domingo, agosto 05, 2018

¡Taxi!



En los años 70 del viejo siglo XX, asistimos a la crisis del pequeño comercio, absorbido por las grandes superficies que fagocitaron su capacidad de supervivencia a base de ofrecer precios más competitivos, la comodidad de encontrar un par de calcetines y una docena de huevos en el mismo espacio físico y un horario más amplio que incluía sábados y festivos. Tuvieron que reinventarse.

Desde entonces hemos visto muchísimos sectores de la economía desbordados por las nuevas formas de negocio, posibilitadas por las nuevas tecnologías o, simplemente, por la capacidad inversora de los más grandes. Desde que el mundo es mundo unos compiten contra los otros para hacerse fuertes en aquello que saben hacer y desde que el capitalismo es capitalismo el pez grande se come al chico y sanseacabó.

Ahora viene la capacidad que cada uno tiene para ejercer presión ante la sociedad y de esta circunstancia dependerá el volumen del conflicto que genere el sector al que le toca verse amenazado por la irrupción de nuevas formas de negocio. Para entendernos, el señor de la cordelería de la calle Leganitos se puede poner en huelga todos los días que le dé la gana, pero igual tiene ciertas dificultades para paralizar el país haciendo oír su queja, cosa que no sucede con los controladores aéreos o con los taxistas (16.000 más o menos en la ciudad de Madrid, perfectamente comunicados entre sí y sin demasiados miramientos a la hora de utilizar la violencia física contra sus competidores).

En el conflicto del taxi, el que tenemos ahora de moda, hay una variable más que poner en el tapete: la movilidad urbana. Lamentablemente hablamos solo de la movilidad urbana, porque en el medio rural este asunto importa un huevo: sus habitantes tienen tan limitada sus posibilidades de comunicación como la frecuencia de un autobús diario de ida y uno de vuelta con destino a la capital.

IMG-20180805-WA0000Tengo para mí que el problema del taxista no es exactamente el de velar por la calidad del transporte público, ni colaborar en el desarrollo de esta movilidad urbana, sino más bien el de proteger su inversión: consiguió su licencia de otro taxista y se la compró por 200.000 (los ayuntamientos tienen limitado el número de las que hay en vigor) y está viendo cómo su precio se devalúa porque fórmulas más modernas y más competitivas le han quitado el monopolio al sector (hago constar que mi piso se devaluó en mayor proporción cuando explotó la burbuja inmobiliaria y no pude tirarme a la calle a pegarme con nadie para intentar mantenerlo en el precio por el que me lo compré).

Sorprende que sectores tan liberales acudan con tal virulencia para exigir la protección del Estado en algo que parece que debería estar regulado por las leyes de la oferta y la demanda (a las que acuden sin rubor ninguno para clamar por la libertad en los precios que imponen a sus servicios). Pero más sorprende que se sientan con legitimidad para paralizar las grandes urbes de la nación a base, nada menos, que de colapsar sus principales arterias de comunicación en temporada tan sensible y, aún más, que se sientan con derecho a liarse a hostias con los conductores y los coches de la competencia, algunos con familias dentro, que hasta donde yo entiendo no tienen en directo la culpa de su desgracia y que, lo quieran o no, no son sino trabajadores, igual que ellos, aunque en este caso de la competencia.

Y, una vez más, el usuario fuera del conflicto. Los intereses de las personas distintas de las poseedoras de una licencia de taxi no pintan nada en este lío. Porque a un señor normal, a una señora de Barcelona, le viene estupendamente alquilar su coche por el móvil, que la vengan a buscar, que la lleven en un coche limpio y perfectamente climatizado a su destino y que le carguen en cuenta el precio previamente pactado de la carrera, sin tener que preocuparse ni de abrir el monedero.

¿Por qué se ha puesto al Estado en la tesitura de resolver un problema que ha generado el mercado? Porque los taxistas no tienen forma de competir contra un servicio infinitamente mejor planteado que, a buen seguro, les está arrebatando una parte importante del negocio (no toda porque estos vehículos no pueden, por ejemplo recoger a personas en la calle o hacer uso de paradas en la vía pública), y acuden a quien tiene la competencia para regular el sector con la exigencia de que lo estrangule.

Y ¿con qué fin? ¿Para garantizar que la movilidad de los ciudadanos esté a la altura de las exigencias de una sociedad evolucionada? ¿Para que el servicio que prestan se dignifique y el usuario se sienta satisfecho con una actividad que hace más habitables las ciudades (ya se ha dicho que de los pueblos ni hablamos)?

No. Para salvaguardar su inversión. Para proteger su negocio.

La movilidad de las ciudades ha cambiado: el vehículo eléctrico, el carsharing, las redes públicas intermodales cada vez más sofisticadas de bus, metro y cercanías, el coche compartido a través de plataformas, la bici eléctrica de alquiler… El taxi tendrá que tomar sus propias decisiones para adecuar el servicio que presta a esta realidad.

No basta solo con tratar de impedir que los demás crezcan. Otras especies que no lograron aclimatarse se extinguieron (piénsese en los dinosaurios).

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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