructor de muebles y a un fabricante de espejos mágicos que había conocido en el extranjero.

(4) Medio de locomoción es como los adultos llaman a los coches, a los autobuses, a los aviones...
El escritor de cuentos comenzó su viaje alucinante de estrellas y colores, que mareaba un poco y, al cabo de un tiempo que no se puede ver en el reloj, llegó a la casa del viejo Matías contentísimo. Muy contento porque, por fin, podría cumplir su encargo y escribir su cuento para esos niños especiales.

-¡Hola Matías! -gritó el escritor de cuentos-. ¿Hola? -volvió a gritar, al ver que nadie respondía-. ¡Hola! -dijo una vez más.
-¿A quién demonios se le ocurre entrar pegando esos gritos en la casa de un anciano? -refunfuñó el viejo enfadadísimo.
-Lo siento -se disculpó el escritor de cuentos-. Me puse tan contento de llegar que no me di ni cuenta.
-¡Tan contento! ¡Se puso tan contento! ¡Tanto... tan contento, que me despertó de la siesta con un susto tremendo!
-Lo siento -volvió a disculparse el escritor de cuentos-. Si vengo en mal momento vuelvo otro día.
-¡No. Otro día no!. Porque tú siempre vienes en mal momento. Volverás a llegar gritando y ese momento es fatal. Tú siempre vienes gritando.
-¡Está bien! -gritó ahora el escritor de cuentos un poco enfadado-. ¡Ya veo que es un mal momento. Pues nada, me doy media vuelta y aquí paz y después gloria!
-¿Lo ves? Ya estás otra vez gritando ¿te das cuenta?. ¿Es qué no puedes mantener una conversación normal como todo el mundo?
-¡Pues parece que no!
-Ya lo veo, ya -volvió a refunfuñar el viejo Matías.
-¿Y si dejamos de gritar los dos y nos sentamos? -propuso el escritor de cuentos.
-Buena idea -aceptó Matías- ¿Quieres desayunar?
-¿Pero cómo vamos a desayunar si te he levantado de la siesta?
-Entonces ¿qué quieres hacer?
-Pues merendar.
-Otra estupenda idea. Merendaremos. Además -añadió Matías-, llevo toda la semana desayunando y estaba ya aburridísimo de tanta leche con galletas. Bueno, cuéntame, ¿Qué quieres de este viejo a estas horas de la mañana?
-¿Cómo de la mañana?
-¡Uy, perdona! Claro, como íbamos a desayunar...
-¿Pero no íbamos a merendar?
-¡Bueno, y yo qué sé! Tú me dirás qué quieres a esta maldita hora, sea la que sea.
-Ando detrás de una historia. Tengo que escribir un cuento especial, para unos niños que también son un poco especiales.
-¿Un cuento especial? ¿Es que a los niños todavía les gustan los cuentos?
-Desde luego -afirmó el escritor de cuentos.
-Yo pensaba que sólo les gustaban los juguetes que juegan solos y esas cosas tan raras que les piden a los reyes magos. Creía que ya no les gustaban los cuentos.
-Claro que sí. Sobre todo a los niños para quienes lo tengo que escribir.
-Está bien, pensaré un poco. Siéntate aquí y no me des la lata mientras te lo cuento...

Matías comenzó su relato después de un ratito:

Cuando yo todavía era el conserje del colegio de mi barrio, una familia gitana se instaló en la calle del Pescado, en el bloque diecisiete, en una casa que les había concedido el Gobierno.

Como todo aquél era un bloque de pisos del Gobierno, los vecinos no pudieron impedir que aquella familia se fuera a vivir allí, pero ninguno quería, en realidad, tener que compartir su vida con gente de raza distinta.

Supongo que hubiera dado lo mismo que fueran gitanos que negros que chinos, porque, aunque por aquel entonces todo el mundo decía que no era racista(5)
, la verdad es que casi todo el mundo lo era.
(5) “Racistas” son los que discriminan a las personas de razas distintas a la suya. Hay que tener mucho cuidado con ellos, porque nunca reconocen que lo son, pero no aceptan a los demás y se creen superiores. Son peligrosos.
Decían que no eran racistas, pero que sabían de muy buena tinta que los gitanos robaban y llevaban navajas y demás. La cosa es que no querían que aquella familia viviera con ellos y todo el rato los criticaban y decían de ellos cosas que, en realidad, nadie sabía si eran o no ciertas.

Tanto se hablaba de ellos y tan mal, que los niños del colegio empezaron a cogerles una manía tremenda. Decían que estaban sucios y que sabían muy poco. Los mismos profesores se reían de ellos cuando no se sabían la lección o cuando les miraban las manos y descubrían que llevaban las uñas muy sucias. Y era verdad que llevaban las uñas sucísimas.

Los niños gitanos de aquella familia que fueron al colegio eran tres, dos niños, Antonio y Manuel y una niña más pequeña, Leticia, que iba a preescolar.

Leticia no tenía, en realidad, ningún problema, porque los niños de preescolar no hacen diferencias con los demás niños. Esas cosas se empiezan a hacer algo más mayores. Pero los otros dos eran un verdadero desastre. Sus costumbres no se parecían en nada a las de los demás niños y todos les hacían burla y les hacían la vida muy poco fácil.

Por poner un ejemplo, recuerdo un día en que Antonio y Manuel llegaron sucísimos a la escuela y, además, tarde. El profesor los puso delante de toda la clase en la pizarra y les preguntó con la voz enfadada:

-¿Qué horas son estas de llegar a clase? ¿Puede saberse de dónde diantre venís?
-Es que hemos tenido que ir a la chamarilería(6)
a vender un remolque de chatarra -contestó Antonio, el más mayor de los dos.

(6) Una chamarilería es una tienda donde se compra y se vende chatarra, papel y otras cosas que la gente tira pero que los gitanos suelen saber aprovechar.
Todos los niños se rieron a carcajadas. Creían que “chamarilería” era una palabra que no existía y, además, no les parecía normal tener que andar por ahí vendiendo chatarra. Como los dos estaban tan sucios y tan feos, se morían de vergüenza delante de toda la clase.

Las cosa no les iban nada bien en el colegio. Ya casi estaban pensando en no volver nunca más cuando, un día que no vino la profesora de gimnasia y que todos los niños de tercero estaban en el patio sin saber qué hacer, Manuel les dijo que les echaba una carrera sin zapatos, a ver cual era el que corría más. Claro está, Manuel corría muchísimo más sin zapatos que cualquier otro niño, porque desde pequeño estaba acostumbrado a hacerlo. Pero además, sabía hacer fuego con dos palos y jugaba al futbolín mejor que cualquier otro. Antonio y Manuel se sabían más historias que nadie y, Antonio, era capaz de cantar con una voz que tampoco ningún otro podía imitar.

Pero, a pesar de todo, eran tan malos estudiantes que seguían siendo los últimos de la clase.

Algo no se entendía bien. Aquellos tres niños tenían cualidades que los demás no tenían, eso estaba claro. Y sus juegos parecían también muy divertidos. Poco a poco, a algunos les empezó a apetecer jugar a sus juegos y aprender, por ejemplo, a hacer fuego sin cerillas, que era interesantísimo. Pero habían oído decir a personas mayores cosas tan malas, que no se atrevían a juntarse con ellos.

Por fin los niños más espabilados vinieron a preguntarme que cómo era aquello posible.

-Ellos no saben multiplicar, ni dividir entre dos cifras -me dijeron- pero, en cambio, juegan mejor al futbolín, corren más, se saben más cuentos... ¿Son realmente tan raros como dicen algunas personas mayores?
-Ya veo -les dije yo- que no conocéis la verdadera historia del pueblo gitano, el principio de los tiempos tal y como ellos lo conocen.

Y se lo conté.
Esta es la historia:
“El gran dios Ron de los gitanos -les conté-, decidió una mañana de primavera crear al hombre. Para ello, construyó un gran horno al estilo indio, lo cargó de leña y lo puso a calentar.

Mientras tanto, fabricó un monigote de barro con manos y con pies y, cuando el horno estuvo a punto, metió el monigote. Al poquito rato lo sacó, pero vio el dios Ron que se le había quedado a medio cocer y se dijo:

-Ummm... Este hombre es muy blanco, no está mal, pero tendré que cocer otro un poco mejor.

Entonces fabricó otro monigote igual, lo puso en el horno caliente y esperó. Esperó tanto que, al sacarlo, el monigote se le había tostado demasiado y pensó:

-Demasiado negro. No está mal, pero ni tanto ni tan calvo. Tendré que hacer todavía otro monigote, a ver si me queda mejor cocido.

Fabricó un tercer muñeco y lo metió, igualmente, en el horno. Esperó un poco más que con el primero y un poco menos que con el segundo y entonces le quedó perfectamente cocido.

Era el hombre moreno.

