domingo, agosto 26, 2018

El Valle

En los pactos del 78 nos hicieron pensar que estábamos en paz. Que todo lo que había pasado durante la dictadura del general Franco era agua pasada y que lo mejor era olvidarlo. Nos explicaron la Historia de aquella curiosa manera en la que un caudillo de origen cuasi divino (Caudillo de España por la gracia de Dios, rezaban aquellas monedas de curso legal) montado en un caballo alado (que resultó ser el Dragón Rapide) había sobrevolado las Españas todas e instaurado una paz duradera que proporcionó a los españoles trabajo, prosperidad y un Seat Seiscientos a cada uno (más o menos).
Pero era mentira.
En realidad lo sabíamos: había que desalojar del poder a aquellos que lo habían ocupado ilegítimamente (los golpes de estado que vienen seguidos de guerras civiles que duran tres años no son formas) y detentado durante cuarenta años de la mano de aquel caudillo que se había convertido en un dictador de los de verdad. Había que desalojarlos del poder y eso costó concesiones durísimas.
Costó hacer concesiones tan duras que, por no alargarme, diré que hubo que asumir la historia tal y como nos la habían contado, olvidar que salíamos de una verdadera situación de genocidio(*) y hacer como que todos en la guerra habían hecho cosas muy feas, pero que ya estaba.
Lo cierto es que todos en la guerra habían debido hacer cosas feísimas, pero mientras unos las habían pagado con creces, a base de juicios sumarísimos, de tribunales de depuración, de fusilamientos sistemáticos, de robo de niños, de persecución, de exilio, los otros habían adornado sus fechorías con el apelativo de gestas militares y a sus ejecutores con el de héroes de campaña y les habían premiado con medallas. Todos en la guerra debieron hacer cosas terribles, pero durante la posguerra (que ya no era la guerra, sino lo de después), los del bando que ganó las siguieron cometiendo bajo el imperio de una ley que se concibió para aniquilar a un grupo humano por razones políticas. A aquello, por el eufemismo, se llamó depuración. Y, sin embargo, se llama genocidio.
A ese grupo humano cariñosamente se les llamó ‘los rojos’. No los rojos y la rojas, que por entonces no andábamos para goyerías. Los rojos. Y no reconocer esa persecución sistemática es, simplemente, negar la Historia. La de verdad. La que aún no se ha querido contar del todo.
Lo cierto es que los vencedores se dejaron sus cuentas sin pagar. Y que aunque los pactos del 78 crearan la ficción de que todo estaba ya saldado, era mentira.
Lo sé, lo sé, Carrillo mandaba una “checa” en Paracuellos en la guerra. En la guerra pasó seguramente de todo. Había un general empeñado en que sus huestes violaran rojas para que supieran por fin lo que es un hombre de verdad… El sujeto se llamaba Queipo de Llano y aún deben quedarle calles por alguna ciudad española, porque la denostada Ley de la Memoria Histórica se quedó sin presupuesto. ¿De verdad alguien piensa que el asunto está cerrado? Ese paralelismo pretendido entre los unos y los otros aparece en cada conversación. Ese y el intento desesperado por imponer el olvido de aquello que no puede olvidarse. Porque nunca pidieron perdón, como se exige a otros criminales. Porque jamás se arrepintieron, sino todo lo contrario. Porque no se ha hecho justicia. Porque no ha habido reparación. Porque no se ha aceptado la verdad. Verdad, justicia y reparación. Eso se pide. Aquí, como en todos lados.
¿Qué le pasa a la derecha española que no reniega de régimen tan miserable de una vez por todas y se suma al legítimo clamor de los vencidos, de los rojos, por reconocer que aquello fue lo que fue y no lo que nos contaron? ¿Por qué se niegan a la verdad, a la justicia, a la reparación? ¿A qué tienen miedo? ¿Quién dejará de votarles por ello? ¿Qué les deben?
Nadie va a resucitar a Franco, es que el franquismo no ha muerto. La derecha sigue entorpeciendo la recuperación de los cuerpos que aún yacen en cunetas y fosas comunes y peleando por el mantenimiento de los nombres de las calles y los monumentos funerarios de los caídos por Dios y por España. Y alguno tiene que ser el momento de acabar de verdad con este asunto tan turbio.
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El Gobierno de España va a exhumar del Valle de los Caídos al general Franco. Ya está. Y ya era hora.
No se crea lo que le cuentan de que ‘el Valle’ era muy parecido al jardín del edén. Aquello fue un puto campo de concentración y se levantó con forzados. Con rojos forzados. Es humillante para las víctimas que, precisamente ahí, reposen los restos de quién los condenó por el hecho, por el mero hecho, de pertenecer a aquel grupo humano. No se enfade. No brame por los bares clamando por la paz y asegurando que eso solo reabrirá viejas heridas. No se reabre lo que no está cerrado. Y, de verdad, hay que cerrarlo. Verdad, justicia y reparación.
A los dictadores genocidas no se les rinde culto. En serio.

