domingo, agosto 30, 2020

El ocaso de las ciudades



Ya augurábamos que la gran pandemia haría de nosotros personas distintas y de nuestro modus vivendi otro que nunca será el mismo. Intuíamos el miedo a las relaciones con otros, la huida de las aglomeraciones, el fin de los espectáculos de masas, la contención, incluso, en las fiestas familiares Nos maliciábamos que todo sería diferente, quizás ni peor ni mejor, pero seguro diferente.

El tiempo avanza y con él la enfermedad. Nos anuncia que estará aquí para un tiempito, limitando (al menos limitando) las rutinas más comunes de nuestra manera de producirnos en sociedad. Y algo más: nos alerta sobre la fragilidad de las cosas más allá de aquellas grandes preguntas sobre el destino o la procedencia de la humanidad. Nos viene a confirmar que todo lo que creíamos cierto (nada más cierto que unas cañas al salir de trabajar) ya no es tan cierto. Ni en los negocios, ni en las relaciones, ni en la vida en general, porque a lo mejor ya no te puedes volver a ir a tomar unas cañas. Igual ni siquiera conservas el trabajo del que antes salías a media tarde. Y nos pone sobre la pista de que lo que hoy es un virus cabrón de procedencia animal (zoonosis), mañana puede ser un escape radioactivo, un agujero más grande en la capa de ozono o sabe Dios qué otro tipo de mal universal el que nos joda la vida. Y a todos a la vez, porque la globalización (también la enfermedad nos lo ha enseñado) no es cosa de la economía o el poder: lo mundializa todo.

Las ciudades son, desde su consolidación como algo más que concentraciones urbanas en Mesopotamia o a orillas del Mediterráneo, los grandes núcleos de convivencia alrededor de los que la sociedad se ha construido, ha evolucionado y se ha convertido en lo que hoy es. Las sedes del intercambio en estado puro, el comercial, el social, el intelectual. Los motores de todos los cambios, el refugio de bohemios, mercaderes, artistas, pensadores, filósofos. Puntos de encuentro del pensamiento, asentamiento de universidades, sede de la ciencia.

Y ahora se marchitan.

No se trata solo de que las actuales herramientas de la comunicación faciliten el intercambio a distancia haciendo innecesaria la interactuación directa entre las personas, sino de que esta se proscribe por el miedo. Se aconseja el teletrabajo, se potencia la compra por internet, se normaliza la videoconferencia entre abuelos y nietos, se obliga a la distancia de seguridad entre unos y otros. Se huye, en suma, del contacto físico.

Habíamos reconvertido adrede los centros históricos en lugar de acogida de un turismo de aluvión que pagaba mejor. El comercio de proximidad florecía, las propiedades inmobiliarias multiplicaban por diez su capacidad de dar dinero, la industria del ocio crecía como la espuma, los bares de copas, las salas de jazz, los cafés, los tablaos, las tiendas suvenires, las boutiques. Los precios subieron hasta hacerse excluyentes y las personas se escaparon en busca de rentas asequibles para sus familias, de tiendas menos exclusivas que permitieran comprar el pan o las sardinas a precios populares. Se acabaron los niños, se cerraron las escuelas. Se marchó la gente. Llamamos a eso ‘gentrificación’, y estuvimos encantados de haberla conocido, sin darnos cuenta de que nos estaban robando el espacio. ¿Quién vive ahora en el barrio Latino de París (aglutinador en otro tiempo sede de toda clase de arte e intelectualidad) o en el madrileño de Las Letras o de Malasaña, que fueran el germen de su Movida por los ochenta? En enero de 2020 allí vivía Airbnb. En septiembre del mismo año, nadie. Y ya, ni comercio, ni bares, ni guiris pueblan la plaza Mayor. Ya no hay nadie. Acaso algún alto representante de algún país muy rico, que se permite aún pagar un alquiler desorbitado para mantener a sus mentores en el extranjero (me estaba acordando del exministro Vert y su destino millonario en París).

                        Y ya no quedaba casi nadie

El teletrabajo diezmó las denominadas por lo común ‘ciudades financieras’ y los cuidados espacios de coworking. Laten a duras penas en las franquicias de comida rápida a base de ensaladas de quinoa bajo mascarilla a eso de la una y mueren al atardecer cuando ellos y ellas, de impecable traje oscuro, emprenden el camino al club de pádel higienizado para desaparecer después como por ensalmo, diluidos en las urbanizaciones más exclusivas del norte.

