domingo, julio 22, 2018

Y todo por 50 euros

Se hizo viral esta semana la historia de una señora que acudió la sucursal bancaria para sacar de su cuenta 50 euros. Después de hacer la correspondiente cola, el probo empleado, presumo que de no muy buenas maneras, le espetó que el mínimo para sacar en ventanilla eran 200 y que, si solo necesitaba esos 50, los tenía que sacar del cajero automático. La señora le explicó que a los 90 años de su edad no estaba para cajeros automáticos a lo que, impertérrito, el sujeto que tiene por oficio atender al público (o sea, hacer las cosas fáciles a los demás) pero que con toda probabilidad él no lo sabe,  le dijo que no había más solución. La mujer, lúcida aún a su edad, rectificó el pedido y solicitó del empleado los 200 que como mínimo podía obtener. El ventanillero le dio sus 200 y cuando preguntó a la anciana si quería alguna otra cosa esta contestó: sí; ingresar 150.

Si alguien imaginó que las enormes ventajas que aporta la tecnología a las rutinas de cada día tenían por objeto facilitar la vida a las personas, se equivocó de plano.

El verdadero objeto de la tecnología es la competitividad. Y ya molesta.

Traduzco competitividad: Ganar más pasta. Mucha más pasta.

Salvo en la Administración Pública, que tiene por Ley la obligación de mantener abiertos todos los canales posibles de atención a la ciudadanía (el telemático, el telefónico, el presencial), las empresas que prestan servicios se relacionan de manera electrónica con sus usuarios, solo, porque le sale infinitamente más barato que mantener los salarios de los trabajadores que tendrían que tener en sus plantillas para ofrecer una atención digna de forma presencial. Solo.

Telefónica tiene en la Gran Vía de Madrid (no sé si también en la de Barcelona) un departamento de atención personal con una larga cola de personas mayoritariamente muy mayores al que puede uno acudir para resolver sus cuitas si cuenta con varias horas libres por la mañana. Solo uno. Solo en Madrid (y a lo mejor en Barcelona, pero no me consta) y prácticamente desconocido. El resto de los mortales, incluyendo a la casi totalidad de madrileños y madrileñas (un único departamento no da para mucho más y su existencia es casi un secreto), las tienen que resolver a través de Internet, mediante una aplicación que yo mismo he sido hasta la fecha incapaz de desentrañar. No hay oficinas. Tampoco para la cosa de la luz, o la del gas. No hay más oficinas, rectifico, que las que sirven para vender, ampliar o contratar todo tipo de servicios. Esas sí que están.

La otra solución es el teléfono. Un call centre (centro de atención de llamadas, para entendernos) atiende tu problema desde algún país en el que los salarios sean muy baratos y trata de hacerte entender la incomprensible oferta: No, no, te explican, la tarifa “morsa” tiene más gigas, pero los minutos de llamada entre las 08:25 y las 09:32 son mucho más baratos si contrata el bonus extra “madrugar sí que mola”; el bonus “siesta” es solo para jóvenes de entre 30 y 45 años e incluye minutos navegación a 30 megas después de comer. Eso sí, son comulative minutes, o sea que si le sobran de este año, los puede usted emplear el que viene. Y tú te desvaneces. Pero tu madre se muere.

— ¿Señora? ¿Sigue ahí? ¿Le he comentado que si contrata la tarifa Trump le hacemos un descuento en sus llamadas a Rusia? Parece una tontería pero nunca se sabe cuándo va a tener que llamar uno a Rusia…
— ¡Agggg!
— No se ría, es como le digo, talmente. ¿Usted necesitará roaming?

De la brecha digital ya no se habla. Se habló cuando reducirla comportaba beneficios para quienes la habían creado (vender más ordenadores, extender el negocio de redes…).  Pero ya no es el caso porque la tecnología es prácticamente un mercado saturado.

De la que se ha creado a base de permitir a las compañías abaratar costes en los servicios de atención a los usuarios, aún a costa de hacerlos inutilizables para el común de la ciudadanía de más de 70 años, por ejemplo (ni siquiera la oferta de residencias de ancianos está accesible a este grupo de edad) o aquejada de cualquier otra suerte de discapacidad social de las que tanto abundan, de la que se ha creado con el objetivo de fortalecer la competitividad de las empresas (su cuenta de resultados), de esa brecha digital ya no se habla.

Y nuestros mayores cada vez más distanciados de una realidad que te obliga a relacionarte con quienes te proveen de lo necesario a través de un entramado tecnológico inalcanzable, cada vez más incapaces de acceder a los servicios que masificadamente se ofertan a las clases productivas: ninguno de nosotros va a la ventanilla a por cincuenta euros. Son nuestros padres los que no saben utilizar el cajero automático.

A mi madre, en concreto, todo esto se lo resuelve mi cuñado… Yo me siento incapaz.

Ellos, los que nunca van a acceder a la banca on line están fuera. Los hemos dejado fuera. Afortunadamente, se van muriendo.

Sin duda, más pronto que tarde, seremos nosotros los incapaces de manejar la tecnología que esté al cabo de la calle. A ver si para entonces nuestras nueras son igual de comprensivas.
El dibujo es de mi  hermana Maripepa.

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