(*) Genocidio RAE: masculino. Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad.
Y el dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, agosto 19, 2018

Benidorm, Alicante (España)



Una señora de avanzada edad, británica e indignada, clamó al cielo y a su agencia de viajes porque le enchufaron un 'paquete-vacaciones' en Benidorm (Alicante, España) con destino en un hotel que estaba lleno de españoles.

El caso es que a la señora británica de avanzada edad no eran los españoles en concreto lo que le molestaba. Lo que le molestó fue lo ruidosos que éramos. Tan ruidosos y maleducados que un día, según contó, hasta la arrollaron a la hora del desayuno y a punto estuvieron de dar con sus huesos por el hueco de la escalera.

IMG-20180818-WA0005Concluye la anciana señora británica su alegato haciendo notar a la agencia de viajes (sin duda con la intención de que se trasladase esta propuesta a algún consulado u organismo oficial con competencias en la materia) que los españoles deberían veranear en otros lugares y no, añado yo, en aquellos que ella elige para sus bien merecidas vacaciones estivales en España.

Siendo yo de La Elipa (Madrid, España) no puedo hacerme mejor cargo de la indignación de la señora británica de avanzada edad, pues sé de muy buena tinta hasta qué punto podemos ponernos violentos los chicos de barrio bajo a la hora del bufett libre: conozco incluso grupos de jubilados del centro del país de una voracidad inusitada cuando aquello que se ofrece es de comer, va incluido en el precio y no tiene límite de consumición.

Como, además, tengo parientes próximos de excelente condición económica y social (la mía no fue de las ramas más afortunadas del árbol genealógico familiar), conozco aunque sea de lejos la finura de los gustos y modales de estas otras personas, estas de más posibles, de exquisita educación y residencia en barrios de más abolengo (el de Salamanca mismo, por poner un ejemplo manido). Ciertamente da gusto con ellos: no atropellan, dejan siempre pasar primero a las personas de edad y comen muy poco y con mucho reposo, señal esta inequívoca de lo bien cuidadas que tienen tanto las formas como la alimentación.

Así que cabría concluir que españoles finos, haberlos haylos. Lo que pasa es que no se hospedan en el hotel que eligió esta señora británica de avanzada edad para su descanso veraniego. No estaban en Benidorm. Ellos son más de Puerto Banús (Málaga, España), de la parte de Cadaqués (Gerona, España), o de viajar al extranjero en busca de sensaciones (¿heliesquí?) más acomodadas a su gusto y condición.

En aquel hotel de Benidorm (Alicante, España) debíamos estar todos los de la Elipa y, a lo mejor, algunos de Liverpool (Merseyside, Noroeste de Inglaterra, Reino Unido), que los he visto ataviados de correajes al modo militar, rojos como gambas y ebrios como si no hubiera un mañana, cometiendo tropelías que hasta a los de la Elipa hacían enrojecer. Por decirlo resumidamente, debían estar en aquel hotel quienes pagan poco por alojamiento y desayuno y guardan para el alcohol lo poco que les queda del presupuesto de vacaciones.

¡Oh fatalidad! A esta señora británica de avanzada edad, lo que le jode, en realidad, son las personas de poco acomodo, como yo mismo, mi familia, mis amigos. Y, sin embargo, somos tan fáciles de evitar… Solo hay que subirle un par de estrellas al hotel donde decida alojarse. Acaso, bucear un poco mejor en el mapa en busca de ubicaciones de más altura social: se me ocurren muchísimas incluso sin salir de Benidorm.

Eso sí, le va a salir un poco más caro.

Y, si lo consigue, no olvide dar recuerdos a mis parientes ricos.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, agosto 12, 2018

Días de sol y playa



Menos diez. Esta noche ha hecho un calor insoportable.

