lunes, mayo 01, 2006

Autopista a Rivatajada

NOTA EDITORIAL: Como ya he publicado en todas las notas editoriales a los demás cuentos, los dibujitos son de mis hermanas, Mariquilla y Maripepa. Mariquilla y Maripepa son dos chicas muy listas y muy buenas dibujantes de dibujos para cuentos, pero son algo holgazanas y, por eso, algunos cuentos de este blog no tienen aún los dibujos terminados. Así que cuando el ávido lector detecte esta falta, no piense, no, que se debe a mi falta de escrúpulo, no. Se debe, ya lo veis, a que mis hermanitas no hacen su trabajo con la diligencia debida. Así son estas cosas.



En el pueblo de Eduardo había muy pocos niños y, además, eran muy brutos. A él no le gustaba mucho jugar con ellos. Siempre había que pelear y que competir para todo y Eduardo nunca ganaba a nada. Nunca había quedado el primero, ni siquiera el segundo. Nunca vencía en las peleas y, además, se hacía daño.

Pero, de todas formas, eran demasiado pocos niños para que pudiera apetecerle estar siempre con ellos. Eso pasa en los pueblos pequeñitos, que sólo hay muy poca gente y, a menudo, los unos se cansan de estar con los otros. El pueblo de Eduardo, Rivatajadilla, era uno de esos pueblos chicos chicos. Por eso Eduardo se había convertido en un niño un poco solitario.

Buscó pues, un entretenimiento que le permitiera desconectarse de sus amigos del colegio sin aburrirse como una ostra y dedicar su tiempo a algo productivo: Así se convirtió en contador de coches.

Se sentaba en la carretera general, a la salida del pueblo, en un pilón de piedra que había cerca de la cooperativa(1)
y que estaba lo suficientemente alto para que los viejos no se pudieran encaramar allí. De otro modo, según sabe todo el mundo, los viejos ocuparían ese sitio a las horas de sol: Les encanta a los viejos de los pueblos charlar de sus cosas al sol y no se hubieran dejado usurpar un sitio tan bueno.

(1) Una cooperativa es una empresa de la que son dueños todos los socios. Es muy frecuente en los pueblos que los agricultores formen cooperativas para vender o trabajar con algunos productos como la uva, la aceituna, etcétera. Las naves de las cooperativas suelen estar en las afueras de los pueblos.

Se sentaba allí a la salida del colegio y contaba los coches que pasaban. Con los coches que no conocía imaginaba historias sobre dónde iban o de dónde venían. Algunas veces, incluso, ayudaba a orientarse a los que pasaban por allí despistados, indicándoles el camino más corto hacia uno u otro sitio. Se había convertido en un chico muy útil.

De todos los que pasaban, unos eran del pueblo y otros no. A algunos los veía casi todos los días a la misma hora. Pasaba siempre, el primero, el coche de los panaderos que volvían de vender el pan en el pueblo vecino, Rivatajada. Los panaderos y Eduardo eran amigos. Siempre se saludaban. En verano, cuando llevaban las ventanillas abiertas, incluso la panadera asomaba la cabeza y gritaba “¡adiós Edu!”, porque así le llamaban casi todos en el pueblo.

Unos días sí y otros no, pasaba el camión frigorífico(2) del matadero. Era precioso el camión frigorífico. Edu conocía al conductor porque, cuando el viejo conductor se jubiló y éste hizo la ruta por primera vez, tuvo que pararse en la encrucijada del pueblo (donde Eduardo se ponía) y preguntarle qué por donde se iba al de al lado. Por eso también se saludaban siempre. Bueno, siempre no, los lunes, los martes y los jueves, que era cuando había mercado en Rivatajada.

(2) Los camiones frigoríficos son los que transportan alimentos como la carne, que en un camión normal se pondría mala. La parte de atrás es una nevera. Así se conserva en el viaje todo lo que llevan.

Un misterioso coche negro, parecido al que Eduardo sabía que debían llevar los ministros, pasaba de cuando en cuando en dirección a la capital. Tenía una matricula de color amarillo que no sabía de dónde podría ser y era imposible descubrir a quien lo guiaba, porque tenía los cristales oscuros oscuros. Pasaba siempre muy deprisa, seguro que a más velocidad de la permitida en el casco urbano y, en verano y en invierno, llevaba las ventanillas cerradas, por lo que Eduardo supuso que tendría aire acondicionado, no como el coche de los panaderos, que en verano llevaba las ventanillas bajadas y en invierno subidas. Cada tarde inventaba una historia sobre el misterioso conductor. Unas veces pensaba que sería un poderoso emir(3) árabe; otras, cuando consideraba que nada se le habría perdido por allí a un poderoso emir árabe, pensaba que sería un espía internacional y otras, simplemente, que sería un extranjero perdido por aquellos lugares que nunca terminaba de encontrar el camino de su casa.

(3) Un emir es el que manda en un emirato. Parece una tontería, pero así es. Un emirato es una especie de nación árabe.

En las dos direcciones pasaba siempre varias veces el “cuatro ele” de la Guardia Civil. Era un verdadero cascajo, pero Julián, el guardia, lo conducía con tanta dignidad como si estuviera a los mandos del mejor de los fórmulas uno. El “cuatro ele” de la Guardia Civil se llamaba también “coche oficial”. Eso debía ser porque llevaba sirena, pero a Eduardo se le antojaba mucho nombre para tan poco coche, por más que Julián el guardia pareciera no haberse dado cuenta.

Anselmo, el de la tienda de electrodomésticos, tenía una furgoneta enorme y viejísima. Esa no hacía falta verla, se la oía venir, sin lugar a dudas, antes de que girara por la esquina de su calle. Anselmo decía que era la mejor furgoneta del mundo, aunque Eduardo no estaba seguro de que lo creyera. Muchas veces los mayores dicen cosas que no piensan y, así, se conforman con su vieja furgoneta. Pero debía tener un negocio estupendo, porque todos los días pasaba por las tardes, por lo menos tres veces, de un lado para otro y Edu suponía que estaría llevando y trayendo todas las neveras y las televisiones que vendía. No encontraba otra razón para tanto viaje. Era así todos los días menos el jueves, que libraba por descanso del personal y sólo pasaba una vez de ida y ninguna de vuelta, que él viera. Aunque tenía que volver porque los viernes estaba otra vez allí con su traqueteo de ir y venir.

Treinta, cuarenta, hasta cincuenta coches había visto pasar algún día entre la mañana y la tarde, sin contar los repetidos ni los tractores que faenaban por los alrededores. La carretera general era, realmente, una carretera muy transitada.

Una mañana se revolucionó el pueblo. El alcalde mandó llamar a todos los vecinos para comunicar una noticia estupenda. Debían estar cercanas las elecciones(4), porque nunca se llamaba a todos los vecinos para comunicar nada, salvo en estas circunstancias: Se había conseguido algo fantástico, algo que haría del pueblo el centro mismo de la humanidad; habría industrias, hoteles, turismo de alto standing(5)... Se habían acabado todas las preocupaciones...
(4) Las elecciones, en los pueblos como en todas partes, son el momento en el que los vecinos eligen a quien ha de gobernarles durante los próximos años, normalmente cuatro.
(5) Dícese del compuesto por turistas muy ricos que se dejan mucho dinero en establecimientos hosteleros.

Todos los vecinos aguardaban expectantes la noticia, precedida como venía de tantos bienes futuros. El alcalde, que era buen político, esperó hasta el último momento para decirlo y al fin lo dijo: Había llegado la hora del progreso; a tan solo dos kilómetros del pueblo pasaría la autopista. La autopista que uniría Rivatajadilla con Rivatajada.

Todos los vecinos irrumpieron en un clamoroso aplauso; todos menos Eduardo, que se quedó pensativo valorando, como un chico mayor que ya era, los pros y los contras. Le costó un buen rato encontrar algún “pro”, por más que había oído a los mayores hablar de las ventajas de que el tráfico ya no pasara por el centro mismo del pueblo. Al fin encontró uno: El tráfico no pasaría por el centro mismo del pueblo y así los camiones no despertarían a su abuelo Ramón, que se quejaba de que algunas noches de verano no le dejaban dormir con el ruido.