-¡Por fin! -Exclamó el gran dios Ron-. Me ha salido un hombre que no es ni demasiado claro ni demasiado oscuro. Pero me servirán los tres. Llamaré al primero hombre blanco, hombre negro al segundo y, a este, le llamaré gitano.

Ya veis -le contaba yo a los niños-, como es que los gitanos no se consideran inferiores a los demás.

Pero, según cuenta la leyenda, el pueblo gitano quiso ser un pueblo nómada. No necesitaron establecerse en grandes ciudades para vivir, no quisieron construir casas que tenían que quedarse quietas siempre en el mismo sitio. Prefirieron conocer el mundo entero viviendo en esos estupendos carromatos con los que podían viajar de un lado para otro. Y, precisamente por eso, han tenido sus costumbres propias, tan distintas de las costumbres de los otros pueblos y han formado su cultura.

No penséis que es una cultura inferior a la nuestra. Al contrario -le dije a los chicos que me escuchaban-, ellos están seguros de que la buena es la suya, porque la historia que ellos conocen es bien distinta”.

Los chicos se contaron este cuento los unos a los otros y desde entonces empezaron a pensar que, en realidad, no eran superiores los unos a los otros. Pensaron que, todo lo más, debían de ser distintos. Pero como los unos sabían hacer cosas que los otros no hacían y al revés, decidieron que lo mejor sería hacerse amigos y que unos y otros se enseñaran todo lo que sabían, porque así todos sabrían más cosas.

Así que se hicieron muy amigos. Los gitanos aprendieron a lavarse los dientes, a llevar las uñas limpias y a restar llevándose, que no es nada fácil. No sé cual de las tres cosas les costaría más trabajo. Los payos(7)
aprendieron a hacer fuego con dos palos, a jugar al futbolín, a contar historias preciosas del pasado de los hombres y a respetar mucho a los más viejos de la familia, a quienes los gitanos llamaban el “patriarca”(8).

(7) Payos es como los gitanos nos llaman a los que no lo somos.
(8) En la raza gitana, el “Patriarca” es el jefe de un “Clan”, es decir, de una familia. Suele ser el más viejo.
Todo funcionaba ya perfectamente en el colegio.

Pero, mientras los niños ya habían superado todas sus diferencias, los mayores se habían dedicado a escribir montones de cartas de protesta.

Habían escrito a los ministros, a los presidentes, a los jueces, a las asociaciones de vecinos, al ayuntamiento y a la comunidad de propietarios. Después de mucho protestar lograron que alguien les hiciera caso y le dieran a la familia gitana otra casa en otro barrio distinto muy alejado.

Se trataba, eso decían los mayores, de un barrio más apropiado para ellos, donde casi seguro se deberían encontrar muchísimo mejor que allí. Y la familia gitana dejó por fin su casa de la calle del Pescado, sin que nadie pidiera su parecer a los niños.

Todos los adultos estaban muy contentos porque, según decían, habían conseguido quitarse de encima un peligro(9)
y, lo más gordo de todo, es que decían que lo habían hecho por sus hijos, para que no tuvieran una cosa que se llama “malas influencias” y que yo nunca supe exactamente lo que quiere decir.

(9) Seguramente no eran todos: Sólo los adultos racistas consideran que los gitanos son un peligro.
Matías terminó así su cuento.
El escritor le había escuchado con la toda la bocaza abierta y los ojos como platos.

Después de un ratito de silencio le dijo:

-Tu cuento ha sido precioso, Matías. Pero ¿sabes qué ha pasado?
-¿Qué? -preguntó Matías muy extrañado.
-Que se te ha olvidado mi merienda.

Y otra vez se pusieron a discutir, como siempre, sobre si era merendar o era desayunar lo que tenían que hacer.

miércoles, febrero 22, 2006

La maleta de Arnau

Nota editorial: Este cuento no tiene aún ilustraciones. Fatal. Las tendría si mis hermanas, Mariquilla y Maripepa, además de tener un infinito afán de protagonismo (ver nota editoiral a "El saxofonista de la estación del Metro"), no fueran tan vagas y se hubieran aplicado en la tarea. En fin, poco a poco. Quizás esta nota les sirva de estímulo y en unos días... Está dedicado a un niño que vive en Bunyola, Mallorca, a quien debe su nombre. Tenía cuatro años o tres en el momento de escribirlo. Ahora ya es un niño mayor.
Hay muchas personas que tiran cosas a la basura que están casi nuevas. Son estupendas. Arnau miraba mucho las cosas de la basura. Es verdad: Hay veces que son casi nuevas o que, aunque sean muy antiguas, las han utilizado muy pocas veces y entonces aunque no sean de último modelo están en muy buen uso y valen durante mucho tiempo más.

Una noche que Arnau llegaba tarde a casa –eran más de las diez y su madre no le dejaba volver más tarde de las nueve- vio encima del contenedor de su calle una maleta de aquellas de viajar en tren que se dejaron de utilizar hace tantos años. Era una maleta sencilla, seguramente de cartón forrado de tela de rayas marrones claras y oscuras, con el asa de cuero y los cierres de latón.

Arnau miró la hora: ¡Las diez! Imposible pararse a mirar aquella maleta preciosa, antigua, sin arriesgarse a que la bronca que le esperaba de su madre fuera todavía mas gorda.

Se me había olvidado contar que la madre de Arnau era una mujer muy rigurosa (1)
y no le gustaba nada que su hijo de once años viniera a casa con cosas de la basura. No se sabe si era porque vivía en una casa demasiado pequeña o porque le daba manía pensar que aquellas cosas habían estado en un contenedor. De otra forma no tenía explicación que no le gustaran las cosas casi nuevas que Arnau solía encontrar.
(1) Una persona rigurosa es la que sigue con mucho cuidado las normas. Referido a la madres suele querer decir que es muy estricta con las cosas de los horarios, las comidas, lo de ordenar la habitación, etcétera.
El caso es que eran ya las diez de la noche y Arnau, prudentemente, decidió pasar de largo pese a que en el último momento había descubierto que la maleta de rayas estaba llena de pegatinas de distintos países y lugares lejanísimos que hubiera querido mirar una a una.

Subió las escaleras de dos en dos sin esperar el ascensor.

-¿Qué horas son estas? –regañó a Arnau su madre cuando, ya más tarde de las diez, le abrió la puerta
-¡Sólo las diez! –replicó el niño-. ¿No tenía hoy permiso hasta las diez? –preguntó poniendo su mejor cara de niño bueno (ya le había funcionado en otras ocasiones) y sabiendo que, efectivamente, tampoco tenía hoy permiso hasta las diez
-No. Ni hoy ni ningún día
-Ah! No me acordaba
-¿Qué no te acordabas? –dijo ella mirando amenazante a la zapatilla con la que más de una vez le había puesto el culo como un tomate
-Bueno… A lo mejor sí que me acordaba. Es que…
-Ni es que, ni es que –le cortó su madre de muy mal humor. Ahora mismo a la cocina y hoy te lo cenas todo sin rechistar
-¿Todo? –se quejó Arnau imaginando que se trataba otra vez de espinacas rehogadas con pasas y piñones
-¡Todo! Y sin rechistar, que aún te llevas el mamporro que te has ganado.

Obedeció. No sólo no le quedaba más remedio, sino que estaba con la cabeza en otro sitio. Se acordaba de su maleta, de aquella maleta estupenda que alguien había tirado a la basura, llena de pegatinas llamativas de lugares muy lejanos de muchos de los cuales él ni siquiera había oído hablar. Tal y como le había ordenado su madre, Arnau se comió sin rechistar la cena, el enorme vaso de leche que tenía preparado (casi frío, pero cualquiera pedía que se lo calentaran) y se fue inmediatamente a la cama para poder seguir acordándose de su maleta sin ser interrumpido por los horribles programas que daban a esas horas en la tele. Se durmió enseguida.

Tan pendiente estaba de recordar una a una las pegatinas de lugares desconocidos que había visto casi sin fijarse, que al mismo dormirse apareció como por encanto frente a aquella maleta fantástica. Un cartel rojo muy llamativo pegado en la parte de arriba anunciaba BALI, otro más, también muy llamativo, BUDA-PEST, otro más moderno, como de plástico transparente, se preguntaba “¿Albacete? ¿Pero qué se me ha perdido a mí en Albacete?” (este Arnau no lo entendió); había un rótulo de Noruega, otro de Brasil, de Malta, otro de La Rioja, uno de Cuba, varios de La India, algunos escritos con letras que Arnau no conocía y que se imaginó que serían de La China o del Japón o de alguna república soviética… Checoslovaquia, Cazaquistán o quien sabe. Sabadell, Montreal.

