domingo, noviembre 25, 2018

Charlotada

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (espero que citarlo no sea ofensivo para nadie) define en su segunda acepción la palabra “charlotada” como “Acción pública grotesca o ridícula”. La primera acepción la identifica como “Festejo taurino bufo”. Las dos me valen.
Para ilustrar esta reflexión me vale también una de las enseñanzas de mi madre que, ya de bien pequeños, nos explicaba que llamar la atención es algo relativamente fácil: si yo saliera a la calle —nos contaba— con una pluma verde en la cabeza, conseguiría que todo el mundo se volviera a mirarme. Terminaba haciéndonos notar la sutil diferencia entre llamar la atención y hacer el ridículo, para concluir que el mérito de llamar la atención consiste, precisamente, en no hacer el ridículo para conseguirlo.
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La charlotada en la que algunos diputados del Congreso consiguen convertir cada sesión, es una fiel representación de sus dos acepciones académicas: una acción pública grotesca y ridícula; un festejo taurino bufo, donde sus señorías corretean pon el coso haciendo todas las gracias de las que son capaces, desde ponerse una pluma verde en la cabeza, hasta caer de culo delante de la vaquilla despertando la carcajada general de niños y mayores. Y cuadra igualmente a la perfección con aquella explicación infantil: No llaman la atención, sino a la melancolía.
La única persona empeñada en poner cordura entre tanto gilipollas es la presidenta de la Cámara, doña Ana Pastor, que intenta defender la institucionalidad del Congreso porque parece creer firmemente en la institución, aunque ni siquiera el grupo político al que pertenece le acompañe en la andadura. Con poco acierto hasta el momento, para pesar de todos.
La estrategia de la oposición al Gobierno es el ruido. En este momento da igual a costa de qué. Es el ruido. Mucho ruido. Insultos mejor cuanto más gruesos y, si riman, todavía mejor. Chascarrillos repetidos día tras día en la Cámara se hable de lo que se hable, ruido. Aplausos desaforados a la intervención de Casado, que ha vuelto a decir que los Reyes Católicos eran del PP (o igual de Alianza Popular, que esto nunca se sabe); risotadas histéricas ante el parlamento de Rivera, que ha vuelto a exigir la aplicación del ciento cincuenta y cinco (por el culo te la hinco) en Cataluña ¡ya!; escupitajos ante la expulsión del diputado Rufián, que ha vuelto decirle a un ministro del Gobierno que se lo va a comer todo… (¿Escupiría de verdad el tal Salvador al ministro? ¿Será tan marrano?)
El diputado Rufián se ha propuesto acaparar redes sociales y telediarios después de la sesión de control al Gobierno de cada miércoles. Se arma de plumas  verdes para la cabeza y acopia su arsenal de borderías para repartir a diestro y siniestro provocando la hilaridad de su puñado de camaradas. Una nueva sesión de control. Una nueva charlotada.
El nivel de los debates parlamentarios no podía caer más bajo. Es tan bajo como el nivel igualmente muy bajo de nuestros representantes legítimamente elegidos. No se puede hacer más que esperar tiempos mejores sin poner la tele cuando estén los niños.
Distinga usted, señor Rufián, señor Casado, señor Rivera, entre llamar la atención y hacer el ridículo. Evitará con ello la profunda vergüenza ajena que sentimos algunas personas al presenciar los espectáculos lamentables en los que han convertido sus intervenciones.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, noviembre 18, 2018

Enredos en red


Un mensaje de LinkedIn se despedía la otra mañana de los jefes y daba calurosamente la bienvenida a los ‘gefes’, acrónimo de ‘gestores de felicidad’. El idiota que lo posteaba aseguraba que los gestores de felicidad (varones, atractivos, comprensivos, empáticos y conocedores de la psicología concreta sus subordinados que, claro, le adoran y forman con él un verdadero equipo ganador), sustituyen a los jefes (antiguos, varones también pero con sobrepeso, autoritarios, exigentes, desapacibles y marimandones), que van desapareciendo como dinosaurios en glaciación para dar paso a las nuevas formas de liderazgo.