Pero... ¿Y los “contras”?. No le costó ningún trabajo encontrar un montón. La carretera general, por ejemplo, se quedaría sin un sólo coche, porque todos, salvo los del pueblo, atravesarían por la autopista y Rivatajadilla se quedaría prácticamente sin visitantes. Ya veríamos cuantos viajeros pararían ahora a comprar los hojaldres de la señora Antonia, que hacía los mejores de la comarca. Seguramente no habría ningún bobo que pusiera allí una industria, siendo que casi no había hombres para trabajar en ella que no estuvieran ya empleados en otros menesteres. Además, el pilón de cerca de la cooperativa se quedaría sin espectáculo ninguno, cosa en la que, seguro, no había pensado el alcalde que parecía pensar en todo. Desde luego, hoteles de lujo, lo que se dice hoteles de lujo, no crecerían en Rivatajadilla por efecto de la tan celebrada autopista.

La autopista, Eduardo podía asegurarlo, no estaba pensada para ir de Rivatajadilla a Rivatajada, como parecía creer todo el mundo. Estaba pensada para unir otras grandes ciudades que nada tenían que ver con su pueblo, ni con su tierra ni con su comarca preciosa. Estaba pensada para otras cosas. Y, si bien era cierto que ya no se tardarían treinta, sino veinte minutos, en llegar a la capital, ¿qué prisa tenía la gente que tanto se alegraba por esos diez minutos de ahorro?. ¿Qué harían ahora los vecinos de Rivatajadilla con esos diez minutos gratis que les brindaba tan amablemente el progreso?.

No conseguía entender el alborozo(6)
que la idea había provocado en todo el mundo.
(6) Alborozo es alegría, pero más.
Pero las autopistas, pensó Eduardo, tardan tanto en construirse que ya se habría hecho mayor para cuando estuviera terminada.

Así que, sin mucha más preocupación, volvió cada día a su pilón de las afueras, al salir de la escuela, a ver pasar sus coches, a inventar las vidas de los que pasaban unas y otras veces, a imaginar como saldría de Rivatajadilla un día, en el viejo ciento veinticuatro de su padre, camino de la capital, a estudiar una carrera, como su hermana o de viaje de novios, como había hecho su hermano hacía sólo unos meses.

Imaginó también cómo volvería un día, hecho mayor, en un coche como ese negro importante de matrículas amarillas que no sabía de donde era y pensó, que otro niño como él (al que no le gustara sólo pasarse la vida peleando contra todos los demás) estaría entonces mirando desde el pilón los coches que pasaban y pensaría que quién sería el que viajaba en ese coche misterioso.

Pero aquella parecía ser una autopista de urgencia porque, en contra de todos los pronósticos y aunque estas cosas casi nunca pasan con las obras públicas, estuvo construida en apenas dos años.

Eduardo se enteró un día, después de otro importante revuelo, de que el tramo Rivatajadilla-Rivatajada, lo había inaugurado el ministro esa misma mañana. Lo supo de oídas, porque el coche del ministro (ese que sí que debería ser un cochazo) no lo vio desde el pilón. Lo supo porque, de repente, no pasó ningún coche por la carretera general, que había dejado de ser la carretera general.

Tal y como habían augurado los mayores, una tarde los coches dejaron de pasar por el centro mismo del pueblo. Ya no habría más tráfico por el centro del pueblo.

Aquella tarde le dijo a su madre que le preparara la merienda en una fiambrera, porque había decidido que saldría de excursión.

Dos kilómetros eran apenas veinte minutos de paseo, caminando despacio. Acaso la autopista tuviera un pilón cercano desde el que ver pasar los coches.

Caminó. Efectivamente, el alcalde del pueblo debió dar la noticia en época de elecciones, porque aquellos dos kilómetros se habían convertido en por lo menos diez, a juzgar por la tremenda caminata que tuvo que pegarse hasta encontrarla.

Pero la encontró.

Era un gusano gigante de asfalto y cemento que serpenteaba a través de las sierras que había recorrido de pequeño con su padre. Estaba, en realidad, fuera del mundo, abriendo el paisaje en dos mitades. Por allí sí que pasaban deprisa los coches, los camiones, las motocicletas de muchísima cilindrada(7)
... Era muy difícil distinguir ninguna. Imposible saludar a nadie, reconocer a los pasajeros de ningún coche. No daba tiempo a imaginarse nada, ni siquiera a contarlos sin temor a equivocarse uno.

(7) La cilindrada es el tamaño del motor, en las motos y en todos los demás vehículos. A mayor cilindrada, mayor motor y cuanto más motor, más corren.

Se subió a un puente gigante que había. ¡Qué enormidad!. Sólo con el cemento empleado en construirlo se hubiera fabricado de nuevo Rivatajadilla entera. La chapa de uno sólo de los cartelones hubiera bastado para hacer por lo menos dos paredes de la nave de su tío Felipe, que era la más grande del pueblo. Era todo desproporcionadamente grande, desproporcionadamente rápido, desproporcionadamente desproporcionado. Era una barbaridad. Pero no pertenecía a su pueblo, ni a su tierra... Había partido en dos la finca del Marcelino y nadie sabe cuantas más. Era como un túnel de cristal, incomunicado de cuanto había alrededor, surcado por maquinas muy muy rápidas que era imposible saber a donde iban.

Ninguno de esos conductores pararían en ningún pilón a preguntar por ningún sitio, ninguno repararía en la cooperativa, ni en el cuatro ele de la Guardia Civil. Nadie sabría que Julián el guardia estaba encantado con su cuatro ele, ni que el tractor que siempre estaba arando a eso de las cinco era el del Emiliano, que tenía una verruga tan grande en la nariz que se había tenido que quedar soltero.

Muy chiquitina, por el arcén, caminando muy despacio, descubrió la vieja furgoneta de Anselmo, el de la tienda de electrodomésticos, que intentaba alcanzar la salida entre aquella marabunta de acero que pitaba y le adelantaba haciéndole señales con las luces, que Anselmo devolvía gesticulando violentamente con las manos. Eduardo le hizo señales también con las manos, pero Anselmo estaba demasiado ocupado para mirar hacia ningún otro sitio.

No estaba seguro de si el coche negro que acababa de ver pasar a toda velocidad era o no el suyo, aunque sí distinguió, era martes, el camión frigorífico del matadero, que tampoco le vio a él.

Así que Eduardo se volvió al pueblo sin haber probado la merienda. No había ningún pilón en la autopista para él, ni para ningún niño más que quisiera convertirse en el contador de coches de Rivatajadilla.

De Rivatajadilla a Rivatajada se tardaba sólo, ahora, cuatro minutos y medio y, a la capital, menos de veinte, pero el pueblo se había quedado sin coches. Y Eduardo sin pilón.

Pocos meses después el abuelo Ramón murió, no se sabe si de viejo o de tan dormido como se quedó al haber tanto silencio en el pueblo.

Ahora sí, pensó Eduardo, que la autopista ya no servía para nada.

fin

domingo, abril 16, 2006

El tiovivo mágico

El parque de atracciones estaba lleno de niños cuando Beatriz llegó con su hermano Daniel, de la mano de papá y mamá.

Igual que todas las veces, sus padres les habían dicho que sólo se podrían montar en tres o cuatro cosas y que estaba prohibido subirse a la “montaña rusa” porque era muy peligrosa.

Daniel sólo quería montarse en la “montaña rusa” y siempre agarraba una pataleta y siempre su padre se enfadaba con él y le decía que esa era la última vez que le llevaba al parque de atracciones. Siempre se le terminaba pasando cuando su madre le prometía que le dejaría montarse cuando cumpliera diez años, aunque a Daniel le parecía que para eso faltaba todavía una eternidad.