Los barrios populosos mantienen el pulso, pero expuestos al contagio. Temerosos de que un nuevo confinamiento los vuelva a encerrar en estos sesenta metros cuadrados sin terraza que, a partir del día cinco, se vuelven insoportables. Expuestos al contagio. Proliferan las casas de apuestas (mejor cuando más cerca de los colegios), a costa de las mercerías, o las tiendas de variantes, seguramente porque ya nadie compra aceitunas a granel, ni botones o goma elástica para arreglar la cinturilla de la falda de la chica. Las otras tiendas están mermadas por el auge de la compra on line, que facilita proveerse, tanto de lo necesario, cuanto de lo superfluo, sin pisar la calle; pelean su condición de comercio de proximidad, ahora que cada vez dan más miedo las grandes superficies por mucha mascarilla que te pongas y por más que el ‘segurata’ de la entrada te embadurne de gel hidroalcohólico las manos antes de cruzar la línea de carros.

El higienismo del siglo XXI acabará por aniquilar también a estas barriadas. O por desvirtuarlas tanto que se devalúen hasta convertirlas en los suburbios que, en realidad, nacieron siendo. Vastas extensiones de colonización, nacidas a mayor gloria y beneficio de los grandes constructores de mediados del siglo pasado, que hicieron varios agostos hacinando personas en lugares inhóspitos que los artefactos de aire acondicionado, el calor azul y la llegada del Metro humanizaron con el paso del tiempo. Las barriadas mantienen el pulso, pero ya no son seguras. Ya no son ambles. Ya no se prestan a la conversación con los vecinos, ni el bar acoge la partida de dominó con el calor y el Chinchón de otras veces. Y no se puede aparcar.

Ha nacido el higienismo del siglo XXI. Nace por la enfermedad, igual que el original al que replica que, en el siglo XIX, sirvió para derribar murallas y propiciar ensanches, llevar el agua corriente a las casas, construir alcantarillas o alejar los cementerios de lo núcleos urbanos, huyendo de las enfermedades que asolaban las ciudades. Y hoy desplaza el interés de las urbes hacia una tendencia generalizada de vida en contacto con la naturaleza. A lo mejor solo buscando un jardincito de césped artificial que mitigue los horrores del confinamiento en un tercero izquierda y zanje de plano el peligro de la convivencia con un sanitario dos plantas más arriba).

Pero ¿en qué naturaleza? Y ¿para quienes?

No va a seguir sirviendo el modelo infame de viviendas adosadas (acosadas) de promoción pública con el que hemos destrozado el paisaje de nuestros pueblos y deteriorado la vida de sus ciudadanos hasta ‘urbanizarla’  en 20m2 de patio común pagado en negro.

Más allá de los cinturones industriales (para mientras quede industria), una nueva suerte de territorios de colonización adoptan la forma de pequeños pueblos prefabricados provistos de piscina, anchos espacios comunes, cancha de tenis, pádel  y salón social. Nuevos colonos felices de que sus vástagos puedan jugar en el espacio acotado de la manzana cerrada del que han adquirido una porción sustancial. No hay mercerías, no venden pan, no hay teatro, el deterioro de aquellas zonas comunes no tardará en hacerse presente. La convivencia se volverá espesa en pocos años, pero la plaza de garaje es amplia. Desde la ventana se advierte la boina de contaminación que cubre la ciudad. Eso y poco más, porque después no hay nada. Al otro lado, nada.

Y, poco más allá, municipios más rurales, ya en la sierra, elevan el standing albergando en las afueras construcciones no fáciles de comprender que se rellenan de niños limpitos y señoras delgadísimas que conducen un Mini Countryman hacia no se sabe dónde coño por las mañanas.

Pero ¿cuántos caben? Y, para todos los demás ¿quedará el hueco que el turismo ha dejado en los centros históricos? Como en Amanecer zombi, ¿será que todos los demás okupemos esos lofts lujosísimos que ya nadie alquila por días para dormir durante las horas de luz y tomar por las noches las calles en busca de alimento? ¿Tomaremos los barrios? ¿Los rascacielos?