Arnau miró despacio la maleta, la bajó al suelo, se sentó frente a ella. Dos llavecitas muy pequeñas colgaban del asa de cuero, así que la abrió con muchísima precaución (2)
. No sabía qué podía encontrarse dentro y, además, los cierres de latón estaban un poco oxidados y su madre le había prevenido muchas veces contra el tétanos (3).
(2) Precaución quiere decir “cuidado”
(3) El tétanos es una enfermedad que se produce al hacerse una herida con algo oxidado. Es muy peligrosa y difícil de pronosticar, así que es importante tener mucho cuidado con las cosas oxidadas.
¡Extraordinario! Dentro de aquella maleta, entre las telas medio deshilachadas de raso que forraban su interior, por los bolsillos pequeños de la tapa y más grandes de los costados, había cientos de viajes. Había viajes a todas las partes del mundo que olían a humedad y a naftalina, como la ropa de las abuelas de los cuentos. Había un viaje al mismo centro de París, a la estación de Austerlich, que duraba una noche entera y que se podía hacer en el compartimiento de un tren de madera que sonaba con los ruidos de los trenes de verdad; otro viaje a Lisboa que también se hacía en tren, otro en autobús a Alicante, con parada en un pueblo que se llama la Roda, más o menos a medio camino, donde se comen unos pasteles de crema con canela que se llaman “Miguelitos”. Había un viaje a Lleida que terminaba en los Montes Pirineos, en un pueblo, Viella, a la falda de dos montañas altísimas casi gemelas, Els Encantats, muy difíciles de escalar, que le dieron un poco de vértigo.

Arnau buscó más y más viajes. Se detuvo en uno de novios a Mallorca (debía ser de mil novecientos sesenta y tantos porque ahora los novios ya se van mucho más lejos de luna de miel), que incluía visita a una fábrica de vidrio soplado y a unas cuevas prehistóricas de mucho mérito que se llaman las cuevas del Drac. En Mallorca había también un viaje de estudios, pero estaba en la maleta solo de refilón: debía ser una coincidencia.

Viajes a países muy fríos del centro de Europa: Estaba el sonido de un tren muy famoso, el “Transiberiano”, que hacía un trayecto largísimo a través de regiones heladas y tan vastas (4)
que parecían no tener fin. En Servia y en Croacia, estaban las dos capitales –Belgrado y Zagreb- con toda su grandiosidad de antes de que las guerras entre hermanos las destruyeran casi por completo. ¡Oh! Estaba también un crucero (5) a través del Océano Atlántico que duraba mucho tiempo y acababa, no os lo creeréis, en Centroamérica, en Panamá, un país que tiene un río artificial que comunica los dos grandes océanos del mundo, en Atlántico y el Pacífico: se llama el Canal de Panamá y ha provocado muchas guerras e injusticias porque los norteamericanos lo quieren seguir controlando (6).
(4) Vasto es sinónimo de grande, ancho. No confundir con “basto” (con be alta) que, entre otras acepciones, quiere decir bruto.
(5) Viaje que se hace en barco.
(6) Los norteamericanos tienen eso: casi todo lo quieren controlar. El control del Canal de Panamá produce mucha riqueza y bastante poder militar que no quieren perderse.

Y otros cruceros más cortos por los mares que comunican Europa con Asia: Estaba Estambul, la isla de Creta que casi navega por el mar que le da nombre. El Mar Ligur, que se acoda en el Golfo de Génova y el Adriático, que baña las costas de Italia por el Oeste: Arnau pasó mucho rato mirando el Gran Canal de Venecia sentado en el alfeizar de la ventana en la habitación de un hotel de la plaza de San Marcos, al que llegaban los cantos de los “gondoleros” que aún vestían camiseta de gruesas rayas rojas y canotié. Estaba también el Mar de Irlanda, estaba Dublín; y el del Norte, que baña La Haya, aquella ciudad tan fría en la que después se firmarían tratados y que hoy es la sede de un Tribunal Internacional de muchísima importancia.

Había un viaje oscuro y triste, allá por los años sesenta. Un viaje trabajoso, lleno de distancia no querida: Stuttgart, Hannover, Berlín, ciudades que recogieron a los trabajadores que se tuvieron que ir de España para procurar el sustento de las familias cuando aquí faltaban comida y faena para la mayoría.

¡Y al lejanísimo Mar de la China! Arnau se detuvo en un viaje a Shangai que le enseñó aquella cultura de miles y miles de años, aún tan viva y tan extraña, dominada por una religión, la Budista, tan difícil de comprender para los occidentales y, por ello, tan injustamente juzgada con tanta frecuencia.

Los viajes se desvanecían allá por los años ochenta. Después aquella maleta había pasado mucho tiempo en el altillo de un armario compartiendo el hueco con otra de color negro y, fijaos bien, de plástico duro, que tenía nombre propio y un sofisticado sistema de combinación en la cerradura, en lugar del sencillo agujerito para la llave que tenía esta otra.

Arnau comprendió que su maleta se habría dejado de utilizar cuando viajar en avión se convirtió en la manera habitual de ir lejos. Es sabido que en los aviones hay que llevar siempre maletas muy feas y muy resistentes, porque los aeropuertos no quieren a las maletas y estas sufren mucho en las bodegas de equipaje de las aeronaves. Muchos años después, seguramente, alguien debió decidir que era demasiado antigua ya para viajar y la tiró a la basura sin pensar siquiera que otra persona podría aún hacerla servir, a lo mejor sin abrirla para comprobar que aún estaban allí dentro tantos y tantos sitios, tantos viajes, tanto vivido.

Por la mañana mamá había preparado el desayuno como todos los días. Mamá era estupenda: por mal que hubieran ido las cosas el día anterior siempre se despertaba de buen humor y con todo olvidado. Cada mañana empezaba de cero, un día nuevo. Arnau estaba contento, dispuesto a comerse el mundo y el bocadillo de mortadela con aceitunas (su favorita) que ya estaba envuelto en papel de plata para el recreo. Salió con la mochila tan llena de libros como cada día, con los deberes hechos. Ya no se acordaba de lo que había soñado pero, al encontrarse con el contenedor de basura vacío, se le vinieron de pronto a la cabeza todos los sitios estupendos que había recorrido durante la noche rebuscando en su maleta.

Se estaba asustando un poco cuando un suave olor a vagón de tren le llegó desde el callejón de detrás de la casa. Un hombre de aspecto muy descuidado, con pinta de haber dormido esta y más noches a la intemperie (7), la había recogido y se alejaba calle abajo canturreando una canción de Aute. Caminaba y la llevaba con tanta naturalidad que parecía que siempre había sido su maleta. Arnau le miró durante un buen rato. Se metió las manos en los bolsillos como siempre hacía antes de echar a andar y, de repente, sintió el tacto frío de dos pequeños objetos en su interior: Eran las llaves de las cerraduras.
(7) A la intemperie es en la calle.
Corrió calle abajo en busca del señor que se había llevado la maleta y cuando le hubo dado alcance, sin decirle nada –ya os imagináis que tenía prohibidísmo hablar con desconocidos- le tendió la mano con las dos minúsculas llaves sin las que, pensó, el hombre no podría abrir la maleta sin romper los cierres oxidados de latón.

El hombre sonrió con la boca huérfana de algunos de sus dientes, cogió las llaves, desató el lazo del cordón de cuero que las unía y le dio una a Arnau.

-Nunca se sabe cuando volverá a ser tuya –le dijo con un guiño. Y desapareció por las calles de la ciudad canturreando la misma canción.

Arnau apretó fuerte la mano. Volvió a meterla en el bolsillo y corrió hacia la escuela tan contento como nunca antes lo había estado. Estaba seguro de que cuando fuera mayor se reencontraría con su maleta. Pensó que le contaría entonces las andanzas de aquél u otros tantos hombres como aquél, que se habría llenado con las historias urbanas de esta o quien sabe qué ciudades. Y él conservaría la llave para descubrirlas.
Pensó que, para entonces, el ya tendría edad para viajar por el mundo y seguir llenando su maleta de lugares lejanísimos y se prometió que siempre viajaría con ella, que nunca llevaría una de esas negras de plástico duro con sistemas de combinación en la cerradura.

domingo, febrero 12, 2006

Año 2032; primavera

Esta obra se estrenó en Daimiel allá por los años noventa y tantos por el grupo Calatrava, de la asociación ANADE, dedicada al teatro con discapacitados psíquicos. La dirigió José Colmenro, un genio, amigo, actor de vocación y actual presidente de la cosa. Después corrió por la Mancha toda y, finalmente, se hizo en Madrid, en el teatro de la RESARD. No dió dinero, claro, pero sirvió para que los chicos de ANADE se pudieran constituir en Centro Especial de Empleo, convirtiéndose así en actores profesionales.

Acto I
Elisa está sentada en una silla de ruedas. Su movilidad es muy reducida. Aparenta unos cincuenta y tantos y su vestuario es pobre. El escenario es una habitación que tiene cocina y comedor juntos, al fondo de la cual hay una puerta que da al servicio. La estancia está desordenada y ella contribuye al desorden trasteando con dificultad para alcanzar el mando a distancia de un pequeño televisor. Cuando lo coge y activa el aparato aparece una escena cotidiana de suma violencia (manifestación en Basurto, linchamiento de un negro, coche bomba en Granada o desalojo de un grupo de “ocupas” de unas viviendas de Barcelona). Las imágenes se reproducen a la vez en una gran pantalla que debe inundar la sala con el sonido muy alto. Elisa baja el volumen y se queda absorta unos instantes.