Oh —pensé—, un tonto. Y seguí con lo mío.
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Minutos después me llegaba por whatsapp una carta que lleva dando por culo desde 2011, escrita supuestamente por una sufrida farmacéutica que con toda probabilidad no existe, en la que explica con todo detalle cómo moros y sudacas se llenan los bolsillos de medicamentos gratis ¡gratis! y los revenden luego en sus países de origen para forrarse a nuestra costa. Como es lógico, el autor o autora real del panfleto se declara a sí mismo como no racista, pero comprende que todo tiene un límite y brama contra la universalización de la sanidad, seguro o segura de que, si solo fuera para españoles de pura cepa, España sería un país solvente y próspero y sus habitantes nadaríamos en la abundancia medicamentosa.
Circula por Twitter un vídeo con el soliloquio de un farmacéutico anónimo (enseña solo la bata y los zapatos) postrado de dolor ante el tremendo taco de recetas que un moro que se iba de vacaciones había intercambiado por medicamentos gratis. Y todos gratis. Y muchísimos.
¿Sabe? Es mentira. Todos los farmacéuticos lo saben.
Un inmigrante paga el 40% del precio del medicamento. Ningún médico utiliza un talonario de recetas para llenarle a ningún sudaca la maleta de fármacos. Es mentira y ya está. Y propagar estas sandeces sirve únicamente para propiciar el clima de mierda que a algunos les encanta crear contra los inmigrantes o, por ser más exhaustivo, contra los pobres.
En el mismo tono circula por ahí una carta verídica escrita por un alcalde a su población (que a veces es francés, a veces es de Zaragoza y a veces es una alcaldesa extremeña), que explica las razones por las que no permite que se deje de servir jalufo en los comedores escolares a pesar de las insidiosas exigencias de la comunidad alauita. La carta hace un panegírico completo de lo que tienen que hacer los musulmanes cuando llegan a nuestro país, en lugar de intentar mantener en lo posible sus costumbres. El mensaje insultante suele venir encabezado por un ‘con dos cojones’, que da noticia de lo mucho que el remitente admira al falso autor de la carta por atreverse contra tamaña invasión como representa la de la comunidad islámica, a la que ya hicimos huir de nuestro suelo con la cabeza gacha (o cortada) en la gloriosa Reconquista.
Este otro panfleto inmundo me trajo a la memoria aún otro, en el que algún fascista con muy pocas luces (valga la redundancia) ofrecía datos objetivos sobre los más de 600.000 políticos que viven a costa de los sufridos ciudadanos (generoso, Arturo Pérez Reverte rebajó la cifra a 445.000 en un tuit ya célebre por la ignorancia que revela). Hacía también una comparativa asombrosa entre los salarios astronómicos de los diputados y la cuantía misérrima con la que han de apañarse los pobres maestros o médicos, que estos sí que de verdad hacen el bien.
Las cifras reales son tan otras que da pudor revelarlas: de los más o menos 74.000 cargos electos que se computan, 68.462 son alcaldes y concejales de los 8.116 municipios que hay en España, el noventa por ciento de los cuales (de municipios menores de 10.000 habitantes) no cobra sueldo alguno. Lo demás son senadores, diputados nacionales o autonómicos (descuento a los de las diputaciones, porque ya computan como concejales), o sea, lo normal en cualquier país democrático. No todos cobran y los salarios en política, de verdad, en España no son para tirar cohetes. Los corruptos se llevan mucho más, pero esta es otra historia y no tiene que ver con los políticos, sino con los corruptos.
Entre tanta mierda como consumimos, posteamos, retuiteamos, casi me quedo con lo del idiota de los ‘gefes’. No genera odio, no contribuye a crear clima de crispación, es inocuo incluso para quienes profesan esa moderna confesión del ‘management’.
La otra confesión, la de la xenofobia, la de la aporofobia, esa que negamos profesar pero que cada día llena nuestros móviles y ordenadores de mensajes aberrantes que se absorben en nuestra anatomía como una crema hidratante, esa da más miedo. Acojona porque damos por bueno su contenido imposible, simplemente, porque dicen lo que queremos leer. Nos encantaría que fuera verdad que los inmigrantes desfalcan nuestro sistema sanitario para tener una excusa para echarlos de aquí; nos encantaría que fuera verdad que los salarios de nuestros políticos esquilman las arcas del Estado y tener así la excusa para acabar con ellos; nos encantaría que fuera verdad que el Islam estuviera intentando terminar con la dieta mediterránea para poder declararnos gordos de militancia y acabar con el invasor y, de paso, con la quinoa. Queremos que sea verdad y lo repetimos muchísimas veces para hacerlo cierto. Aunque sea mentira.
Pero es mentira. Ni los políticos desfalcan con sus sueldos nada de nada, ni los inmigrantes hacen el sistema sanitario insostenible revendiendo medicamentos, ni el Islam está intentando imponer sus costumbres a occidente a costa del jamón serrano.
Lo terrible es que no son simples ciber-charlatanes que no encuentran argumentos veraces para sostener aquello de lo que pretenden convencernos y se los inventan. Son factorías de bulos (fake news) que están a punto de conseguir un diputado de Vox, según el CIS, en Almería (la provincia que más inmigrantes debe emplear en sus invernaderos), que han conseguido colocar a un sujeto deleznable en la Casa Blanca, a varios xenófobos en gobiernos europeos, que influyen en los resultados electorales, no por casualidad, a través de campañas muy bien organizadas que se sirven ¡oh prodigio! de usted y de mí para convertir en virales las cosas más sorprendentes.
¿Por qué recibe usted esos mensajes? ¿Con quién le confunde el que se los reenvía? ¿Se atreve usted a compartirlos? ¿Hacemos una cosa?: ¿Los borramos del Facebook? No aguanto ni uno más.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, noviembre 11, 2018