Ahora sí que me hago yo aquellas grandes preguntas. O, de las dos, solo una. Porque sí sé de dónde venimos, pero no tengo ni puta idea de hacia dónde vamos.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

domingo, agosto 23, 2020

Chau, marquesa

Mucho se habla y se escribe de la cosa de los cargos, de los enchufes, de las ‘libres designaciones’, de los nombramientos de personal de confianza. Se habla mucho de los cargos para, en general, criticar que son demasiados, que no hacen ni el huevo o que ganan más de lo que se merecen.

Discrepo en general: ni son tantos, ni trabajan poco, ni en España la política da para que uno se enriquezca, salvo que utilice torticeramente la posición para hacer trampas (frecuente para desgracia de todos, pero ni mucho menos generalizado).

Los puestos políticos son imprescindibles. Y las personas de izquierdas pensamos que deben ser suficientes y deben estar bien pagados. Sobre todo para evitar que solo los más ricos puedan acceder a ellos, por si la condición de ‘más ricos’ llevara aparejada la de ‘más de derechas’. Así mismo pensamos que el libre nombramiento (no confundir con la ‘libre designación’, sistema reglado de acceso a determinados puestos funcionariales de la Administración Pública) implica la libre remoción.

Como he sido tantas veces cesado como nombrado (esto siempre es así salvo que mueras en el ejercicio del último cargo), sé de lo molesto que resulta que te quiten de en medio  y sé del dicho generalizado este de ‘a mí no me importa que me cesen, lo que me molesta son las formas’.  Tanto se produce tal situación, que el día de un cambio de Gobierno se suele intitular como el ‘día de los malos modales’, porque todo el mundo aparenta estar de acuerdo con su sustitución, pero todos disimulamos diciendo que lo que nos ha jodido son las formas.

Y luego ya Cayetana.

                                               Ella.

A Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, ​ XIV marquesa de Casa Fuerte, no le molestan las formas. Le jode que la echen. Y no lo disimula. No lo disimula en privado y tampoco en público.

Y esto es, al menos, por dos motivos a saber: el primero porque ella es marquesa, aunque sea la XIV. Y de Casa Fuerte, nada menos. Y Pablo Casado, a secas, es un ‘mindundi’ que ni siquiera es grande de España y que ha llegado a donde está por el pique entre las dos verdaderas mujeres fuertes que lidiaban en el PP por la herencia de Rajoy. Y el segundo porque ella era la elegida: la llamada por Aznar para construir el partido que llevaría a la gloria a la derecha más rancia de este país nuestro.

Y a Cayetana no le duelen prendas. A las marquesas nos pasa esto: que estamos tan por encima del resto del género humano, que podemos acusar a unos de terroristas y a otros de mediocres sin que se nos mueva un pelo de la ropa (muy cara) que llevamos puesta.

Así que agarra el canasto de las chufas (expresión madrileña equivalente a ‘con todos sus arrestos por delante’, que quiere decir, más o menos, ‘con dos cojones’, pero en chica), convoca una rueda de prensa en la puerta del Congreso de los Diputados y suelta por esa boquita todo lo que le viene en gana, sin ningún respeto por su partido, por sus jefes políticos, por el daño que pueda hacer a la formación a la que pertenece. Viene a decirnos que el partido es ella, que ella sí que es imprescindible, no como otros, que sin ella la mediocridad y la zozobra están garantizadas y que las razones que avalan la decisión de sacarla de en medio son ‘desdichadas’ (sic). ¡Con un par!

Esa es nuestra Cayetana: la mujer que Vox valora como posible candidata a la Presidencia del Gobierno en la moción de censura que preparan para septiembre. Nuestra Cayetana, decía. La que no da cuentas, la que está por encima de barones y baronesas (si las hubiere), la que se permite el lujo de hablar en nombre del partido al que representa en el Congreso, diciendo sin pestañear las barbaridades más inconvenientes. La que es nombrada por su partido y después lo acusa de injerencias insoportables en el desarrollo de sus funciones, como si, una vez nombrada, se le hubiera conferido también la infalibilidad papal. La representante de la ‘derecha valiente’ que se envalentona como ninguna echando por la boca sapos y culebras, convirtiendo en irrespirable el ambiente en el Congreso, en esa estrategia pútrida del ‘cuanto peor, mejor’.

Nuestra Cayetana. Que ignora hasta qué punto resulta patética cuestionando el consentimiento expreso en las relaciones sexuales, el derecho a morir dignamente o la limitación de libertades en la protección de la salud pública.