Entra Johny. Un hombre mayor con el pelo completamente blanco y la cara muy estropeada. Su vestuario pretende ser arreglado (como si viniera del médico) pero denota vejez y falta de tinte. Está contrariado. La atención de Elisa se centra en él cuando quita la televisión con la expresión poco segura. Ella sigue quieta.


Elisa: ¿Dónde estabas?
Johny: Pues ya ves. He ido a la ópera, después he estado con un magnate de las telecomunicaciones tomando unas copas y, al ver la hora que era...
Elisa: ¿Necesitabas toda la mañana para ir a recoger unos malditos análisis?
Johny: No, ya te he dicho que ha sido cosa de un magnate de las telecomunicaciones que me he encontrado al salir de la ópera.
Elisa: ¿Qué te ha dicho el médico?
Johny: Nada bueno.
Elisa: ¿Cómo de malo?
Johny: Malo, malo. No sé como de malo: Malo.
Elisa: ¿Me voy a morir?
Johny: No sé si te vas a morir Eli. Me han dado cita para el miércoles.
Elisa: ¿Nos queda dinero?
Johny: No.
Elisa: ¿Cómo has pagado los análisis?
Johny: Tú de eso no te preocupes.
Elisa: No, claro, del dinero te preocupas tú, que para eso de las finanzas no tienes precio. ¿No ves qué bien nos va la vida?
Johny: ¿Qué vida?
Elisa: Eso digo yo ¿qué vida?
Johny: ¿Qué hacías?
Elisa: Esperándote como una idiota ¿Qué querías que hiciera?
Johny: Podías haber preparado algo de comer, por ejemplo.
Elisa: ¿Por qué? ¿Es que ya te has cansado de cocinar para mí?
Johny: No, es que se ha hecho tardísimo.
Elisa: Demasiado tarde. Sobre todo para mí. Dime ¿me voy a morir?
Johny: ¿Cómo demonios quieres que lo sepa? Supongo que no ¿no?. Te estudiarán, te pondrán en tratamiento... La gente ya no se muere de casi nada.
Elisa: La gente que tiene dinero para pagarse un médico ya no se muere de casi nada. Digo “yo”, que si me voy a morir yo.
Johny: Coño, Elisa, deja de decirlo ya. No, no te vas a morir, he decidido que no te mueras todavía. ¿Mejor?
Elisa: Mucho mejor, gracias. ¿De verdad qué, entonces, no me muero?
Johny: ¡Eli!
Elisa: Está bien, está bien. Ya sé, el miércoles...


Elisa pone otra vez la televisión, el volumen está bajo. Dulcifica el gesto y tiende las manos a su marido. Un locutor narra otra noticia catastrófica a la que ninguno de los dos hace demasiado caso.

Elisa: ¿Me harás la comida?
Johny: ¿Por qué?
Elisa: Porque estoy en una silla de ruedas desde hace más de diez años.
Johny: Prueba a mover las manitas, guapa, que le echas un cuento...
Elisa: Ya sé que puedo mover las manitas, simpático. Lo que no puedo mover es el culo.
Johny: Y, por cierto, ¿qué haces ahí sentada diez años?
Elisa: Si por algo me gustas es por lo ingenioso que eres, pero ya que me lo preguntas te lo diré: estoy esperando para ser libre.
Johny: ¿Qué quiere decir “libre?”
Elisa: Es... lo que pone en los taxis cuando uno los puedes coger.
Johny: ¿Qué pasa, que vas a comprarte una silla de cuatro plazas?

El locutor del noticiario se hace presente en la pantalla. Elisa sube el volumen:

“El Gobierno ha informado de otro importante logro en la lucha contra la marginalidad. En la localidad ciudarrealeña de Miguelturra se ha localizado y desarticulado una colonia clandestina, esta vez de ciudadanos angoleños. Los inmigrantes, todos ellos ilegales, han sido detenidos y puestos a disposición de las autoridades del Ministerio para las Fronteras. Uno de los integrantes de la colonia ha denunciado a los responsables de una gran mafia que, al parecer, opera en todo el territorio nacional facilitando la entrada en España de ciudadanos del tercer mundo. El cabecilla de la organización parece responder al alias de “Toni” y, aunque no se dispone de datos suficientes sobre su identidad, la policía confía en su pronta detención. Tras esta operación, son ya novecientos dieciocho los “ilegales” que el Ministerio para las Fronteras ha logrado repatriar en lo que va de este año. El propio ministro ha asegurado que el 2032 pasará a la historia como el año de la limpieza nacional.
Y Mientras el país se felicita por esta nueva muestra de la eficacia de nuestras fuerzas de seguridad nos llega otra noticia de alcance: la asociación de amantes de lo autóctono...”.


Elisa: Quítale la voz a eso, por favor. Échame en el sillón. Estoy muy cansada.
Johny (bajando el volumen): No vas a poder tirar de tu silla de cuatro plazas si no te cuidas un poco.
Elisa: Dame un cigarro.
Johny: Te perjudica.
Elisa: No jodas, Johny, dame un cigarro.
Johny le enciende un cigarro a Elisa y se lo da. La levanta trabajosamente de la silla de ruedas y la echa en el sofá de la estancia. Se sienta junto a ella y enciende otro cigarro para él. Ella, fatigada de la operación, fuma con agrado.
Johny: Ese tal Toni no será tu hermano ¿verdad?
Elisa: Si lo es seguro que lo hace por dinero. No me imagino a mi hermano haciendo nada por nadie sin recibir algo a cambio.
Johny: A lo mejor está purgando sus pecados para liberar su alma inmortal.
Elisa: Dime ¿cuándo te sentiste libre por última vez?
Johny: Anda, no preguntes tonterías y déjame que prepare algo de comer.
Elisa: No, lo preguntaba en serio. ¿Cuándo fue la última vez que te paraste a disfrutar de lo que estabas haciendo?
Johny: No quiero hablar de eso, Eli. No me gusta la conversación.
Elisa: Dímelo ¿cuándo?
Johny: Supongo que... No lo sé, cuando nos juntábamos todos, la panda y bebíamos hasta el amanecer... Cuando vivíamos al límite.
Elisa: ¿A qué límite?
Johny: No seas injusta. No podíamos calcular lo que hacíamos. ¿Cómo íbamos a saber...?
Elisa: ¿A cuántos negros habrás apaleado, Johny?
Johny: No lo sé. Ya te he dicho que no me gusta la conversación. Éramos jóvenes, nos divertíamos. No lo sé. La vida era como era, el fin de siglo y todo eso. ¿Cómo íbamos a saber...?
Elisa: Y todo aquello de las cabezas peladas y los cueros y las armas y el alcohol y las drogas de diseño y la violencia... ¿Era todo aquello lo que os hacía sentiros libres?
Johny (levantándose): Sí, joder, sí. Tomábamos las calles cada noche, nos respetaban. Éramos los dueños de todo lo que podíamos ver. Entonces no hubiéramos tenido problemas con tus medicinas: Un golpe a una farmacia era lo más sencillo. ¡Nadie me había visto a mí mendigar por cien cochinos euros! ¿Y tú? ¿Qué hacías tú con tu rollo intelectual de mierda, todo el día pregonando aquello de cambiar la sociedad, de la solidaridad, de la igualdad entre los hombres...? ¿Qué hacíais?
Elisa: Nada.
Johny: Nosotros, por lo menos, nos hacíamos la ilusión de que estábamos vivos.
Elisa: Vosotros erais gilipollas. ¿Es qué lo echas de menos?
Johny: No cambies de conversación. ¿Te sentías tú mejor? ¿De qué ha servido toda la palabrería hueca de tus correligionarios? ¿Has salido a la calle esta mañana? ¡Está llena de mierda!
Elisa: No, a la vista está: hace muchas mañanas que salgo a la calle.
Johny: Está llena de mierda. No te has perdido nada.
Elisa: ¡Joder, Johny! Llevamos más de seis semanas sin salir a la calle.
Johny: Claro.
Elisa: ¡Me comen estas paredes, no lo aguanto!
Johny (dirigiéndose al fogón para hacer la comida): Claro que lo aguantas, tonta. Verás como todo cambia pronto y ya se puede salir otra vez y paseamos por las mañanas para que te dé el aire fresco. Ya verás como pronto recuperamos el pase y podemos volver a caminar por todas partes.
Elisa: Eso de caminar se lo dirás a todas.
Johny: Mujer, quiero decir que podremos...
Elisa: He pensado que si el médico certifica que lo mío es terminal, a lo mejor en el ayuntamiento nos daban un pase especial y podíamos salir a la calle de verdad.
Johny: Mientras yo esté en el paro no creo, pero bueno, le preguntaremos a la asistente social.
Elisa: Siéntate conmigo, Johny. Después comemos. Dime ¿aún me quieres?
Johny: Que tonterías preguntas. Claro que te quiero.
Elisa: ¿No es lástima?
Johny: No. Ya no. Ahora es verdad que te quiero.
Elisa: Tengo miedo.
Johny: ¿De qué?
Elisa (burlona): No, de lo de morirme y eso.
Johny: ¡Elisa!
Elisa: Tengo miedo de haber llegado tarde a todo durante toda mi vida y, lo que es peor, haberme dado cuenta demasiado tarde.
Johny: ¡No fastidies Eli!
Elisa: Es verdad. Además, creo que no te tuviste que casar conmigo.
Johny: Yo te dejé así, era mi obligación.
Elisa: Está bien. Así jodimos dos vidas por el precio de una. Pero ahora te quiero, Johny.
Johny: Yo, ahora, también te quiero.
Elisa: ¿Lo ves? Demasiado tarde. Lo que yo te decía.
El timbre suena con insistencia. Johny se levanta a abrir la puerta que está algo desvencijada.
Elisa: Ya te he dicho que tienes que arreglar esa puerta.


