domingo, agosto 30, 2020

El ocaso de las ciudades



Ya augurábamos que la gran pandemia haría de nosotros personas distintas y de nuestro modus vivendi otro que nunca será el mismo. Intuíamos el miedo a las relaciones con otros, la huida de las aglomeraciones, el fin de los espectáculos de masas, la contención, incluso, en las fiestas familiares Nos maliciábamos que todo sería diferente, quizás ni peor ni mejor, pero seguro diferente.

El tiempo avanza y con él la enfermedad. Nos anuncia que estará aquí para un tiempito, limitando (al menos limitando) las rutinas más comunes de nuestra manera de producirnos en sociedad. Y algo más: nos alerta sobre la fragilidad de las cosas más allá de aquellas grandes preguntas sobre el destino o la procedencia de la humanidad. Nos viene a confirmar que todo lo que creíamos cierto (nada más cierto que unas cañas al salir de trabajar) ya no es tan cierto. Ni en los negocios, ni en las relaciones, ni en la vida en general, porque a lo mejor ya no te puedes volver a ir a tomar unas cañas. Igual ni siquiera conservas el trabajo del que antes salías a media tarde. Y nos pone sobre la pista de que lo que hoy es un virus cabrón de procedencia animal (zoonosis), mañana puede ser un escape radioactivo, un agujero más grande en la capa de ozono o sabe Dios qué otro tipo de mal universal el que nos joda la vida. Y a todos a la vez, porque la globalización (también la enfermedad nos lo ha enseñado) no es cosa de la economía o el poder: lo mundializa todo.

Las ciudades son, desde su consolidación como algo más que concentraciones urbanas en Mesopotamia o a orillas del Mediterráneo, los grandes núcleos de convivencia alrededor de los que la sociedad se ha construido, ha evolucionado y se ha convertido en lo que hoy es. Las sedes del intercambio en estado puro, el comercial, el social, el intelectual. Los motores de todos los cambios, el refugio de bohemios, mercaderes, artistas, pensadores, filósofos. Puntos de encuentro del pensamiento, asentamiento de universidades, sede de la ciencia.

Y ahora se marchitan.

No se trata solo de que las actuales herramientas de la comunicación faciliten el intercambio a distancia haciendo innecesaria la interactuación directa entre las personas, sino de que esta se proscribe por el miedo. Se aconseja el teletrabajo, se potencia la compra por internet, se normaliza la videoconferencia entre abuelos y nietos, se obliga a la distancia de seguridad entre unos y otros. Se huye, en suma, del contacto físico.

Habíamos reconvertido adrede los centros históricos en lugar de acogida de un turismo de aluvión que pagaba mejor. El comercio de proximidad florecía, las propiedades inmobiliarias multiplicaban por diez su capacidad de dar dinero, la industria del ocio crecía como la espuma, los bares de copas, las salas de jazz, los cafés, los tablaos, las tiendas suvenires, las boutiques. Los precios subieron hasta hacerse excluyentes y las personas se escaparon en busca de rentas asequibles para sus familias, de tiendas menos exclusivas que permitieran comprar el pan o las sardinas a precios populares. Se acabaron los niños, se cerraron las escuelas. Se marchó la gente. Llamamos a eso ‘gentrificación’, y estuvimos encantados de haberla conocido, sin darnos cuenta de que nos estaban robando el espacio. ¿Quién vive ahora en el barrio Latino de París (aglutinador en otro tiempo sede de toda clase de arte e intelectualidad) o en el madrileño de Las Letras o de Malasaña, que fueran el germen de su Movida por los ochenta? En enero de 2020 allí vivía Airbnb. En septiembre del mismo año, nadie. Y ya, ni comercio, ni bares, ni guiris pueblan la plaza Mayor. Ya no hay nadie. Acaso algún alto representante de algún país muy rico, que se permite aún pagar un alquiler desorbitado para mantener a sus mentores en el extranjero (me estaba acordando del exministro Vert y su destino millonario en París).

                        Y ya no quedaba casi nadie

El teletrabajo diezmó las denominadas por lo común ‘ciudades financieras’ y los cuidados espacios de coworking. Laten a duras penas en las franquicias de comida rápida a base de ensaladas de quinoa bajo mascarilla a eso de la una y mueren al atardecer cuando ellos y ellas, de impecable traje oscuro, emprenden el camino al club de pádel higienizado para desaparecer después como por ensalmo, diluidos en las urbanizaciones más exclusivas del norte.