Para Beatriz todo esto era una pesadez. No podían empezar a pasárselo bien hasta que Daniel no acababa de llorar. Era un verdadero pesado y además a ella le daba lo mismo porque la que más le gustaba de todas las atracciones del parque era el tiovivo, que a Daniel, sin embargo, le parecía un aburrimiento.

Y aquí venía la siguiente pelea:

-De eso nada -decía él-. Lo primero a los coches de choque. Yo en los caballitos no me monto porque sólo dan vueltas y más vueltas.
-Siempre te tienes que salir con la tuya -le replicaba Beatriz-. Los coches de choque sí que son una bobada: Ahí, a hacer el borrico y a darte trompicones con todo el mundo.
-Mamá -lloriqueaba otra vez Daniel-, dile a Beatriz que no sea marimandona. ¡Siempre tiene que salirse con la suya!
-Está bien, niños -dijo por fin el padre-. Dejad ya de pelearos. No volveremos al parque si no os ponéis inmediatamente de acuerdo.

Pero no era preocupante su actitud. Siempre lo decía, siempre era igual.

Montaron en los coches de choque. Ya eran amigos otra vez Beatriz y Daniel. Montaron en el tren de la bruja, a pesar de que a Beatriz le parecía una cosa de niños muy pequeños. Montaron en el látigo. Comieron algodón dulce y, por fin, montaron en el tiovivo.

Los caballitos eran la atracción favorita de Beatriz y ella sabía bien por qué. Intentó convencer a su hermano para que se montara en un precioso caballo negro, que se llamaba “Furia” -claro- y que tenía un sombrero y dos pistolas para poder jugar, pero él prefirió una “Harley Davidson(1)
” que tenía un casco integral. Ella sí lo hizo. Se montó en el caballo más bonito de todo el carrusel, uno de color canela con largas crines blancas como la cola, que no tenía pistolas, pero sí un precioso sombrero plateado. El caballito no tenía nombre, pero sí una “b” mayúscula en el lomo, que ella sabía perfectamente lo que significaba. A pesar de todo le llamaría “Veloz”, como había oído nombrar a otros en la televisión.

(1) Potente moto de fabricación norteamericana, sueño de todos los niños a partir de cierta edad y de casi todos los adultos hasta que se casan y su cónyuge les convence de que es mucho mejor una Vespa con sidecar.

Sonó la sirena. Pronto la maquinaria se pondría en funcionamiento y “Veloz” empezaría a subir y a bajar en su viaje alucinante hacia el país donde todo es posible. Y así fue.

“Veloz” empezó con su trote elegante el camino mágico. Primero un par de vueltas al paso, con los saludos a papá y a mamá que estaban abajo (nunca querían montarse con ellos), sentados en un banco con cara de aburridos. Después al trote. ¡No había caballo que se le pareciera!. Y, de repente, a galope tendido cabalgando por una llanura inmensa de arena y matorrales que conducía al valle. Daniel la seguía a toda velocidad, aunque muy despistado en su potente motocicleta. Sus padres estaban abajo del todo, casi no se les distinguía ya, ahora con cara de susto en lugar de aquella de aburrimiento de sólo unas vueltas atrás.

La moto de Daniel levantaba un polvo de muchísimo cuidado, pero “Veloz”, a pesar de la galopada tremenda, solamente levantaba muy poquito. Así de elegante era.

-Te lo dije -le recriminó Beatriz-. Debiste coger un caballo elegante, en lugar de esa moto ruidosísima que llevas.
-Tonterías -replicó él con mucha seguridad-. Esto sí que es una “máquina”.
-El valle está a muy pocos kilómetros de aquí -dijo ella a voz en grito para superar el ruido de la moto-. Desde allí podremos ver el espectáculo estupendo del país donde todo es posible. A ver si allí cambias de opinión y alguien te presta un caballo como está mandado.

Un estrecho cañón(2), por el que tuvieron que pasar uno detrás de otro, abría paso a una pradera tan verde que casi hacía daño a la vista, surcada por un ancho río de agua clarísima. Era fabuloso. Daniel y Beatriz pusieron pie a tierra(3). “Veloz” se fue derecho a abrevar mientras Daniel sacaba la pata de cabra(4) a su moto para que descansara.

(2) Un “cañón” es, además de un arma muy mortal de la que mejor no hablar, un paso entre montañas de difícil acceso.
(3) Como su propio nombre indica, poner pie a tierra es bajarse uno de donde esté subido.
(4) La pata de cabra es la sujeción de la moto para que se mantenga de pie cuando nadie está encima de ella.

-No escapará ¿verdad? -preguntó el hermano.
-¡No! -dijo ella-. Es un caballo dócil y fiel. Volverá con nosotros en cuanto esté repuesto.
-¿Quién vive aquí?
-Este es el mundo mágico de los cuentos -explicó Beatriz al incrédulo Daniel-. Aquí viven los osos de peluche, los trenes de pilas, las muñecas de china y los soldaditos de plomo cuando pasan a la reserva activa(5), o sea, cuando ya no llevan armas. Viven las hadas, las ranas que se van a convertir en príncipes y los pájaros que habitan los bosques encantados. Duermen las bellas durmientes, los genios de las lámparas y los muñecos dormilones. Por eso, precisamente, es mejor llegar a caballo que en esas ruidosas motos que tanto te gustan.

(5) Reserva activa es la situación a la que pasan los militares cuando, por la edad u otras circunstancias, ya no tienen que ir al cuartel.

Beatriz cogió a su hermano de la mano y empezó a enseñarle los sitios en los que vivían todos los personajes fantásticos.

-Buenos días -saludó a los tres cerditos que aún discutían sobre cómo hacerse la casa-. Hola -dijo después a seis de los siete enanitos-. ¿Dónde os habéis dejado a Gruñón?
-Estaba por ahí, peleándose con Grethel por una teja de chocolate de la casa de la bruja -contestó uno de ellos que, evidentemente, no era Mudito.
-¿Ves? -dijo Beatriz a su hermano-. Aquí están todos.
-¿Podríamos visitar a los Rangers del Universo? -preguntó Daniel.
-No lo creo. No sé si vivirán aquí. En el valle sólo vive la gente tranquila de los cuentos... No creo que hayan llegado todavía los personajes violentos de las series de dibujos. Esos no están en los sueños dulces de los niños.

El bonito cisne en el que se había convertido el patito feo, nadaba altivo en un charco del río, en el que no dejaban meterse al rey Midas, para que no convirtiera el agua en oro líquido, que luego era muy difícil de secar.

Daniel reconoció las botas del Gato con botas pero no veía al gato. Le preguntó a Garbancito (supo que era él, porque dormía la siesta debajo de una col) y éste le contó que, seguramente, estaría haciéndole de rabiar a Tom o a Jerry, que era su actividad favorita del atardecer.

El mismísimo Lucky Luke se cruzó en el camino de los dos hermanos paseando con su caballo, Jolly Junper y su perro, Ran-Tam-Plan, que era tan bobo que todos le llamaban “Tuso”.

-¡Hola vaquero! -Saludó a Daniel con esa voz ronca que te estás imaginando-. ¿Eres tú el que ha venido con esa ruidosa moto al valle? -le preguntó.
-Sí -dijo Daniel algo tímido.
-Veo que te queda mucho por aprender -afirmó el personaje-. Anda -concedió al fin-, vuélvete con mi caballo al parque. Ya me lo traerás otra vez que vuelvas...
-Y ¿si te hace falta mientras tanto?. No sé cuando podremos volver por aquí.
-Pierde cuidado, muchacho. Jolly Jumper encontrará el camino si sabe que le llamo -contestó despreocupado Luke.

La sirena del tiovivo resonó por todo el valle.

-¡Corre! -gritó Beatriz-. Está terminado la vuelta. Monta tu caballo.

Tal y como si del Llanero Solitario se tratara, Beatriz silbó a “Veloz”, lo montó de un salto y ambos corrieron de vuelta. Volvieron a pasar por el cañón a la llanura y desde ella saltaron al tiovivo cuando casi se estaba deteniendo ya.