Entra muy nervioso un hombre más joven que la pareja, también con aspecto mísero. Da un palmetazo a Johny en la espalda y se acerca a dar un beso a Elisa.

Hombre: Es tu hermano, Elisa, que lo han pillao’ y lo andan buscando. Ahora les ha hecho un requiebro y viene pa’ca.
Johny: ¿Que le han pillao’ de qué?
Hombre: Pues de marrón, que más da.
Elisa: ¿Y a qué viene aquí?
Hombre: Pues a esconderse.
Johny: Ni hablar de eso colega, ni hablar. Que se busque la vida por donde le venga pero por aquí que ni se presente. No sabe ese imbécil que estamos más que pringados.
Hombre: ¿Y qué quieres que haga, qué se tire al metro?
Elisa: ¿Está limpio?
Hombre: Y yo qué sé. Está muerto de miedo.
Elisa: Si se presenta aquí cargao’ nos arma la de dios.
Johny: Mira tío, estoy a punto de conseguir un pase para poder sacar a Elisa a la calle, si me arma un lío este inconsciente me lo cargo. Te juro que me lo cargo.
Hombre: Yo digo que es por eso de los ilegales que se traía entre manos, pero yo no se nada, ya lo sabéis. Ahora si queréis le abrís y, si no, le dais con la puerta en las narices, que a mí lo mismo me da. Oye, por cierto ¿os ha sobrao’ algo de comer?
Elisa: Coge una lata si quieres, pero no lo pregones.
Hombre: Vale tronca, tú si que te enrollas.
Johny: Venga colega, que nos buscas un lío.
Hombre (cogiendo la lata de un armario cercano al fogón): Ok. Nos vemos. (Sale).
Elisa: ¿Qué le pasará ahora a mi hermanito?
Johny: Lo que a todo el mundo, que estará roto por algún sitio, que lo andarán buscando para enchironarlo por drogas o por eso de la tele del tráfico de ilegales o por... ¡yo que sé!
Elisa: ¿Y qué hacemos con él?
Johny: Si te parece le doy un botellazo cuando entre y llamo a la policía.
Elisa: Hablo en serio, Johny, ¿qué hacemos?
Johny: Pues esconderlo hasta que se pueda dar el dos. No podemos hacer otra cosa. Pero como le anden buscando por lo de los ilegales la ha fastidiado él y nos la va a fastidiar a nosotros.
Elisa: ¿Te acuerdas de lo que te hizo?
Johny: De todo. Me acuerdo de todo.
Elisa: ¿Entonces?
Johny: ¿Qué quieres? Ya somos mayores.
Elisa: ¡Jo! No soporto la idea de volver a esconderme; de que se me vuelva a sobresaltar el corazón cada vez que llaman a la puerta preguntándome si será otra vez la pasma. No tengo fuerzas Johny, te lo juro. Además ¿Y si por esta tontería nos quitan otra vez el pase?
Johny: Pues que se coman el puto pase, Eli. Es tu hermano, me acuerdo de lo que me hizo, sé que necesitamos el pase para poderte sacar a la calle, pero no voy a dejar tirado a nadie más a merced de esa panda de buitres carroñeros.

Se hace una escena de silencio tenso (a ver cómo se las ingenia uno para eso). Elisa llama con las manos a su hombre para que vuelva a sentarse con ella. Él acepta la invitación y se acerca despacio al sofá. El escenario se queda medio a oscuras. Un foco lo recorre despacio mostrando la miseria de la estancia hasta que se para iluminando a la pareja.

Elisa: ¿Cómo ha podido pasar todo esto, Johny? ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?
Johny: No me acuerdo. Seguro que fuimos nosotros. El mundo funcionaba así. Nadie pensaba en esto... Primero era contra los negros, contra los polacos o las filipinas y cuando no quedaron filipinas, polacos ni negros descubrimos que nosotros éramos los negros, los polacos y las filipinas... ¿Cómo íbamos a saber que los pobres éramos nosotros? Entonces empezamos a dispararnos entre nosotros. ¿Ves qué fácil? Una paliza a un borracho, un tiro en la cabeza a un mendigo y luego descubres que el mendigo era tu hermano y que tu amigo se parece demasiado al borracho de la paliza de anoche... No sé como empezó.
Elisa: Nosotros hablábamos de política, del estado del bienestar, de la mundialización de la economía, de las libertades y, entretanto, dejábamos pasar los días entre congreso y congreso sin hacer otra cosa que hablar y buscarnos cada uno nuestro huequecito en el aparato del poder. Yo tampoco sé como empezó todo esto. Lo que sí sé es que cuando quise darme cuenta estaba aquí sentada...
Johny: No sigas, por favor, Elisa.
Elisa: ¿Por qué no? Ya no te odio por aquello, Johny. Hoy menos que nunca. Entonces sí. Entonces hubiera querido matarte tan lentamente como tú me habías sentenciado a muerte. Pero apenas tenía treinta años; me vi desbordada. Ya no. A lo mejor descubrí la libertad aquí sentada, peleando por seguir viva un día más y rezando por que alguien consiguiera una maldita vacuna que me indultara de aquél polvo contagioso. Y a lo peor, hubieras podido matarme tú de un garrotazo en la sien, confundiéndome con una chinita. Estos rasgos orientales míos no eran buen salvoconducto para andar por la calle en aquellos días.
Johny: No digas tonterías.
Elisa: ¿No? ¿Era lo suficientemente aria para vosotros?
Johny: Me haces daño.
Elisa: No te duelas ahora. Las cosas fueron como fueron y no quisimos hacer nada. Nosotros...
Johny: ¿Nosotros? Y los empleados de banca y los funcionarios y los obreros de la construcción y los aparejadores... Hablaban, hablaban... todo el mundo hablaba. Lo que pasa es que entonces sólo se escuchaban los disparos por la televisión. Los políticos estaban demasiado preocupados por mandar, los veterinarios pensaban que no era con ellos la cosa, igual que las peluqueras. ¿Qué pasaba en el 97? Que si no te gustaban dos libros quemabas una librería ¿o no te acuerdas? Un lunes sí y otro no, la ETA asesinaba a un policía o a un mecánico, o a un juez ¿Y qué pasaba?
Elisa: ¿Y qué iba a pasar?
Johny: Nada. Cargaba la policía para desalojar a unos ocupas y no pasaba nada. Alguien le descerrajaba un tiro a una dominicana y no pasaba nada. Una bombona de butano estallaba en un quinto izquierda y, si allí los que vivían eran rumanos, tampoco pasaba nada. Si tú eras un hombre de orden, no iba la cosa contigo. Lo que pasó estuvo espléndido: Enérgicas condenas ¿lo recuerdas?, manifestaciones de repulsa, minutos de silencio, incluso seguro que alguien chasqueó alguna vez la lengua y exclamó con dureza algo así como “¡mecachis! Así no vamos a ningún sitio”. Pero no pasaba nada.
Elisa: Pero ¡¿qué íbamos a hacer, joder?!
Johny: Nada, nada; estuvo bien así. A la vista está ¿qué no?
Suena otra vez el timbre. La estancia se ilumina, Johny va a abrir la puerta. Entra Toni, el hermano de Elisa, muy tranquilo, seguido del hombre de antes que aún está muy nervioso y mira para todos lados. Toni es casi un viejo, corpulento, muy desaliñado. Le asoma del bolsillo del abrigo una botella de vino malo y chupa una pipa sin tabaco.
Johny (al hombre): No busques, esto es lo que hay.
Toni (casi a la vez): Hola troncos. Este me ha dicho que me dais asilo.
Hombre: Yo me abro que esto está que arde. (A Toni) Si quieres algo de mí ya sabes donde paro. Pero ándate con ojo, que esta vez estás hasta las cejas. (Sale).
Johny: ¿De qué huyes ahora?
Toni: De la policía ¿pasa algo?
Johny: Sí pasa algo; tu hermana está enferma, nos han retirado el pase y necesito conseguir otro, estamos en las últimas de pelas y casi no nos queda nada para comer. Si te cogen aquí nos buscas la ruina ¿lo ves?
Toni: Entonces ¿me quedo o me voy?
Elisa: No seas chulo, hombre de dios.
Toni (ofreciéndole a Johny un fajo de billetes): Toma esto, ya no me hace falta.
Johny: ¿Qué es?
Toni: Mucho dinero.
Johny: ¿De dónde lo has sacado?
Toni: ¿Y a ti qué te importa? No estás en situación de volverte honrado.
Elisa: ¿Le has sacado la pasta a ese grupo de ilegales que han cogido esta mañana?
Toni: ¿Y si así fuera?
Johny: Si así fuera me darías asco.
Toni: Con esta pasta se compran todos los pases y toda la comida que hace falta.