Los barrios populosos mantienen el pulso, pero expuestos al contagio. Temerosos de que un nuevo confinamiento los vuelva a encerrar en estos sesenta metros cuadrados sin terraza que, a partir del día cinco, se vuelven insoportables. Expuestos al contagio. Proliferan las casas de apuestas (mejor cuando más cerca de los colegios), a costa de las mercerías, o las tiendas de variantes, seguramente porque ya nadie compra aceitunas a granel, ni botones o goma elástica para arreglar la cinturilla de la falda de la chica. Las otras tiendas están mermadas por el auge de la compra on line, que facilita proveerse, tanto de lo necesario, cuanto de lo superfluo, sin pisar la calle; pelean su condición de comercio de proximidad, ahora que cada vez dan más miedo las grandes superficies por mucha mascarilla que te pongas y por más que el ‘segurata’ de la entrada te embadurne de gel hidroalcohólico las manos antes de cruzar la línea de carros.

El higienismo del siglo XXI acabará por aniquilar también a estas barriadas. O por desvirtuarlas tanto que se devalúen hasta convertirlas en los suburbios que, en realidad, nacieron siendo. Vastas extensiones de colonización, nacidas a mayor gloria y beneficio de los grandes constructores de mediados del siglo pasado, que hicieron varios agostos hacinando personas en lugares inhóspitos que los artefactos de aire acondicionado, el calor azul y la llegada del Metro humanizaron con el paso del tiempo. Las barriadas mantienen el pulso, pero ya no son seguras. Ya no son ambles. Ya no se prestan a la conversación con los vecinos, ni el bar acoge la partida de dominó con el calor y el Chinchón de otras veces. Y no se puede aparcar.

Ha nacido el higienismo del siglo XXI. Nace por la enfermedad, igual que el original al que replica que, en el siglo XIX, sirvió para derribar murallas y propiciar ensanches, llevar el agua corriente a las casas, construir alcantarillas o alejar los cementerios de lo núcleos urbanos, huyendo de las enfermedades que asolaban las ciudades. Y hoy desplaza el interés de las urbes hacia una tendencia generalizada de vida en contacto con la naturaleza. A lo mejor solo buscando un jardincito de césped artificial que mitigue los horrores del confinamiento en un tercero izquierda y zanje de plano el peligro de la convivencia con un sanitario dos plantas más arriba).

Pero ¿en qué naturaleza? Y ¿para quienes?

No va a seguir sirviendo el modelo infame de viviendas adosadas (acosadas) de promoción pública con el que hemos destrozado el paisaje de nuestros pueblos y deteriorado la vida de sus ciudadanos hasta ‘urbanizarla’  en 20m2 de patio común pagado en negro.

Más allá de los cinturones industriales (para mientras quede industria), una nueva suerte de territorios de colonización adoptan la forma de pequeños pueblos prefabricados provistos de piscina, anchos espacios comunes, cancha de tenis, pádel  y salón social. Nuevos colonos felices de que sus vástagos puedan jugar en el espacio acotado de la manzana cerrada del que han adquirido una porción sustancial. No hay mercerías, no venden pan, no hay teatro, el deterioro de aquellas zonas comunes no tardará en hacerse presente. La convivencia se volverá espesa en pocos años, pero la plaza de garaje es amplia. Desde la ventana se advierte la boina de contaminación que cubre la ciudad. Eso y poco más, porque después no hay nada. Al otro lado, nada.

Y, poco más allá, municipios más rurales, ya en la sierra, elevan el standing albergando en las afueras construcciones no fáciles de comprender que se rellenan de niños limpitos y señoras delgadísimas que conducen un Mini Countryman hacia no se sabe dónde coño por las mañanas.

Pero ¿cuántos caben? Y, para todos los demás ¿quedará el hueco que el turismo ha dejado en los centros históricos? Como en Amanecer zombi, ¿será que todos los demás okupemos esos lofts lujosísimos que ya nadie alquila por días para dormir durante las horas de luz y tomar por las noches las calles en busca de alimento? ¿Tomaremos los barrios? ¿Los rascacielos?

Ahora sí que me hago yo aquellas grandes preguntas. O, de las dos, solo una. Porque sí sé de dónde venimos, pero no tengo ni puta idea de hacia dónde vamos.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

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