El caso es que nuestra Cayetana y sus formas, que tanta satisfacción íntima ha producido en sus correligionarios, ya no convienen. El cambio que Casado necesita dar a su partido para diferenciarse de Vox (aunque sea muy poco), exige otras maneras, otra corrección, menos bilis en el discurso. El PP tiene que reiniciar su largo viaje al centro, este que cíclicamente emprende cuando las encuestas le dan la espalda para recordarle que no hay tanto facha como ellos se piensan. Y puerta a Cayetana. Y se acabó.

Adiós, marquesa. Se acaban tus días de gloria venenosa con ese ‘muchas gracias, Cayetana’ con el que el seco Casado cierra el ciclo de tus servicios prestados. Sonó a poco sincero, la verdad. Más bien sonó a ‘no te lo perdonaré nunca, Manuela Carmena’.

Chau Cayetana. Nos vemos en Vox.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, agosto 16, 2020

Nos contagiamos

La covid-19 o, mejor dicho, el virus que la provoca, el SARS-Cov-2, no se ha tomado las obligadas vacaciones de verano.

Nosotros sí.

Nosotros, digo, los ricos. No nosotros los habitantes del territorio nacional, no todos nosotros, solo nosotros los ricos.

Los tozudos informes con los que se empeñan en amargarnos la vida, estos machacones de la tele con los que solo pretenden coartar nuestras sagradas libertades y nuestro indeleble derecho a no usar mascarillas o a fumar en las terrazas, los informes de las autoridades sanitarias, decía, ya no impactan en nuestra sensibilidad, abotargada por efecto de la repetición. Los escuchamos en modo stand by a la espera de que la información deportiva (no olvidemos que el Madrid, el Barça y el Atleti, han sido estrepitosamente eliminados de no sé qué importantísima competición continental) reclame nuestra atención y fije en nuestras neuronas lo que realmente importa: ‘el Barça cae humillado ante el Bayern’.

Madrid, Barcelona, Zaragoza, Bilbao, están a punto de que sus respectivos sistemas sanitarios entren en colapso. Es una pequeña putada, no por los muertos que la cosa se vaya a llevar por delante, sino porque ya no podemos echarle la culpa a Pedro Sánchez, verdadero hacedor del mal de todos los males, que hizo dejación de sus responsabilidades para descargar el mochuelo a los presidentes autonómicos. Era lo que pedían (y algo furibundos, ahora que me acuerdo), así que ni siquiera de eso le podremos culpar.

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Los chicos ricos hemos venido a contagiarnos a las corridas de toros (haciendo, claro, caso omiso de esas recomendaciones abusivas del Ministerio de Sanidad, con las que Salvador Illa solo pretende acabar con las libertades individuales y con la democracia española), en los conciertos de Taburete (donde el dicharachero de Willy Bácenas arroja su protector al público al grito libertario de ’¡ni una puta mascarilla!’), en las exquisitas fiestas de la sociedad malagueña (para las que nunca encontramos una mascarilla a juego con el estampado floral del vestido de firma que estrenamos).

Los pobres, los inmigrantes tienen mucha menos clase para contagiarse. Como no se han podido tomar vacaciones, contraen la enfermedad en la hora punta del Metro de Madrid porque la mascarilla tipo fpp-2 tiene tantas puestas que ya no protege, o en el tajo recogiendo tomates cultivados bajo plástico a 55 grados centígrados (aquí te puedes contagiar de la covid-19 o morir directamente de un golpe de calor, que eso no se elige), o en los barracones en los que sus empleadores los hacinan bajo el eufemismo de alojamientos.

Cada uno en su nivel de dignidad, nos contagiamos. Ellos con más miedo y sin más cojones, nosotros con más razón y con un discurso intelectual mucho más elaborado sobre la libertad y el descaro social-comunista de quienes nos la quiere arrebatar. Nos contagiamos.

Lo jóvenes juegan a ser invulnerables, seguramente porque nadie les ha contado despacito las secuelas de la enfermedad y como se pueden quedar de por vida afectados por cosas feísimas en los pulmones y en las vísceras. Lo adultos jugamos a tener mucho más conocimiento de la realidad del SARS-Cov-2 que las autoridades sanitarias, porque para eso hemos seguido con tanta atención los enormes éxitos de Alemania u Holanda en el tratamiento de la enfermedad, que no han impuesto confinamiento alguno y han dejado a la voluntad de los contagiadores potenciales el acatamiento o no de las medidas de seguridad. Los pobres no juegan a nada: van a currar y sanseacabó. Los ricos nos la jugamos a nuestro mejor criterio. Y nos contagiamos.