Otro par de vueltas al trote, una al paso y ahí estaban papá y mamá saludando con la mano y con cara de extrañados.

-¿No te habías montado tú en aquella moto? -preguntó a Daniel su padre cuando se hubieron bajado-. ¿Cómo es que estás ahora en ese caballo escuálido?
-¿Escuálido? ¡Es el mismísimo caballo de Lucky Luke! -contestó el niño completamente emocionado por la aventura y sin comprender que su padre no hubiera reconocido al jamelgo(6).
-¿Cómo? -exclamó su madre casi preocupada.
-Es una historia muy larga -replicó Beatriz antes de que su hermano metiera la pata.

(6) Caballo flaco.

Estaba segura de que, los mayores, no entenderían.


FIN

domingo, abril 02, 2006

Los OTROS niños

TEATRO PARA LEER EN LA CLASE
Acto primero


Narrador:

Al levantarse el telón, en el escenario se representa un aula con diez bancos y una mesa de profesor. En los bancos se sientan nueve niños, tres de los cuales son diferentes a los demás. La diferencia de los niños no se identifica. Da lo mismo. Es indiferente que sean gitanos, negros, pobres o chinos. Es una historia que trata de niños que, por la razón que sea, son distintos a los demás, sin más matizaciones. Casi seguro que sabréis a quienes, en concreto, me refiero.

En la escena, la profesora no ha llegado todavía y está cuidando el delegado de curso. Es Borja, el décimo actor, un niño tirando a cursi, con perdón. Borja está haciéndose el distraido y mirando de reojo a la clase.

Sandra y Luisa, sentadas al fondo, cuchichean y uno de los tres niños que son diferentes, Manuel, tira hacia Borja un avioncito de papel.

(Están sentados de la siguiente forma: En los dos primeros bancos, Borja -vacío porque está cuidando- y Pili. En los dos segundos, Elena y Alberto. En los terceros, María y Julián. En los cuartos, Manuel y Sandra y en los últimos Antonio y Luisa. Tal y como se representa en el dibujo, la fila Borja-Antonio es la más cercana al patio de butacas.)

Borja (señalando a las niñas que cuchichean):
¡Sandra estás hablando! Te he visto perfectamente. ¡Manuel a ti también te he visto! Has tirado ese avión. Os apuntaré a los dos en la pizarra.

Sandra (burlándose):
“Sandra estás hablando, te apuntaré en la pizarra”.

Manuel (también burlándose):
“Te he visto, te he visto” ¡Verás tú a la salida!

Borja:
Me estás amenazando, Manuel. Siempre tienes que ser tú. Te pongo una cruz y, que sepas, que se lo pienso contar todo a la señorita cuando venga.

Manuel (canturreando):
Chivato, acusica, la rabia te pica.

Borja:
Con que cantando ¿eh?. Pues otra cruz.

Luisa:
Esa pizarra va a parecer un cementerio antes de que llegue la “seño”.

Antonio (escondiéndose debajo de la mesa):
¡El delegado es un dictador(1)
!


(1) Un dictador es un gobernante marimandón, que no está elegido por el pueblo democráticamente, sino que ha llegado al poder por la fuerza y, como lo mantiene también por la fuerza, no le tiene que dar explicaciones a nadie de lo que hace. Por esa razón, suele hacer barbaridades muy gordas.

Borja:
¡Has sido tú Antonio!. Siempre sois los mismos. Se os va a caer el pelo.

Elena :
Crecepelos “el calvuelo”, para delegados peluqueros.

Borja (nervioso):
¡Elena, te la vas a cargar!

María:
Como no dejéis de fastidiar a Borja se va a quedar sin tiza.

Manuel:
Pero si es un acusica hombre, que escriba lo que quiera. A mí como si se opera.

María:
Ya, tú ahora te pones muy gallito, pero luego la “seño” se chiva y tu madre te pone el culo como un tomate.

Manuel:
Pues que me lo ponga, no pienso venir más a este colegio...

Elena:
Para los dolores mus-culares, calzoncillos con pedales.

Antonio:
¡Borja, dictador, trabaja de peón!.

Borja (desesperado):
Vosotros tres os las vais a ver con la señorita, ya lo veréis. Se os va a caer el pelo.

María:
¡¿Pero yo que he hecho ahora?!

Borja:
No diré ni una palabra más. Estáis avisados, os la váis a cargar.

Elena:
Que no hombre, que a ellos se le iba a caer el pelo. La que se la iba a cargar era yo ¿Es qué no te acuerdas? Yo me la cargaba y a ellos se le caía el pelo.

Borja:
Muy bien, Elena. Ahora sí que te las has ganado. Pienso decirle a la señorita todo lo que me has dicho.

Elena:
A mí me da igual. Mi padre es bombero...

Pili:
¿Y eso qué tiene que ver, lista?

Elena:
Pues que te va a pegar con la manguera en toda la cabezota, sabionda.

Pili:
Pues Borja tiene razón. Es que los españoles somos ingobernables(2)
, oye, nunca estamos de acuerdo con nada.

(2) Se dice que un pueblo es ingobernable, cuando quien lo gobierna no sabe cómo hacerlo. Parece una tontería, pero da muy buen resultado como excusa.

Sandra (a Luisa):
¿Qué ha dicho?

Luisa:
No lo sé, que somos irrefrenables, o algo así.

Sandra:
¿Y eso qué será?

Luisa:
No lo sé. Se lo habrá oído decir a su padre. Como trabaja en un banco...

Borja:
Tú no te metas, Pili, que estos no saben nada de nada. Ya les voy a enseñar yo.

Pili:
Sigue así, Borja, que lo estás haciendo muy bien.

Manuel, Antonio, Sandra y Luisa (a la vez y con burlas diversas)
Pelota, pelota. ¡Qué pelota!... Bobalicona...

Elena:
Pelotas “Pililla”, para las niñas “tontillas”.

Alberto:
Como entre la “seño” ahora nos la vamos a cargar todos.

Julián:
Me toca quedarme otra vez sin recreo. Oye tú, Borja, a ver a quien apuntas que yo no he dicho ni “mu”.

Alberto:
No, si ya veréis. Al final nos pasa como el otro día. Siempre tenemos que enfadarla cuando nos toca un examen.

Luisa:
La culpa la tiene Borja. Con un delegado así cuidando no hay manera.

Sandra:
Borjita, dimite(3)
, la clase no te admite.

(3) Dimitir es lo que deben hacer las personas que tienen un cargo cuando meten la pata o son incapaces de que las cosas les salgan bien. Es una técnica muy poco frecuente entre los mayores.
Todos los niños menos Pili y Julián (varias veces)
Borjita, dimite, la clase no te admite.
Borjita, dimite, la clase no te admite.

Narrador:
En ese momento entra la profesora a la clase. Todos están cantando y todos se dan cuenta de que entra y se callan menos Elena, que estaba vuelta hacia la clase para dirigir el “coro” y se queda cantando sóla.

Elena (que se ha quedado sola):
Borjita, dimite, la clase no te admite.

Profesora:
¡Elena!

Elena (sentándose precipitadamente):
¡Andá!

Profesora:
¿Alguien puede explicarme qué es lo que está pasando aquí?

Borja (Todavía desde la pizarra):
Yo puedo, señorita, yo puedo.

Profesora:
A ver, Borja, dime.

Borja:
Pues... En resumen, que todos menos Pili se están portando fatal.

Julián:
Y menos yo, “seño”, que no he dicho ni “mu”.

Borja:
Diga que no, señorita que sí que ha dicho “mu”. Claro que ellos tres (señalando a los tres niños distintos) son muchísimo peores.

Profesora:
Siéntate Borjita. Estoy segura de que lo has hecho muy bien.

(Borja se sienta haciendo un gesto de auto-aprobación
[4])

(4) Un gesto de auto-aprobación es lo que uno hace cuando está seguro de que ha hecho las cosas muy bien y piensa que su madre estaría orgullosa.
Elena (canturreando):
¡Chivato, acusica, la rabia te pica!