¡Educación!

No es que ande yo clamando (que también) por que la derecha se reconvenga y deje de tirar coces contra todo lo que se menea, sea hombre, mujer o pájaro, siempre que pueda perjudicar los destinos patrios ahora que andan en manos del PSOE. No es eso.
Es que se ha presentado en sociedad el proyecto de la nueva Ley de Educación y este país vuelve a tener la oportunidad de lograr un Pacto de Estado en torno al asunto de más importancia que, en la práctica, se puede debatir.
El proyecto ya está en manos de los grupos parlamentarios y de las grandes asociaciones de madres y padres de alumnos que, como era de esperar, lo han recibido con desigual aplauso.
Un poco de memoria: Desde 1970 hasta nuestros días, se han sucedido SIETE leyes, que hubieran podido ser ocho si la llegada de Zapatero al poder en 2004 no hubiera abortado la entrada en vigor de la que en 2002 redactó el Gobierno de Aznar. La última vez que el Estado estuvo a punto de lograr un Pacto Educativo que conformase a todos los sectores implicados y terminara con el desconcierto en las aulas que produce la volatilidad de esta regulación, fue de la mano del ministro Gabilondo (Ángel) durante el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, pacto que De Cospedal (María Dolores) recientemente fulminada de las filas populares por un quítame-allá-esas-conversaciones con el tal Villarejo, se encargó de dinamitar. No lo hizo fracasar por la mala calidad del texto o del acuerdo, sino porque la cercanía de las elecciones de 2011 hicieron aconsejable no darle aquella baza a las izquierdas con tal de no poner en riesgo la mayoría absoluta que finalmente obtuvo el Partido Popular. La educación, lo que se dice la educación, a esta señora (y al partido en cuyo nombre actuaba) le importaba un huevo.
Para demostrarlo, apareció el ministro Wert, el nefasto Wert que, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, impuso a la comunidad educativa una de las leyes que más contestación han provocado en la historia de España. Tan tan tan mala, que a estas alturas todavía no ha habido acuerdo para implantarla del todo y tiene algunas prescripciones no incorporadas a la praxis académica, tales como las reválidas, por poner un ejemplo.
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Ahora, la ministra Celaá lanza un nuevo proyecto de ley orgánica que quita la Religión de las aulas, incorpora la Educación para la Ciudadanía (con un nombre más moderno), ordena los criterios de admisión en los centros, homologa los currículos para que el final de la enseñanza obligatoria converja en la misma titulación académica. Una apuesta para revertir los recortes que introdujo el PP, por la educación pública, por la no discriminación y la igualdad en el acceso a los centros, por el papel de la comunidad educativa incluso en la elección de los directores.
Ciudadanos ya ha dicho que es un insulto a la inteligencia (como si todos fueran hijos de la mismísma ‘Ley Wert’. Podemos, de momento, o no sabe o no contesta. Y el PP debe estar acopiando todo tipo de armamento, mejor cuanto más pesado, para preservar la insultante intromisión de la Iglesia en las escuelas, para proteger la cuenta de resultados de los muchos negocios educativos que florecieron al amparo de su regulación, para asegurar que sus hijos y solo sus hijos tengan acceso a esa instrucción de calidad que permitirá que continúen ocupando el lugar de preeminencia que ellos y solo ellos deben jugar en la economía, en las finanzas, en la industria, en la gran empresa, en la Administración, en la sociedad.
Un país en el que el fracaso escolar está cifrado en el 30% del alumnado, o sea, en el que uno de cada tres niños está repitiendo curso o simplemente se la ha pegado, no se puede permitir el lujo de que los partidos políticos se llamen a andanas cuando se planea la negociación de un pacto por la educación. Sacar la Religión de las aulas (al menos convertirla en no obligatoria y no evaluable) no puede enfurecer a la CONCAPA por muy católicos que sean, olvidando que nos encontramos en un país aconfesional; imponer la asignatura de Valores Éticos en un mundo en el que la violencia machista se cobra tantas víctimas, no puede volver loca a la derecha; la recuperación de principios como el de igualdad, el de no segregación, el de democratización de los centros, no se puede discutir sin ruborizarse. Pero, sobre todo, negarse a un acuerdo para no darle ‘puntos’ al partido que lo propone, aunque este sea el PSOE, es un lujo que este país nuestro no se puede permitir.
Una ley educativa por gobierno, ni es la manera, ni hay país que lo soporte sin sufrir las consecuencias desastrosas que en el nuestro padecemos.
Más allá de lo que está pasando en la Justicia, que no es manco, más allá de las grabaciones de Villarejo, más allá de la oportunidad electoral de ganar dos puntos porcentuales en la intención de voto, la obligación de los partidos políticos es alcanzar un acuerdo que ponga la Educación donde tiene que estar, que es, en mi opinión, por encima de todo.
Suerte, ministra Celaá. Necesitamos mucho que la tenga.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, noviembre 04, 2018