(Era muy sencillo poner trabas al Gobierno de España para la prolongación de los períodos del estado de alarma. Ahora es muy sencillo culpar a la acción diplomática del Gobierno de España de las limitaciones que otros estados imponen para venir aquí. Es muy sencillo hacer cualquier cosa menos tomar las precauciones que el sentido común y las autoridades sanitarias nos recomiendan a cada uno. Y ahora, lamentaciones y crujir de dientes, mientras en las comunidades autónomas analizan, a 15 de agosto, si debieron ser más estrictas con la cosa del turismo a la vista de los acontecimientos y, eso sí, prohíben fumar por la calle.)

Y ¿septiembre? Septiembre va a ser la hostia.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, agosto 09, 2020

La huida

 

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  • En Abu Dhabi.
  • ¿Quién?
  • El Rey.
  • ¿Pero no estaba en Santa Pola?
  • Ese es el otro.
  • ¿Es que hay más?
  • Otro.
  • ¡Cojones!
  • Ya.
  • ¿Y está en Abu Dhabi?
  • Parece. Pero no lo cuentan.
  • Y ¿qué pinta ahí?
  • En un hotel caro, supongo.
  • ¿Muy caro?
  • Muy caro. Los reyes ya se sabe.
  • Y a nosotros ¿nos importa?
  • Bastante.
  • ¿Por qué?
  • Porque es rey.
  • Pero poco, ¿no?
  • Bastante aún.
  • ¿Y por qué se ha largado?
  • Pues dice que por ‘el mismo afán de servicio a España que inspiró su reinado’.
  • Y eso ¿qué quiere decir?
  • Pues quiere decir que ‘ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de su vida privada, desea manifestar su más absoluta disponibilidad para contribuir a facilitar el ejercicio de las funciones de su hijo (el que anda dando vueltas por Santa Pola), desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tan alta responsabilidad’.
  • Ah ya. Ya, ya… Pues no lo entiendo
  • Pues está bien claro, hombre de Dios, que no sabes nada: Que su ‘legado, y su propia dignidad como persona, le exigen, siempre guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a su hijo como Rey’, tomar la ‘meditada decisión de trasladarse, en estos momentos, fuera de España.
  • Ah ya. Pues nada, que no lo entiendo.
  • Pues es ‘Una decisión que ha tomado con profundo sentimiento, pero con gran serenidad.’ Porque ‘Ha sido Rey de España durante casi cuarenta años y, durante todos ellos, siempre ha querido lo mejor para España y para la Corona.
  • ¡Entonces claro! Demonio de mujer, ¡lo que sabes!
  • ¿Ves? Pues en Abu Dhabi. O no, que eso aún no lo han dicho así, seguro.
  • Porque está de putas.
  • ¡Que no!
  • ¿Entonces?
  • Porque le andan buscando los de Hacienda, que hay que explicártelo todo.
  • Y en Abu Dhabi no va a haber quién le encuentre… como van tan tapados.
  • Se conoce.
  • O sea, por ladrón.
  • ¡Que no! Que es una cosilla de sesenta millones o cien, que le regaló no sé qué jeque y no se lo contó al Fisco, porque para eso era inviolable.
  • Parece pasta.
  • Mucha. Pero era inviolable.
  • Comprendo. Inviolable. Y se la ha llevado.
  • No. No se la trajo nunca: la dejó por ahí en una cuenta en Suiza de esas que no pagan impuestos y luego se los regaló a una coleguita que tal.
  • Qué… ¿tal?
  • Sí, que tal.
  • O sea, por chorizo.
  • ¡Que no…!
  • ¡Por putero!
  • Y dale…
  • Que se escapa, vamos.
  • ¡Que no…!
  • Que huye de la justicia.
  • Que no… que no tiene causas abiertas. Que no está huido.
  • Pues la mosca detrás de la oreja parece que sí la tienen.
  • Sí, eso sí.
  • Y ya se le puede violar.
  • Sí, ahora ya sí. Un poco.
  • ¡Pobre…! Y ¿al chico?
  • No, ese es más rey. Inviolable, ya sabes.
  • ¿Y si la pifia?
  • Pues nada: ¡otra vez!
  • ¿Y vuelta a empezar?
  • ¡Vuelta a empezar!
  • Pues no lo entiendo.
  • Pues… ni yo. Pero arreglo, lo que se dice arreglo, parece que no tiene.
  • Nos lo comemos.
  • Con patatas, sí.
  • ¡País…!
  • …País.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, agosto 02, 2020