Profesora:¡Elena!

Elena:
¡Andá!

Pili (señalando a Elena):
La peor de todas, señorita, la peor de todas.

Elena (burlándose):
“La peor de todas, señorita, la peor de todas”

Luisa
¡Chivata, pelota!

Profesora:
¡Ya está bien, Luisa! Esta clase es un manicomio. Me vais a volver loca.

Julián:
Que yo no, “seño”. Que yo no he dicho ni “mu”.

Profesora:
¡Está bien, ya basta!. Esto no puede seguir así. Sois el peor curso de todos los que he tenido en mi vida. No sé que voy a hacer con vosotros. Al final la que voy a dimitir voy a ser yo: terminaré marchándome a mi casa. Eso voy a hacer: Me voy a marchar a mi casa y que os eduque otro con más paciencia.

Luisa:
No se ponga así, “seño”. Si luego no somos tan malos.

Profesora:
¿Qué no?

Elena:
Que no, “seño”. Que luego somos estupendos.

Profesora:
Bueno, no lo tengo yo tan claro. Pero ahora tendremos ocasión de comprobarlo porque hoy nos toca examen ¿A que no os acordábais?

Julián:
¡Desde luego, tiene razón Alberto. No sé como nos las apañamos siempre para terminar enfadando a la “seño” el día que toca examen!

Narrador:
La profesora reparte unos papeles de examen por los bancos. Los niños empiezan a rellenarlos en silencio. Borja, que es un empollón, se levanta enseguida y lo entrega, a continuación lo hacen Pili y Luisa. Después se levantan Manuel, Alberto y Antonio. Elena, Julián y María lo entregan a continuación y Sandra se queda con el papel haciéndose la distraída.

Profesora:
¿Sandra?

Sandra:
Dígame, señorita.

Profesora:
¿Qué le pasa a tu examen?

Sandra:
No lo sé. Deben ser estas hojas, que no se dejan rellenar. A lo mejor es que son “ingobernables”, como dice Pili.

Profesora:
¿Y no será que hoy tampoco has estudiado?

Sandra:
No, señorita, ¿cómo va a ser eso?. Si no son ingobernables, será que son irrefrenables.

Profesora:
Ya, y por eso te estás quedando la última, como siempre, porque tus hojas de examen son... ¿irrellenables?.

Pili (Canturreando):
Sandra no ha estudiado, Sandra no ha estudiado...

Elena (también canturreando):
Pili es una mema, Pili es una mema...

Profesora:
¡Elena!

Elena:
¡Andá!

Sandra (levantándose a entregar su examen):
Está bien, señorita, pero yo sigo diciendo que son estas hojas que no se dejan.

Narrador:
La “seño” se pone a corregir los exámenes. La clase se queda en silencio. Manuel y Antonio aprovechan el descuido para tirar bolas de papel a Borja y a Pili. Elena se levanta y se va para atrás a hablar con Luisa. Cuando la profesora levanta la cabeza, Elena y Luisa están cuchicheando y, como siempre, la pillan.

Profesora:
¡Elena!

Elena (corriendo a sentarse):
¡Andá!

Profesora:
Muy bien, Aquí tenéis las notas: Borja, un diez.

Borja (levantando los dos brazos):
“Chupi”

Luisa:
¡Pelota, dimisión!

Profesora:
¡Luisa!... Bueno, veamos: Pili, un nueve setenta y nueve.

Pili (muy disgustada):
¿Cómo? ¿Sólo un nueve setenta y nueve? ¡Eso no puede ser! Me van a matar en casa, ya lo verá. ¿Puedo protestar?.

Profesora:
No, Pili, no puedes. Además, no exageres, que no es para tanto.

Elena (burlándose):
¿Qué ha podido pasarme? No se lo podré contar a nadie. Esto será siempre una mancha en mi pasado...

Profesora:
¡Elena!

Elena:
¡Andá!

Profesora:
Tienes un cinco pelado, Elena: PE LA DO

Elena (levantando los dos brazos con mucha alegría):
¡Bien!

Profesora:
¿Y te alegras? ¿Te alegras de haber sacado un cinco pelado? ¡Esto es lo último!. Continúo: Manuel, Antonio y María ¿habéis copiado?.

Manuel, Antonio y María (a la vez):
No señorita.

Profesora:
Pues... es muy raro que tengáis los tres los mismos fallos, ¿no?.

Manuel, Antonio y María (a la vez):
Nosotros no hemos copiado, señorita.

Profesora:
No lo sé. Es muy raro, pero bueno, tenéis un cuatro cada uno.

María:
Y, para un cuatro... ¿Para eso vamos a copiar?.

Profesora:
No lo sé, María. Ya hablaremos de esto. A ver, sigamos: Alberto, un siete. Julián, otro siete. ¡Sandra!

Sandra:
¿Qué?

Profesora:
¡Un cero como una casa!

Sandra:
No, si ya sabía yo que me iba a coger manía al final.

Profesora:
¿Manía? Ya te daré yo a ti manía. Bueno, termino: Luisa, un seis. Ya veis, éstas han sido las notas. Así no vamos a llegar a ningún sitio. Ésta no es la peor clase que he tenido, es la peor clase de todo el colegio. ¡O del mundo!.

Alberto:
No será para tanto, digo yo.

María:
Estoy segura de que hay clases mucho peores. En mi colegio de antes sí que eran malas. Nadie aprobaba ningún examen.

Antonio:
Claro, como que no nos los ponían.

Elena:
¡Qué chupi!. Yo quiero ir a ese colegio, “seño”.

Sandra:
¡Y yo!

Manuel:
Pues yo estaba ya hasta la cocorota de ese sitio.

Pili:
Pues mi padre dice que jamás tuvisteis que salir de allí. Que no tuvisteis que venir a este colegio, porque vuestro sitio (5)
estaba en el otro.

(5) Hay personas mayores que parecen saber cual es el sitio de cada uno. Realmente no lo saben, claro, pero están tan seguros que es muy difícil convencerles de lo contrario.


Borja:
¡Desde luego!

Manuel:
¿Y cómo sabe tu padre cual es mi sitio?

Pili:
Pues porque mi padre es un señor bien importante y seguro que sabe más que el tuyo.

Manuel (burlándose):
Tiene que saber muchísimo, porque parece que sabe cual es mi sitio... ¡Que no lo sé ni yo!

Pili:
Pues ya ves, mi padre sí que lo sabe.

Profesora:
El sitio de cada uno sólo lo puede decidir cada uno, Pili. No seas obstinada(6)
.
[6] Obstinado quiere decir “cabezota”.
Sandra (a Luisa):
¿Qué le ha dicho?

Luisa:
No lo sé, que va mal peinada, creo.

Profesora:
No he dicho despeinada, he dicho obs-ti-na-da.

Borja:
Es inútil, señorita. No tienen vocabulario ninguno.

Alberto (a Julián):
Entonces ¿cómo ha quedado eso de los sitios?

Julián:
¡Jo! Alberto, no te enteras. Que ha dicho la “seño” que sólo cada uno puede decidir cual es su sitio.

Alberto:
¿Y eso que quiere decir?

Julián:
¡Ah! Eso sí que no lo sé.

Profesora:
Eso quiere decir, que os estoy oyendo, que todo el mundo tiene derecho a decidir dónde quiere estar, a qué colegio quiere ir o dónde quiere vivir y que nadie le puede imponer a nadie esas cosas.

Pili:
¿Ni siquiera mi padre?

Profesora:
No, Pili, ni siquiera tu padre.

Pili:
Pues no le va a gustar nada cuando se entere.

Antonio:
A lo mejor ya lo sabe.

Borja:
Pues a mí me ha dicho mi madre que ni se me ocurra jugar con ellos, que juegue sólo con los de mi “clase”.