Hay un manchurrón de sudor en las sábanas. Lo veo desde el baño, sentada en la taza del váter, despeinada y con los ojos turbios todavía. Solo un manchurrón. Hace mucho tiempo que no se deshace el otro lado de la cama.

No debí quedarme con el piso de la playa. Es una mierda de piso de la playa.

Los niños ya trastean por el salón. Es la única hora a la que se puede estar ahí. Luego el sol aniquila toda posibilidad abrasando la cristalera que mira hacia otros apartamentos igualmente abrasados. El mar no se ve si no te inclinas un poco en la esquina del balcón. Está lejos. Lo de ‘vistas al mar’ era un eufemismo. Bueno, era mentira.

img-20180812-wa0000-e1534031875115.jpgHay que tirar de datos para conectarse a internet desde el teléfono, pero era una gilipollez pagar todo el año por el ADSL para tres semanas de uso. Igual que la luz, que la tienes que tener por cojones todo el año y la usas apenas 20 días. La cisterna tampoco funciona y un par de enchufes se han salido de su sitio, pero qué vamos a hacer.

Se oye ruido en la cocina. Me prepararán café. Es la única gracia que hacen. Haré las camas y me armaré de valor para bajar a la playa. Se va en coche a la playa. Lo malo no es aparcar: si vas temprano siempre encuentras sitio. Lo malo es coger el coche a cincuenta grados cuando te marchas. Lleno de arena. La pequeña se deja pegada la piel en la maxi-cosi, pero no hay otra manera. El parasol no alcanza.

No, el piso no tiene ventilación cruzada, no se puede hacer corriente. El promotor de las viviendas olvidó decirle al proyectista que el fin último era habitarlas, pero embutir dos habitaciones, salón, baño, aseo y cocina independiente en 65 metros tiene su aquel. Mi excuñado vendió cuando aún se podía. Menos mal. Hubiera sido el colmo tener que soportarlos. Compramos juntos cuando pensábamos que esto de la familia era algo parecido a una ‘stock option’ de rentabilidad asegurada.

Yo no puedo vender. Aún me dan menos de lo que debo de hipoteca. La crisis y tal. Algún imbécil pensó que la vivienda era el ahorro de las clases medias y alguno no imbécil se decidió a quedarse también con el ahorro de las clases medias. Y se lo quedó. Después del acuerdo de divorcio pago yo la hipoteca. Lo mismo hice el gilipollas. Lo mismo, sí.

Los dos mayores vienen a regañadientes. Ya no les gusta. No me extraña. En la playa con mamá toda la puta mañana. A ver quién aguanta eso. Pero vienen. A lo mejor este año es el último. La semana con su padre se lo pasan mejor. Nos ha jodido.

Me he vuelto a traer ‘Los pilares la tierra’ a ver si puedo con las 900 páginas sin una sola ilustración y me convenzo de que esto no está tan mal. La hora de la siesta es imposible llenarla de otra cosa y a pesar de todo no consigo terminarlo.

Lavarme la cara no ha servido de nada, sigo viendo borroso. La cocina es un campo de batalla después del exterminio, pero huele peor. La videoconsola hace un ruido infernal de carreras de coches. La leche de  la niña está demasiado caliente. No me he peinado. Hoy toca paella en el chiringuito; es un emplasto de sabor indeterminado, pero los críos disfrutan mucho comiendo fuera y hay aire acondicionado. El vino con gaseosa hará el resto.

Son las nueve. El sol ya se ha adueñado del apartamento. Salgamos de aquí.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

domingo, agosto 05, 2018

¡Taxi!



En los años 70 del viejo siglo XX, asistimos a la crisis del pequeño comercio, absorbido por las grandes superficies que fagocitaron su capacidad de supervivencia a base de ofrecer precios más competitivos, la comodidad de encontrar un par de calcetines y una docena de huevos en el mismo espacio físico y un horario más amplio que incluía sábados y festivos. Tuvieron que reinventarse.

Desde entonces hemos visto muchísimos sectores de la economía desbordados por las nuevas formas de negocio, posibilitadas por las nuevas tecnologías o, simplemente, por la capacidad inversora de los más grandes. Desde que el mundo es mundo unos compiten contra los otros para hacerse fuertes en aquello que saben hacer y desde que el capitalismo es capitalismo el pez grande se come al chico y sanseacabó.