La foto de Toni ha aparecido en primer plano en la pantalla. Los tres actores se callan. Elisa sube el volumen del televisor. Se hace en la sala la voz en off de un locutor:

“Las pesquisas de la policía de fronteras han logrado por fin identificar al apodado Toni, cabecilla de la organización que daba cobijo a inmigrantes ilegales dentro de nuestro territorio nacional. Se trata del hombre cuya fotografía pueden ver en la pantalla, Antonio Barriga, alias Toni, como ya anticipamos, que está fichado desde el año 2018 por actividades de similar naturaleza. El delincuente mide aproximadamente uno setenta y viste andrajosamente, a pesar de que se le calcula un capital superior a los doscientos cincuenta mil euros. Las investigaciones se centran ahora en localizar su paradero...”

Elisa (bajando el volumen): Necesito creerme que todo es mentira.
Toni: Todo es mentira.
Elisa: He dicho que necesito creérmelo, no que esté dispuesta a hacerlo por que tú me lo digas.
Toni: Todo es mentira. Créeme o no me creas.

Cinco policías uniformados y un sexto individuo de paisano se precipitan en el escenario. En una operación espectacular, los cinco policías esposan a Toni, reducen a Johny y encañonan a Elisa que, claro, no se ha movido del sofá en el que todavía está echada. Con un gesto del de paisano salen los cinco llevándose al primero que deja caer el fajo de billetes bajo la mesa sin que los policías lo adviertan. Quedan en escena el matrimonio y el sexto policía.
Policía de paisano: No necesito que digáis nada. Sé quiénes sois, a qué os dedicáis y que no podréis daros a la fuga por que la vieja está inválida. Así que chitón. (El policía empuja a Johny, que cae en el sillón junto a Elisa). Esta bromita de tu hermano os va a costar muy cara. (Se queda pensativo unos instantes mientras pasea por la habitación) Estoy dispuesto a ser generoso si me decís donde está la pasta.
Johny: ¿Qué pasta?
Policía de paisano: La que ese delincuente de tu cuñadito robó la semana pasada para dar de comer a la panda de sucios negros parásitos que tenía escondidos.
Johny: No sé de qué me hablas, poli, pero yo no tengo pasta.
Policía de paisano (agresivo): No insultes mi inteligencia, cerdo. Yo sé que hay mucha pasta aquí, sé que el Toni no se la ha comido y no la voy a dejar escapar. Y hay uno que también lo sabe. (Dirigiéndose a la puerta) Tú, cerdo, entra. ¡Vamos, pasa. No van a hacerte nada! (Entra, con la cabeza baja, el hombre que había acompañado a Toni) ¿Cuánta pasta?
Hombre: No lo sé, mucha.
Johny (al hombre): Que vueltas da la vida ¿eh?.
Policía de paisano: No te hagas el listo. Tenéis dos horas. Luego vengo y no respondo de lo que pueda pasar con vosotros. Quiero ese dinero dentro de dos horas.


Salen los dos hombres. Elisa y Johny clavan la mirada en el fajo de billetes que aún está debajo de la mesa. Elisa rompe a llorar.

Elisa: No puedo, Johny. No tengo fuerzas. Quiero que se pare el tiempo, quiero conocerte otra vez... a la salida de la Escuela, que me acompañes a casa, me lleves los libros y mi padre no quiera que salga contigo. Quiero fumar a escondidas un cigarrillo y que nos enfademos porque yo no quería ir al cine a ver La Rosa Púrpura del Cairo. Quiero volver a tener piernas y sentir que me tiemblan las rodillas cuando te acercas a mí demasiado y me besas... Ya no puedo más, Johny ¿Por qué nos obligan a jugar a este juego macabro? ¿Quiénes son los buenos? ¿Quiénes son los malos?... Johny: No quiero morirme sin haber disfrutado por lo menos un día. Regálame un día Johny, solamente un día. Regálame un día para que pueda ver que este año también han florecido los almendros y que la gente ha tomado las calles y se bebe cerveza a la puerta de los bares abrigados por el sol tibio del mediodía...
Johny (tristísimo): ¡Elisa!, ¡Eli!, ya no hay nadie bebiendo cerveza en la puerta de los bares. Vuelve en ti: Acaban de llevarse a tu hermano detenido, tenemos que irnos Eli.
Elisa: No, déjame, vete tú. A mí no me quedan fuerzas ni siquiera para huir.
Johny: Tenemos que irnos, van a volver, estamos en un lío enorme. Todo ese dinero es robado, tu hermano se va a pasar en cárcel el resto de su vida, no sé si por ayudar a esos infelices o por sacarles la pasta, pero igual me da... Tenemos que desaparecer del mapa.
Elisa: Para mí es tarde, ya te lo decía.
Johny: ¿Y tu día? ¿Y ese día que quieres que te regale? Tendremos que pasarlo en otro sitio.
Elisa: Tú crees que hay un sitio para nosotros.
Johny: Estoy seguro. Tiene que haber un sitio donde florezcan los almendros con el color que a ti te gusta y se escuche reventar la primavera confundida con el alboroto de los niños al salir de la Escuela. Cuando era pequeño, mi padre nos llevaba de vacaciones a un pueblecito de la sierra de Cuenca, alto, muy alto. Se veían desde arriba del monte extensiones enormes de pinos piñoneros y otras de olivos y sembrados que no tenían fin. Y el silencio se confundía en los atardeceres con el sonido lejano de los tractores que volvían de trabajar las tierras. Y los hombres reposaban en la taberna por las noches y sonaban las ranas croando en el riachuelo que atravesaba el pueblo debajo de un puente de piedra que llevaba al cementerio. Claro que tiene que haber un sitio que nos tenga. Habrá un sitio que las mañanas luminosas de invierno inviten a pasear y el aire te revuelva el pelo y se lleve tu risa calle arriba hacia el viejo edificio del ayuntamiento, donde el alguacilillo refunfuña porque los chicos le ponen petardos y no dejan dormir la siesta... Encontraremos un sitio. Vámonos, Eli. El mundo debe estar ahí fuera.
Elisa: Vete tú. Corre. Encuentra ese lugar que dices. Date prisa: recorre el mundo, búscalo, encuentra una casa que tenga el suelo de madera y el fogón de hierro. Busca una ciudad recorrida por calles que huelan a panadería, donde la gente se ponga de domingo los domingos y en las colas de los museos se hable de los cuadros y en las de los cines de las películas y en los teatros la gente esté nerviosa por que el telón se levante y dejarse sorprender por los actores. Encuentra ese lugar que dices y vuelve corriendo a buscarme.
Johny: No puedo irme sin ti.
Elisa: Entonces ninguno de los dos saldrá de aquí.
Johny: Pero no puedo irme sin ti.
Elisa: Nos cogerán, nos encerrarán... Tampoco estaremos juntos si te quedas. Búscanos un sitio, Johny, lo necesitamos mucho...
Johny: El miércoles tenemos que ir al médico.
Elisa: Vete. Coge ese dinero. Vete ahora.

Johny coge el fajo de billetes y camina deprisa hacia la puerta de la calle. Se detiene, mira fijamente a Elisa. Elisa le mira con los ojos húmedos de esperanza.

Johny: No hemos comido.
Elisa: Ya comeremos.

Johny sale. Cae el telón y es el fin del primer acto.

Acto II


El telón se levanta rápidamente. El escenario vacío representa ahora un parque a las afueras de una ciudad que parece asolada (esperemos que alguien con imaginación lo sepa hacer). Suena algo pacífico. Se oscurece. A un lado, en un banco, un foco ilumina a Johny que aparece sentado con un amigo fumándose un cigarro.