Narrador:

Un inciso: Por si algún niño no se ha dado cuenta, aquí estamos hablando de otro tipo de clase, estamos hablando de clases sociales. Lo que quiere decir la madre de Borja es que sólo le deja jugar con chicos de su clase social, es decir, que no se junte con otros que sean más pobres, o de otra raza, o distintos por cualquier razón. La madre de Borja piensa que unos son superiores a los otros y por eso prohibe a su hijo jugar con los que cree que son inferiores a él. Pero María no lo entendió así, claro.

María:
¿Y qué pasa, que nosotros somos de la clase de enfrente?

Borja:
No. No es esa clase. Quiere decir que vosotros sois pobres y que no sois de nuestra “clase”.

Narrador:
Cuando está empezando esta discusión, entra en el aula el director del colegio, don Ramón, un hombre de aspecto muy cuidado(7)
y voz parsimoniosa(8). Todos los niños y la profesora se ponen de pie y saludan al “dire”.
(7) “De aspecto muy cuidado” quiere decir muy bien vestido, muy arreglado en general.(8) O sea, un señor cursi que habla despacio para parecer importante.
Todos los niños a la vez (canturreando)
Buenos días, don Ramón.

Profesora:
Buenos días, señor director.

Don Ramón (con su voz parsimoniosa):
Buenos días, niños. Podéis sentaros.

Todos (sentándose):
Gracias, don Ramón.

Don Ramón (a la profesora):
Muy bien, señorita ¿Qué tal van estos niños?

Profesora:
Pues mire usted, la clase va regular. Tengo por aquí algunos niños imposibles...

Don Ramón:
¿Y quién hablaba por aquí de “clases”?

Borja:
Yo, señor director. Era porque mi madre no me deja que juegue con niños que no son de mi “clase”.

Don Ramón:
Bueno, Borja. Y ¿cuántas “clases” de niños crees tú que hay aquí?

Borja:
Pues... Por lo menos dos. Ellos tres no son de nuestra “clase”.

Narrador:
Entonces suena el timbre del recreo. Todos los niños se ponen de pie y casi empiezan a salir corriendo, pero don Ramón les mira enfadadísimo y se quedan quietos como estatuas. Al director no le gusta nada que los niños casi salgan corriendo sin su permiso, pero al final con un gesto de la mano se lo concede. Todos salen corriendo y se quedan solos la profesora y el director.

Profesora:
Ya lo ves, Ramón, esta clase es imposible.

Don Ramón:
Es verdad, parecen muy revoltosos. Pero tú harás un buen trabajo con ellos... ¿O no?

Profesora:
¡Claro! Si malos, lo que se dice malos, no son. Pero revoltosos sí. Elena me va a matar a disgustos, Sandra no estudia nada... Pero María, Manuel y Antonio no hay manera de que entren en razón. No se amoldan a las normas del colegio... Son imposibles y además, ya lo has visto, hay muchos niños que no los admiten. Sólo crean problemas.

Don Ramón:
¿Problemas?

Profesora:
Es difícil de explicar, pero no todos los niños les quieren y algunos, incluso, les dicen que no tendrían que estar aquí, que éste no es su sitio. Estoy segura de que es lo que le oyen decir a sus padres, pero ellos lo dicen también y los otros, claro, se molestan, discuten... En fin, ya has visto como es.

Don Ramón:
Dejaremos pasar otro par de semanas a ver como van las cosas. Si no conseguimos que mejoren, es posible que tengamos que buscarles otro colegio. A lo mejor la solución es esa, que vayan a un colegio más adecuado a ellos.
Cae el telón (o se cierra, según los casos. Es el final del primer acto)

Acto segundo
Telón arriba

Narrador:
Había pasado una semana y ahora los niños jugaban en el patio del colegio, que se representa en el escenario.

Están los diez niños y la profesora con el director, que cuidan del recreo. En una esquina, Elena, Manuel, Antonio y María juegan tirándose a la pelota. En otra parte, Borja y Pili leen algo entre los dos -esos niños parece que nunca jugaban-. Alberto, Julián, Sandra y Luisa están hablando en la parte más cercana del escenario.

Este último grupo se ilumina con un foco mientras el resto del escenario se va quedando en penumbra(9)
. (Lo hacemos así para que se vea que es a estos a los que hay que prestar atención, si no, los espectadores se pueden hacer un lío).

(9) “En penumbra” quiere decir con muy poquita luz. Este efecto lo usamos para que los espectadores centren su atención en el grupo que está interviniendo. Lo haremos así durante todo este acto.
Habrá que inventar un escenario en el que se represente el patio del recreo.
No será difícil.

Sandra:
Ya lo veréis, me van a matar en casa. Después del cero patatero de la semana pasada, que menuda bronca me costó, hoy seguro que me cascan otro.

Alberto:
¿Hoy otro examen?. ¡Jo! Que rollo.

Luisa:
Vamos a tener que estudiar un poco más. Si no, al final vamos a repetir el curso.

Sandra:
Pero si es que a mí me da igual. De todas maneras no me sale nada bien. Mi madre dice que no sé hacer ni la “o” con un canuto, y eso que el dibujo de ayer me salió precioso. Mejor que a Pili, que es tan lista. Tengo unas ganas de dejar de venir al colegio ya de una vez.

María (Que ha dejado de jugar al balón y se une a la conversación):
Pues yo estoy bien contenta de poder venir a un sitio donde me enseñen cosas, aunque todavía no las haga bien. Si tú supieras lo que es no poder ir a un colegio normal, como todos los niños, seguro que no dirías eso.

Sandra:
Menuda bobada. A mí me encantaría poder levantarme a la hora que me diera la gana y poner la televisión, como si fueran vacaciones todo el año.

Julián:
Tiene que ser un chollo: Todo el día viendo los “Rangers” del Universo.

Alberto:
Pues a mí me parece que no. ¿Dónde conoceríamos a los amigos?

María:
Y más cosas: Mi madre y mi abuela y mis tías y todas las mujeres de mi familia se han dedicado siempre a hacer las cosas de casa mientras que los hombres salían a buscar de comer. Yo no quiero tener que pasarme la vida haciendo las cosas de la casa y esperando a un hombre, sea el que sea.

Sandra:
¡Qué cosas! Mi madre también se pasa la vida fregando como una loca y sí que ha ido al colegio.

Julián:
Pues mi madre sí que trabaja y está hasta la coronilla. Se pasa la vida buscando la forma de dejar de trabajar para no madrugar. Y yo estoy deseando que la encuentre. Seguro que se le pasarían esas malas pulgas que tiene siempre.

Alberto:
En mi casa pasa igual, pero yo casi nunca les veo. Así que no sé si quieren dejar de trabajar o no.

Luisa:
Pues igual que en la mía. Es un rollo: Trabaja tanto todo el mundo que yo no veo a nadie en todo el día. Cuando me levanto, sólo está mi padre metiéndome prisa porque no llego a tiempo al cole y, cuando me acuesto, sólo esta mi madre metiéndome prisa porque, si no me duermo, mañana no voy a llegar a tiempo al cole. El caso es que solamente hay gente metiéndome prisa porque no voy a llegar a tiempo. Lo que yo digo, es un rollo.

María:
No os quejéis. Vosotros lleváis zapatos limpios y camisas nuevas.

Sandra:
Yo sigo diciendo que venir a la escuela es un tostón.

María:
Pues yo quiero que mis hijos también lleven zapatos limpios y camisas nuevas cada curso, como vosotros y salir por las mañanas a trabajar, como vuestras madres para poder mantener a mi gente sin depender de nadie.

Narrador:

Estos siguen a su rollo pero ahora su grupo se queda en penumbra y se ilumina la parte del escenario en la que Borja y Pili están mirando un libro.

Pili:
¿De qué están hablando?

Borja:De los mayores y eso.

Pili:
¡Qué tonterías! Mi padre dice que no hay que hablar de los mayores, que ellos siempre tienen razón porque tienen “experiencia”.