El soldado de primera clase Wellington Rodríguez

El soldado de primera clase Wellington Rodríguez es ciudadano norteamericano, así que también es un ciudadano de primera clase.
Wellington Rodríguez es republicano y casi entiende al cien por cien la lengua de sus oficiales, pero las órdenes las comprende con nitidez. Todas. Cien por cien.
En el examen de ciudadanía le preguntaron por el Día de Acción de Gracias, el Congreso, la Primera Enmienda, por el Himno, por las guerras, por los presidentes y algo de geografía. Acertó 92 de las cien preguntas y realizó una entrevista brillante. No tardó en alistarse en el Ejército. Ni dos años habían pasado y Wellington Rodríguez ya era soldado de primera clase.
Hoy está en Texas. Con órdenes claras repetidas en inglés y en español. Armado con un MK de calibre 5,56×45 equipado con bayoneta y lanzagrandas de 40mm. Está esperando a la columna de migrantes que se acerca inexorablemente a la frontera con México, aunque todavía les quedan 1.200 kilómetros por recorrer.
Son unos 3.000 soldados, pero el presidente Trump ha prometido llevar allá hasta 15.000. Más de los que hay destacados en el conflicto de Afganistán.
Y Wellington tiene la orden de disparar a matar.
Wellington Rodríguez nació en Honduras.
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La historia es caprichosa. Wellington lo sabe. Los Estados Unidos de América se construyeron a base de migrantes de varias naciones europeas (españoles, ingleses, franceses, neerlandeses) que consiguieron hacerse con los territorios que ocupaban los habitantes originarios, los indios americanos, a los que recluyeron en reservas y hasta casi exterminaron, excepción hecha de los que trabajan en salones de espectáculo. Lo sabe porque lo estudió para el examen de ciudadanía, aunque en su libro no lo ponía exactamente así. Lo que no sabe en qué momento los migrantes dejaron de ser bienvenidos, ni por qué no valían los de Honduras, o los de México, o los de Guatemala o Belize. Eso no lo sabe.
La columna de migrantes viene andando. 1.200 kilómetros más y estarán a las puertas de una vida que han imaginado sin miseria. Solo sin miseria. Pero son muchos. No son distintos, porque Welington Rodríguez tiene su mismo color y habla su misma lengua, pero son muchos. Y, además, son pobres. Algo muy malo puede suceder si otros pueblos deciden imitar a españoles, franceses, ingleses, neerlandeses y recluir en reservas a los republicanos, actuales nativos, para exhibirlos años después en un “saloon” repitiendo como papagayos aquello de ‘América first, América first, América first’, con un pelucón amarillo.
Estos que llegan no son ciudadanos de primera clase como Wellington Rodríguez, que ya se ha ganado por sus méritos la condición de estadounidense. Son sobras de la sociedad, gentes que no han sabido hacerse a sí mismos para progresar en la vida y vienen a los Estados Unidos a vivir de la sopa boba y quitarle el trabajo a los ciudadanos honrados. A lo mejor todos ellos quieren ser soldado de primera clase. Ellos y ellas, que ahora las cosas no son como antes.
La misión de Wellington es impedirlo. Y sabe que podrá. Porque los Estados Unidos de América no van a soportar semejante invasión.
Luego volverá a New Jersey dónde su novia, hondureña como él, le espera para formar una familia de americanos del norte.
Y no le podrá contar a sus hijos americanos del norte que una vez, allá por el año 2018 o 19, disparó su MK de calibre 5,56 contra sus hermanos americanos del sur para que nunca, nunca, nunca les quitaran el trabajo.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.