Advocatus diaboli

El ministro Garzón estaba en lo cierto. Se le ocurrió decir lo que pensaba en un raptus de ‘amateurismo’ sin ponderar las consecuencias de rozar con sus declaraciones a un gremio intocable: el sector turístico. Lo calificó de precario y estacional, denunciando su bajo valor añadido y una debilidad estructural que nos pone en dificultades en momentos como este.

La Mesa del Turismo, que agrupa a los empresarios de un sector que genera aproximadamente el 13% del PIB y sostiene 2’7 millones de trabajadores, puso el grito en el cielo, claro, no aportando dato alguno para desmentir las afirmaciones del ministro, sino bramando por la insolencia de hacer una crítica, por somera que fuera, a una actividad que ellos y solo ellos, consideran intocable por su volumen.

La misma Mesa del Turismo pide el cese fulminante de Fernando Simón por otro desliz imperdonable: una vez más, decir lo que pensaba sin valorar cuál sería la opinión del sector. Bien es verdad que el doctor Simón tiene por oficio el de prevenir enfermedades, más allá de que se llenen o no los hoteles de la costa española, pero desconoció que su obligación es prevenir la enfermedad sin que los hosteleros dejen de forrarse. Gran inconveniencia la de afirmar que si no vienen turistas británicos, mejor para nosotros.

Veamos: ¿qué le pasa a este gran motor de la economía que se viene abajo cuando un mandatario de probada inestabilidad intelectual decide intervenir en su propia economía (la británica) para promocionar su turismo nacional? A ver si va a tener razón el ministro y va a adolecer de una debilidad estructural que los grandes empresarios debían haber paliado hace ya algunos lustros.

20200802_013205¿A quién se supone que estamos obligados a proteger? ¿A un sector que con su modelo low cost de sol y playa ha devastado las costas españolas, arrasado los recursos naturales, destruido el paisaje? ¿A este que con su modelo de ‘todo incluido’ ha obligado a los pacíficos habitantes del lugar a convivir con toda suerte de bárbaros (léase en el sentido literal de la expresión) en masa que vienen a cocerse a licor barato, llenar de vómitos el litoral y de condones usados las orillas que lame el mar en la madrugada? ¿A este que mantiene 2,7 millones de empleos de mierda en su mayoría y que, por cierto, también en su mayoría los mantiene a medias con el Estado que cubre con las prestaciones por desempleo el tiempo que ellos no los ocupan? Preguntémosle a las ‘kellys’ sobre el particular.

¿Tenemos que poner en riesgo la salud pública para garantizar que estos empresarios ‘modelo’ no sufran este verano las consecuencias que todos los demás sufrimos más o menos silenciosamente? ¿Echamos a Simón? ¿Represaliamos al ministro?

¿A costa de qué tropelías se ha convertido España en una de las potencias turísticas más competitivas del mundo? Ensayemos: La degradación del entorno, la precarización del empleo, la llamada a un turismo masivo y depredador, la gentrificación de las ciudades con el altísimo precio que conlleva para sus habitantes…

Este es un momento magnífico para que el sector deje de exigir y se ponga a la tarea de ofrecer soluciones. Necesitamos un turismo comprometido con la calidad, con la eliminación de la huella de carbono, con la dignificación del empleo.

El auge del turismo y de la construcción (como principales motores de la economía española) ha debilitado sustancialmente los sectores industrial y agrario a cambio de nada. Sin agregar valor, sin compactar una estructura sostenible en términos económicos, ambientales o sociales.

Es una jodienda andar siempre haciendo de abogado del diablo. Los trabajadores de gremio no me van a querer nada a la vista de la precariedad de su presente y de la incertidumbre de su futuro, pero es un dato objetivo: la industria del turismo en España tiene que evolucionar; se enfrenta a un cambio de modelo en el que habrá que invertir algo más que recursos económicos.

Simón y Garzón (perdón por el ripio) no han hecho más que lo que el niño del cuentito aquel: han dicho en voz alta ‘¡el rey está desnudo!’

El dibujo es de mi hermana Maripepa.