Borja:
¡Desde luego! Mi padre tiene muchísima experiencia. Tiene tanta experiencia que no le debe caber ni en el armario de su cuarto. Se ha tenido que comprar un ordenador para guardarla, así que fíjate. A mí me ha dicho que, cuando ya tenga más experiencia, me dejará guardarla también en su ordenador.

Pili:
Mi padre no sé si tendrá tanta, la verdad.

Borja:
Hombre, pues... no creo. Ten en cuenta que mi padre es “agente comercial colegiado(10)
” y eso... da mucha experiencia.
(10) “Agente comercial colegiado” es vendedor.
Pili:
Ya lo creo, ya. Eso debe dar muchísima. Oye y para ser azafata ¿hará falta tener toda esa experiencia?.

Borja:
Pues no lo sé. Supongo que tanta no.

Pili (aliviada(11)
):
Pues menos mal, porque no sé de donde la iba a sacar. Desde luego, los mayores tienen mucha experiencia.
(11) Eso quiere decir mucho más tranquila.
Borja:
Por eso, como tienen tanta experiencia, es por lo que saben que esos tres no son de nuestra “clase”. Se lo pregunté a mi padre el otro día y bien claro que me lo dijo. Que las cosas son como son aunque yo no las entienda y que las malas influencias no traen más que complicaciones.

Pili:
Pues a mí me dijo mi madre que están haciendo todo lo que pueden para que se los lleven a otro colegio. Y también me lo explicó bien claro. Ella dice que si pones tres manzanas podridas en un cesto de manzanas que no están podridas, las tres manzanas malas terminan contagiando a las sanas y al final se pudren todas las manzanas del cesto. ¿Lo entiendes?


Borja (muy seguro):
¡Desde luego que lo entiendo!

Pili:
Pues hijo, menos mal, porque a mí me costó un buen rato.

Borja:
Pues quiere decir que no hay que poner manzanas podridas con manzanas sanas y que nosotros somos las manzanas sanas y ellos las podridas. Y por eso quieren que las saquen del cesto, o sea, del colegio.

Pili:
Sí. Algo así me había imaginado yo. Pero no le hice mucho caso. Como a mi padre le ha entrado la manía de decirme que no voy a llegar a ningún sitio. Y eso que soy la segunda de la clase, que si no... ¡Hasta mi madre dice que no sé ni dibujar! Con lo bonitos que le salen los dibujos a Sandra... Me da una envidia.

Narrador:

Este grupo se oscurece y se ilumina el tercero, donde Antonio, Elena y Manuel estaban jugando a la pelota.

Antonio:
Seguro que me vuelve a tocar salir a la pizarra y hago otra vez el ridículo.

Manuel:
Pues no sé por qué tienes que hacer el ridículo. Tú di lo que sepas y ya está.

Antonio:
Ya. Para que se rían.

Manuel:
Pues a la salida les esperamos y les damos una paliza.

Elena:
Que borriquísimo eres, Manuel. No puedes ir zurrando por ahí a todo el que se ríe.

Antonio:
Pues en mi barrio de mí no se ríe nadie. No sé porque se van a reír aquí.

Elena:
¿Y quién se ríe?

Antonio:
Pues... Todos.

Elena:
Pues es mejor no hacer ni caso que estar todo el día a mamporro limpio. Además, si no quieres que se rían, pues apréndetelo.

Antonio:
También hay muchos días que no te lo sabes tú, lista.

Elena:
Ya. Pero a mí no me importa que se rían. Más me río yo.

Manuel:
En eso tiene razón ella.

Elena:
Que no hay que hacer caso, hombre. Además, vosotros lleváis mucho menos tiempo en el colegio, es normal que todavía no os lo sepáis todo. El otro día oí a la “seño” decir que, como todavía llevabais poco tiempo, teníais una laguna(
12) y que por eso ibais más retrasados. Aunque la verdad es que no sé a qué laguna se referiría.
(12) Tener una laguna, en este caso, quiere decir que hay algunas cosas de atrás que no se han aprendido. Es muy difícil aprender lo siguiente si lo de atrás no se sabe muy bien.
Antonio:
Como no sea al pedazo de charco que hay en la puerta de mi casa.

Manuel:
¡Hombre!. No sería a ese.

Antonio:
No, no sería.

Manuel (a Antonio):
De todas maneras tienes razón. A mí, a veces, también me da corte. Y con esa manía que nos han cogido... Estoy seguro de que están deseando echarnos de aquí y si , encima, les damos motivos...

Narrador:

Estos siguen hablando. El grupo se queda en penumbra y se iluminan don Ramón y la profesora, que están paseando, ahora, por el borde del escenario y hablando de sus cosas.

Don Ramón:
Algunos padres han escrito cartas protestando por tener en el colegio a Manuel, a Antonio y a María. Dicen que son una mala influencia para sus hijos y que el Ministerio debería encontrar otro sitio para ellos.

Profesora:
Algunos días no me extraña, porque son malísimos. Pero yo creo que, poco a poco se van aclimatando(
13). Podríamos dejar pasar otro par de semanas. Si no hacen ninguna trastada más, es posible que no haya que echarles. Sería una pena...
(13)Aclimatarse es acostumbrarse a nuevas situaciones, a nueva gente, etcétera.
Don Ramón:
Sí. A mí también me parece una pena. Pero hay poco tiempo. La verdad es que los padres se están poniendo nerviosos y si no hacemos nada, serán ellos los que escriban directamente al Ministerio y, al final, tendremos un problema.

Profesora:
Pero fíjese: María, por ejemplo, está contentísima de poder venir a este colegio. Dice que aquí aprende mucho más que en sitio al que iba antes y le encanta aprender. Sigo diciendo que sería una pena.

Don Ramón:
Nos han puesto en una situación muy embarazosa(
14). Además de ser malos estudiantes, ya ve los muchísimos problemas que nos están creando.

(14) Eso es una situación comprometida, o sea, complicada.

Profesora:
Interés no les falta.

Don Ramón:
Ya. Pero eso ahora no es suficiente.

Narrador:

Todo el escenario se ilumina. Pili se levanta de donde estaba sentada con Borja y se acerca a la puerta de la clase procurando que nadie se de cuenta. En ese momento todas las luces se apagan y suena el timbre del recreo.

Cuando se enciende la luz en el escenario vuelve a aparecer el aula, tal y como estaba durante el primer acto. Fuera, se ve por una ventana del fondo a los niños poniéndose en fila. Pili entra en escena antes que los demás. Se dirige con mucho sigilo(
15) a la mesa de la profesora y revuelve sus papeles. Coge uno de ellos y lo mira con mucha atención. Manuel entra en ese momento, sin que ella se dé cuenta. La ve, pero no dice nada y sale. Pili coge el papel, lo dobla, se lo guarda debajo del jersey y sale también.
(15) Con mucho cuidado para no ser oída.
Al momento todos los niños empiezan a entrar ordenadamente en clase y se van a sus sitios. Antes de que llegue la “seño”, Pili saca el papel que ha cogido de la mesa y lo guarda en la cartera.

Enseguida entra la profesora también. Se detiene extrañada frente a su mesa. Se da cuenta de que alguien ha tocado sus papeles que están muy revueltos y se enfada una barbaridad.

Profesora:
¡Pero bueno! ¡Alguien ha estado revolviendo mi mesa!. Estos papeles estaban muy bien ordenados. Eso quiere decir que alguno de vosotros ha mirado el examen que iba a poner hoy, estoy segura. El que haya sido lo ha hecho para aprobar sin haber estudiado.

Pili:
Yo no he sido, señorita, se lo aseguro.

Julián y Alberto (a la vez):
Ni yo.

Profesora:
Pues alguien ha tenido que ser. Estos papeles no se revuelven solos.

Elena:
¿Y no ha podido ser, por ejemplo, el viento?

Profesora:
No tiene gracia, Elena. Esto es mucho más serio de lo que parece.

Elena:
Si yo no digo que no sea serio, lo que digo es que a lo mejor ha sido el viento.