Amigo: Y ¿después?
Johny: Salí corriendo. Cogí el dinero y salí corriendo. No había policías en la puerta. Era una tarde increíble de primavera y, sin embargo, nadie paseaba por las calles. Robé un coche y salí de la ciudad sin saber hacia dónde. Estaba obsesionado con encontrar ese lugar que Elisa describía con la pasión de quien sabe que es su última oportunidad. Tenía que estar en algún sitio y yo lo tenía que encontrar. Se lo debía a ella, se lo debía al Toni, me lo debía a mí... Y tenía que estar en algún sitio. ¿Cómo no iba a regalarle ese día que quería? Ya sabía que no podría devolverle las piernas, sabía que podía morir si no se trataba, pero ¿acaso no era más importante conseguir un día?. Tenía metida en la cabeza una sola imagen: Su sonrisa. Elisa nunca ha sonreído. Estuve conduciendo durante mucho tiempo, crucé la frontera de Francia y seguí conduciendo. Tenía dinero para gasolina y la rabia necesaria para seguir adelante kilómetros y kilómetros. Por fin llegué a París...

Sube la música, el escenario se vuelve a quedar a oscuras un momento. Se ilumina la otra esquina. Elisa está sola sentada en otro banco. Está radiante. Lleva un precioso vestido blanquísimo y largo y su gesto ilumina todo el teatro (¿se podrá hacer eso?).

Elisa (a la cuarta pared, pletórica): Me sentía completamente feliz. Era la esperanza. Sé que Johny tenía miedo, pero él era capaz, podía hacerlo. Conseguí alcanzar una ventana de aquella habitación espantosa en la que vivíamos y le vi correr como un loco, seguro como nunca le había visto, lleno de toda la vida que le habían robado... Yo estaba tan contenta que las lágrimas se me saltaban alborotadas de alegría. ¡Que bruto!: Le vi robar un coche y salir disparado; dio dos vueltas a la placita que había enfrente de la casa y corrió como alma que lleva el diablo... Y yo sabía dónde iba: Buscaba la libertad que nos habían hecho creer que no existía. Estaba buscando la vida que... No, no: Acababa de descubrir que estaba realmente vivo y que yo estaba viva y que vivir era posible; que nos habían engañado al hacernos creer que todo era húmedo y gris. ¡Qué barbaridad! ¡Cómo quería a aquel hombre esa tarde! ¡Cómo se me llenaron de amor el pecho, las manos, las misma piernas que no querían sujetarme al alféizar de la ventana para seguir admirando el espectáculo tremendo de mi hombre, tan fuerte, tan joven aquella tarde viva! ¡Qué espectáculo!. Y yo sabía dónde iba y sabía que corría para mí y que había robado ese coche para mí y que encontraría el sitio que buscaba para mí, para conseguirme un día o unas horas o sólo un instante... Y entonces sí lo supe, ya estaba segura: Johny me amaba. Yo estaba vieja e inválida, triste y fea, estaba gorda, estaba enferma, pero él me amaba.

Otra vez a oscuras. Vuelve a sonar esa música que alguien tendrá que elegir de puta madre para que funcione como es debido. Vuelve a bajar lentamente el sonido y se vuelve a iluminar el rincón donde Johny está relatando a su amigo.

Amigo: ¿París?
Johny: París.
Amigo: ¿Por qué París?
Johny: Escucha; (Se levanta, sube un poquitín la música, desdobla un papel que lleva en el bolsillo, se pone un poco estupendo y recita):
“París guarda en sus techos torcidos los ojos antiguos del tiempo
y en sus casas que apenas sostienen las vigas externas
hay sitio de alguna manera invisible para el caminante,
y nadie sabía que aquella ciudad te esperaba algún día
y apenas llegaste sin lengua y sin ganas supiste sin nadie que te lo dijera
que estaba tu pan en la panadería y tu cuerpo podía soñar en su orilla.
Ciudad vagabunda y amada, corona de todos los hombres
diadema radiante, sargazo de rositerías
no hay un sólo día en tu rostro, ni una hoja de otoño en tu copa:
eres nueva y renaces de guerra y basura, de besos y sangre,
como si en cada hora millones de adioses que parten
y de ojos que llegan te fueran fundando, asombrosa
y el pobre viajero asustado de pronto sonríe creyendo que lo reconoces,
y en tu indiferencia se siente esperado y amado
hasta que más tarde no sabe que su alma no es suya
y que tus costumbres de humo guiaban sus pasos
hasta que una vez en su espejo lo mira la muerte
y en su entierro París continúa caminando con pasos de niño,
con alas aéreas, con aguas del río y del tiempo que nunca envejecen.”
Eso era París. Así lo escribió Neruda y así era. Por eso era París. Lo había encontrado. Alquilé una habitación en un hotel pequeño del barrio Latino. Nadie me conocía, nadie sabía que yo estaba enamorado y que por eso necesitaba una habitación con vistas al Sena para traer a mi hembra eterna y regalarle un día, pero aquel sitio me estaba esperando. Dormí algunas horas. Y soñé. Soñé con su sonrisa iluminándolo todo, con la serenidad de su rostro infinito, con un niño... Sé que era de día cuando salí a la calle y me dejé invadir por un sol que no se puede contar. Y volví a correr. Con el dinero de Toni me compré un coche y atravesé otra vez medio continente de un tirón. Ahora los campos sí estaban verdes de verdad y los pueblecitos que cruzaba se parecían todos a aquél al que mi padre solía llevarnos cuando niños. Llegué por fin. Subí de cuatro en cuatro las escaleras...

Otra vez cambio de luces con intermedio musical breve. El amigo ya no estará cuando vuelvan a encenderse.

Elisa: Soñé con un cuarto pequeño de hotel, con vistas a un río ancho y manso surcado por barcos pequeños que hacían sonar broncas sirenas. Y allí estaba él, desaliñado y feliz, pensando en mí. Soñé que me recitaba los versos más hermosos. Soñé, mientras se me escapaba la vida, que volaba hasta él...


El escenario se ilumina entero. Elisa camina hacia el público.

Johny: Subí de cuatro en cuatro las escaleras, o de cinco en cinco... (se aproxima al público).
Elisa: ...Que volaba hasta él, hermosa, libre...
Johny: Subí de cuatro en cuatro las escaleras y, de repente, el terror se apoderó de mí...
Elisa: Entonces oí sus pasos, inconfundibles. Estaba llegando hasta mí, podía olerle, oír su respiración entrecortada...
Johny: ...La puerta de la casa estaba abierta...
Elisa: Se detuvo ante la puerta...
Johny: ¡Era pánico!
Elisa: ¡Entra amor mío, empuja la puerta, ya estamos juntos!
Johny: Y entré por fin.


Elisa se desploma. Johny parece advertir entonces su presencia en el escenario y se abalanza hacia ella. Todo queda a oscuras. Un foco les ilumina en el centro del escenario. (Por si el avieso lector no se ha percatado, se reproduce ahora la escena que ambos actores estaban narrando).

Johny: ¡Elisa! ¡Elisa! Espera un momento Elisa; sólo un instante. Déjame que te cuente todo lo que ha pasado, déjame que te cuente todo lo que he visto. Vuelve un momento, tengo tu día, lo he conseguido, está ahí fuera, a un tiro de piedra. Si vuelves un momento, Elisa, te hablaré de mil lugares y de uno, te hablaré del mundo entero y de una pequeñísima parte del mundo que nos está esperando... (Cambio total) Pero si no vuelves, Elisa, si no vuelves, si me dejas aquí solo, tan solo, vuela tan alto que no te alcancen las balas ni los helicópteros. Busca ahora tú el sitio que sea el nuestro, al lado de un nido de pájaros rarísimos de colores fuertes y suaves. Búscalo sin prisa, elígelo con el cuidado de unas sábanas de hilo para nuestra cama y llévame contigo. Al final, Elisa mía, vamos a ser libres.

El escenario se oscurece. Se escuchan pasos. Ocurre un disparo que deja ver una silueta siniestra con el fogonazo. Se vuelven a escuchar pasos y suena la música. La música baja otra vez y la voz del locutor de siempre se hace en la sala con el tono algo más grave:

“En una céntrica calle de la ciudad, la policía de fronteras ha localizado el piso desde el que operaba Antonio Barriga, conocido traficante de “ilegales” actualmente a disposición judicial. En él, se han encontrado los cuerpos sin vida de sus dos compinches, su hermana, Elisa Barriga y el esposo de ésta, Juan Gómez, apodado “Johny”. Ambos planeaban huir a Francia cuando les sobrevino la muerte por causas que aún no han quedado esclarecidas. En el piso se ha encontrado también una fuerte suma de dinero, documentación falsa, armamento sofisticado y los papeles de un coche robado con matrícula francesa.
El episodio, según se ha sabido de fuentes próximas al Ministerio, pone fin a una prolongada investigación, cuyo brillante resultado libera a los españoles de una de sus lacras más corrosivas, bla, bla, bla...”


La voz del locutor se pierde con la música que va sonando cada vez más alta y es el final de la obra.

El saxofonista de la estación del Metro

Nota editorial: Las ilustraciones geniales de este cuento son de mis hermanas, Mariquilla y Maripepa. Si no lo digo me matan, porque su afán de protagonismo es infinito. La partitura se debe al marido de la segnda, mi cuñado, la señá Jesusa.