Ahora viene la capacidad que cada uno tiene para ejercer presión ante la sociedad y de esta circunstancia dependerá el volumen del conflicto que genere el sector al que le toca verse amenazado por la irrupción de nuevas formas de negocio. Para entendernos, el señor de la cordelería de la calle Leganitos se puede poner en huelga todos los días que le dé la gana, pero igual tiene ciertas dificultades para paralizar el país haciendo oír su queja, cosa que no sucede con los controladores aéreos o con los taxistas (16.000 más o menos en la ciudad de Madrid, perfectamente comunicados entre sí y sin demasiados miramientos a la hora de utilizar la violencia física contra sus competidores).

En el conflicto del taxi, el que tenemos ahora de moda, hay una variable más que poner en el tapete: la movilidad urbana. Lamentablemente hablamos solo de la movilidad urbana, porque en el medio rural este asunto importa un huevo: sus habitantes tienen tan limitada sus posibilidades de comunicación como la frecuencia de un autobús diario de ida y uno de vuelta con destino a la capital.

IMG-20180805-WA0000Tengo para mí que el problema del taxista no es exactamente el de velar por la calidad del transporte público, ni colaborar en el desarrollo de esta movilidad urbana, sino más bien el de proteger su inversión: consiguió su licencia de otro taxista y se la compró por 200.000 (los ayuntamientos tienen limitado el número de las que hay en vigor) y está viendo cómo su precio se devalúa porque fórmulas más modernas y más competitivas le han quitado el monopolio al sector (hago constar que mi piso se devaluó en mayor proporción cuando explotó la burbuja inmobiliaria y no pude tirarme a la calle a pegarme con nadie para intentar mantenerlo en el precio por el que me lo compré).

Sorprende que sectores tan liberales acudan con tal virulencia para exigir la protección del Estado en algo que parece que debería estar regulado por las leyes de la oferta y la demanda (a las que acuden sin rubor ninguno para clamar por la libertad en los precios que imponen a sus servicios). Pero más sorprende que se sientan con legitimidad para paralizar las grandes urbes de la nación a base, nada menos, que de colapsar sus principales arterias de comunicación en temporada tan sensible y, aún más, que se sientan con derecho a liarse a hostias con los conductores y los coches de la competencia, algunos con familias dentro, que hasta donde yo entiendo no tienen en directo la culpa de su desgracia y que, lo quieran o no, no son sino trabajadores, igual que ellos, aunque en este caso de la competencia.

Y, una vez más, el usuario fuera del conflicto. Los intereses de las personas distintas de las poseedoras de una licencia de taxi no pintan nada en este lío. Porque a un señor normal, a una señora de Barcelona, le viene estupendamente alquilar su coche por el móvil, que la vengan a buscar, que la lleven en un coche limpio y perfectamente climatizado a su destino y que le carguen en cuenta el precio previamente pactado de la carrera, sin tener que preocuparse ni de abrir el monedero.

¿Por qué se ha puesto al Estado en la tesitura de resolver un problema que ha generado el mercado? Porque los taxistas no tienen forma de competir contra un servicio infinitamente mejor planteado que, a buen seguro, les está arrebatando una parte importante del negocio (no toda porque estos vehículos no pueden, por ejemplo recoger a personas en la calle o hacer uso de paradas en la vía pública), y acuden a quien tiene la competencia para regular el sector con la exigencia de que lo estrangule.

Y ¿con qué fin? ¿Para garantizar que la movilidad de los ciudadanos esté a la altura de las exigencias de una sociedad evolucionada? ¿Para que el servicio que prestan se dignifique y el usuario se sienta satisfecho con una actividad que hace más habitables las ciudades (ya se ha dicho que de los pueblos ni hablamos)?

No. Para salvaguardar su inversión. Para proteger su negocio.

La movilidad de las ciudades ha cambiado: el vehículo eléctrico, el carsharing, las redes públicas intermodales cada vez más sofisticadas de bus, metro y cercanías, el coche compartido a través de plataformas, la bici eléctrica de alquiler… El taxi tendrá que tomar sus propias decisiones para adecuar el servicio que presta a esta realidad.

No basta solo con tratar de impedir que los demás crezcan. Otras especies que no lograron aclimatarse se extinguieron (piénsese en los dinosaurios).

El dibujo es de mi hermana Maripepa.