Elvira ya era una niña mayor. Tanto, que sus padres habían decidido que podría coger sola el metro para ir a la escuela, con la condición de que nunca hablara con desconocidos, ni se entretuviera leyendo los anuncios.

Todas las mañanas hacía el mismo recorrido que ya se sabía de memoria y casi todas las mañanas iban pasando las mismas cosas según ella iba haciendo su ruta.

Cuando salía de casa escuchaba el ruido del cierre metálico de la bodega del señor Ramiro, que abría justo a las nueve y diez. Como al señor Ramiro siempre le compraban el vino y la gaseosa para las comidas y, en los cumpleaños, las coca-colas para la fiesta, no consideraba Elvira que fuera un desconocido y se paraba un minutito a saludarle.

-Buenos días, señor Ramiro -le decía.
-Buenos días, Elvira ¿Qué hora es? -le preguntaba él.
-Las nueve y diez, naturalmente -contestaba Elvira sin mirar el reloj.
-Hoy también abro con diez minutos de retraso -se quejaba entonces el señor Ramiro, que siempre abría con diez minutos de retraso.

Muy poco rato después, al volver la esquina, se encontraba al repartidor de periódicos que charlaba con el dueño del quiosco. Tampoco el dueño del quiosco era un desconocido. En realidad, compraba todos los domingos el periódico para su madre, que era muy aficionada a los dominicales (1)
.

(1) El dominical del periódico es el suplemento que trae los domingos. Suele contener una revista, páginas infantiles y algunos pasatiempos. Es importante echarle un vistazo a las páginas infantiles, pueden traer cosas muy interesantes.

-Buenos días, señor Antón -le saludaba-. Buenos días Ramón -saludaba también al repartidor, al que ya conocía de verle todos los días fumarse un cigarrillo con el señor Antón, el del quiosco.
-Buenos días Elvira -contestaban ellos dos a la vez.
-¡A ver cuando ahorras para comprarte una furgoneta nueva! -bromeaba a Ramón-. Esa echa tanto humo que no se ve la parada del autobús.

Y continuaba su camino.

El autobús de las nueve y cuarto lo conducía un hombre de aspecto muy poco amigable. Elvira siempre le daba los buenos días, pero él contestaba unas veces sí y otras no. Además, había leído un cartel amenazante (2)
pegado en el cristal que decía “prohibido hablar con el conductor”, con lo cual no le quedaban muchas ganas de decirle más allá de los buenos días y seguir hacia adelante en busca de algún asiento vacío.

(2) Se sabe que un cartel (o cualquier otra cosa) es amenazante, cuando al verla o al leerlo da mucho miedo.

No tenía necesidad de sentarse, pero le encantaba hacerlo para poder cederle el sitio a algún señor mayor que se montara después o a alguna señora embarazada que llegara.

Lo más emocionante que le pasaba en el camino del cole era su encuentro con el saxofonista del subterráneo del metro. Al mismo bajarse del autobús corría hacia la estación, bajaba las escaleras de dos en dos, pasaba su billete por la máquina y tiraba hacia el andén a toda velocidad. Desde bastante antes de llegar se oía la música del saxofón por los túneles y, justo antes de girar la esquina del pasillo donde siempre estaba, se paraba para pasar muy despacito por delante de él.

Al saxofonista del subterráneo nunca le decía nada. Era un verdadero desconocido y sus padres desaprobarían
(3) que hablara con él. Recordaba perfectamente que no debía hablar con desconocidos y éste tenía aspecto de ser, precisamente, uno de esos desconocidos con los que sus padres no querrían que hablara.

(3) Desaprobar es no aprobar -claro-. Cuando temes que tus padres desaprobarían algo que estás haciendo es cuando sabes que, si se enteraran, te caería una buena.

Era un hombre joven o casi viejo, muy desaliñado (4)
con barba larga descuidada y sombrero sucio, completamente innecesario, puesto que nunca llueve en los túneles del metro. Siempre llevaba la misma ropa, pero era muy informal: No todas las mañanas estaba en el subterráneo. Esto disgustaba mucho a Elvira porque, aunque no le dijera nada con palabras, le encantaba oírle tocar por la mañana temprano.

(4) Desaliñado quiere decir vestido con poco cuidado, sucio y tal.

Tocaba apoyado en la pared y ponía delante de él la caja del saxofón para que le echaran monedas. Era preciosa. Por fuera era como de plástico, negra y llena de rozaduras, pero por dentro estaba toda forrada de terciopelo rojo, limpio, suave y brillante.

En la caja había siempre muy pocas monedas, pero parecía darle lo mismo. Unas mañanas estaba y otras no.

Elvira pasaba muy despacito por delante del saxofonista. Al principio no sabía si la reconocía o no. No sabía si él había reparado en ella, si se había fijado en como ella pasaba muy despacio y, a veces, le sonreía un poquitín (lo justo para que sus padres no se hubieran enfadado), aunque no le dijera “buenos días” como era de educación hacer.

Pero día tras día, entre los dos, establecieron un código (5) sin palabras de mensajes que uno y otra entendían perfectamente.

(5) Un código -en este caso- es un conjunto de señales que sirven para comunicarse. El idioma es un código compuesto básicamente por palabras, pero hay más. Así el código Morse, el código Brayle y tantos otros.

Si a Elvira, por ejemplo, no le gustaba lo que estaba tocando, ella pasaba a su lado con la cabeza alta y casi sin mirarle y él solía cambiar de melodía hasta conseguir la sonrisa de ella, que era la señal de que esa canción sí que le gustaba. Pero si al saxofonista no le gustaba la ropa o las trenzas o la cara de sueño de Elvira, entonces tocaba una canción muy ronca que no le gustaba nada y no cambiaba de melodía por más que ella levantara la cabeza hasta casi separarla del cuerpo. Ella, a la mañana siguiente, procuraba cambiar de lo que fuera, para gustarle al saxofonista y que este le tocara su canción favorita:


Y él lo hacía.

Algo extraño pasó el día de su cumpleaños. Elvira cumplía los años en la primavera, en el mes de abril. Ese día estaba contentísima. Iría, desde luego, al colegio y, además, llevaría una gran bolsa de caramelos para invitar a sus compañeros de clase y a la señorita, que era muy golosa y le gustaban mucho los de café con leche.

Fue repartiendo caramelos por todo el camino. A las nueve y diez le dió un caramelo al señor Ramiro, el dueño de la bodega de al lado de casa. Hizo lo propio a las nueve y doce con el señor Antón, el del quiosco y con Ramón, el joven repartidor de periódicos que charlaba con él a esas horas. Al conductor del autobús le dejó uno encima de donde se pone el dinero, pero no le dijo nada por si las moscas. Ese era uno de esos días en los que le conductor del autobús no decía los buenos días.

Cuando llegó a la estación del metro corrió mucho más contenta que ningún otro día: Le dejaría al saxofonista un caramelo, mejor, dos caramelos, en la caja preciosa forrada de tercipelo rojo, donde casi nadie le dejaba monedas. Pasó el billete por la máquina y corrió por los pasillos. Un poco antes de llegar se paró en seco: Contuvo la respiración y escuchó: Hoy no se oía ninguna melodía.

Avanzó un poco más y volvió a escuchar: Nada. Ninguna melodía.

Aún se acercó más. Llegó justo a la esquina del pasillo donde siempre se ponía el saxofonista y, antes de asomarse, se paró pegada a la pared y volvió a escuchar, pero no sonaba ninguna canción. Entonces supo que no estaba ¡Precisamente esa mañana había tenido que no ir!

Recorrió despacio la galería muy decepcionada, pero cuando llegó justo al sitio donde él se solía poner, vió un precioso dibujo pintado en la pared.


Para mi amga Elvira, en el día de su cumpleaños


Elvira se puso entonces muy contenta, muy muy contenta. Copió el pentagrama en su cuaderno de música, era su canción favorita, la que siempre tocaba el saxofonista cuando estaba contento.

Nunca volvió a verle. Nunca supo como había adivinado que se llamaba Elvira, ni el día de su cumpleaños. Pero eso no era importante: lo había sabido y, desde entonces, Elvira siempre supo que hay veces que no hace falta hablar para contar las cosas que de verdad importan y, sobre todo, que hay alguna gente que sabe de uno lo que hay que saber, aunque sean personas de esas que a las que los mayores llaman “desconocidos”.




sábado, febrero 11, 2006

primeras impresiones

Difícil de contar lo que se siente, de la mano de mi amigo Alex, al entrar en este mundo enorme. Y empiezo a andar con un cuento. Después me iré atreviendo con teatro, luego alguna novela y, al final, supongo que me engancharé como un loco y me dedicaré también a publicar comentarios de otras clases y pensamientos políticos de los que, hoy por hoy, se hace tan complicado compartir, con esta fiebre que le ha entrado a la derecha por asegurar que el mundo está a punto de acabarse. Aunque después no se acabe.

Potente medio este. Gracias, Alex, por dejarme pasar.