Profesora:
Desde luego que no ha sido el viento. El que haya sido tendrá que decirlo. Si no llamaré al director y que él lo resuelva.

Borja:
Ha sido Manuel. Yo le he visto entrar en clase a la hora del recreo.

Manuel:
Yo no he sido, señorita. Y a ti, Borjita, te voy a dar un mamporro a la salida que verás.

Profesora:
Manuel ¿Has sido tú?.

Manuel:
No, señorita. Yo no hago esas cosas.

Profesora:
Pero ¿has entrado en clase a la hora del recreo?

Manuel:
Sí.

Profesora:
Y ¿Cómo explicas eso?

(Manuel se calla y agacha la cabeza)

María:
Manuel no es capaz de hacer eso. Yo lo sé.

Profesora:
Pero Borja le ha visto entrar en la clase cuando no había nadie.

Antonio:
Cualquiera entra en clase durante el recreo, eso no quiere decir nada.

Profesora:
¿Cómo que no quiere decir nada? Quiere decir que ha podido coger los exámenes y mirarlos. Está visto que esto sólo hay una manera de resolverlo: Voy a buscar a don Ramón.

Narrador:
Entonces, la profesora sale de clase. Las luces del escenario se apagan y quedan iluminados Manuel y Pili para que el público vea que la conversa
ción sólo la oyen ellos dos. Es como si todos los demás se durmieran un momentito y sólo ellos se quedaran despiertos.

Manuel:
Pili, sé que has sido tú, te he visto mirando en la mesa de la señorita. Díselo antes de que se líe más gorda.

Pili:
Tú no me has visto. Además, aunque me hayas visto y te chives no te va a creer nadie. Tú eres de otra “clase”, eres una manzana podrida. Nadie te creerá.

Manuel:
Yo no voy a chivarme. En mi barrio los chicos no se chivan unos de otros. Pero te he visto. Querías sacar un diez, como Borja, porque la semana pasada sacaste menos.

Pili:
Yo no he mirado ningún examen. Me da igual que pienses lo que quieras. Nadie te va a creer.

Narrador:

Ahora se encienden todas las luces y entran en clase la profesora y don Ramón.

Profesora:
Bueno niños. Aquí está el director. Si no aparece el culpable don Ramón tomará medidas.

Borja:
Estoy seguro de que ha sido Manuel, señor director.

Don Ramón:
Manuel ¿tienes algo que decir?

Manuel:
Sí: Que yo no he sido.

Elena:
Pero qué manía le ha entrado a todo el mundo con que ha sido Manuel. Nadie le ha visto hacerlo.

Profesora:
Pero Borja le ha visto entrar en clase durante el recreo y él no lo niega.

Don Ramón:
¿Lo niegas Manuel?

Manuel:
Que si niego ¿qué?.

Profesora:
Que has entrado en la clase cuando no había nadie.

Manuel:
He entrado en la clase, pero sí que había alguien.

Profesora y don Ramón (A la vez):
¿Quién?

Manuel:
Yo no me chivo. Chivarse es de cobardicas.

Antonio y María:
No se va a chivar, señorita.

María (sola):
Nosotros no somos chivatos.

Pili:
¿Lo veis? No dice quien porque no había nadie. Se lo está inventando para que no le echen la culpa a él.

Manuel (muy enfadado):
¡Eso es mentira!. No lo digo porque yo no soy un chivato. En mi barrio, a los que se chivan, les dan una paliza.

Narrador:

El escenario se vuelve a quedar a oscuras y solo se iluminan los dos de antes, otra vez para mantener una conversación entre ellos solos.

Manuel (sigue):
Pili, te la vas a cargar. Como me hagas esto me van a echar del colegio. Y seguro que a mis dos “primos” les echan también por tu culpa.

Pili:
¿Y qué quieres?, ¿qué me echen a mí?

Manuel:
¡Pero si has sido tú!. Te he visto mirar en la mesa durante el recreo, antes de entrar.

Pili:
Eso es mentira. Yo no he mirado ningún examen. Además, a mí nadie me ha visto entrar durante el recreo y a ti sí.

Manuel:
Te he visto yo y, sobre todo, te has visto tú.

Narrador:

Y ahora es Pili la que agacha la cabeza. Enseguida, todo el escenario se queda a oscuras y, con todo apagado, empiezan a hablar los niños.

Voz de Luisa, en off(
16) (mientras el escenario se ilumina lentamente):
(16) “Off” es una palabra inglesa que significa “fuera”. Una voz en off, es una voz que se escucha de alguien que está fuera del escenario, es decir a quien el público no ve. También se usa en el cine y en la televisión, es la voz del que cuenta la historia pero que no aparece en la pantalla.
Esta historia podría haber tenido muchos finales. El más normal es que Pili nunca confesara y los mayores desconfiaran de Manuel, porque era diferente (porque era más pobre), y le expulsaran del colegio.

(Mientras se oye la voz: El director mira a Manuel y señala con el dedo la puerta de la calle. Manuel sale de clase escenificando que le expulsan.)

Voz de Pili, en off:
Si hubieran echado a Manuel, seguro que María y Antonio, se hubieran ido con él (a eso llaman “solidaridad(17)
”). A ellos nunca les hubieran admitido en ningún otro colegio, ni siquiera interno y nunca hubieran tenido oportunidad de tener una buena educación.
(17) Esta palabra es mucho más difícil de explicar, pero, seguramente, es la más importante de toda la obra. Será mejor que le preguntéis a la “seño” o a mamá y a papá. Seguro que ellos os lo cuentan mucho mejor que yo.
(Mientras se oye la voz: Salen del aula Antonio y María.)

Voz de Borja, en off:
La verdad es que esta historia se ha complicado un poco, tenemos que buscar la forma de que esto no acabe tan mal.

Voz de Alberto, en off:
También hubiera podido pasar que Pili dijera la verdad y, entonces, la expulsaran a ella. Los padres de Pili le hubieran dado una paliza y la hubieran metido en un colegio interno o alguna barbaridad por el estilo.

(Mientras se oye la voz: Manuel, Antonio y María vuelven marcha atrás -como en el cine- y Pili levanta la mano. El director la mira y señala con el dedo la puerta de la calle. Pili sale.)

Voz de Julián, en off:
Esta historia todavía es muy triste. Los cuentos para niños tienen que terminar bien. Si no nos gustan mucho menos.

Voz de Antonio, en off:
Probemos este final, a ver si os gusta más.

Narrador:

El escenario se vuelve a apagar de pronto, entra Pili y se vuelve a iluminar. Los actores van a intentar un final que nos guste más a todos.

Pili:
Manuel dice la verdad.


Don Ramón:
¿Dice la verdad, Pili?

Pili:
Sí.

Profesora:
¿Y tú cómo lo sabes?


Pili:
Porque he sido yo la que he revuelto los papeles de encima de la mesa.

Don Ramón:
Entonces ¿has sido tú la que ha querido copiar?

Pili:
No señor director. Yo no he mirado el examen. Sólo quería coger una cosa.

Profesora:
¿Qué había en mi mesa que te interesara, Pili?

Pili (sacando de la carpeta el papel que había guardado antes):
Es el dibujo que hizo Sandra ayer. Le quedó tan bonito que lo quería copiar para llevárselo a mi madre. Ella está empeñada en que no sé pintar y este le hubiera encantado.

Narrador:
Se apagan otra vez todas las luces, cualquiera diría que se funden los plomos. Dos focos iluminan ahora a Pili y a Manuel que se han colocado al borde del escenario -con mucho cuidado para no caerse al patio de butacas-. Este sí que es el final:

Pili:
Manuel... ¿Me perdonas?

Manuel:
Claro que sí, tonta. En mi barrio los chicos enseguida olvidamos.

Pili:
¿Sabes? Estoy segura de que no eres una manzana podrida.

Manuel:
¡Qué manía te ha entrado con eso de las manzanas, hija! ¿Cómo voy a ser yo una manzana?

Narrador:

Y se apaga otra vez el escenario y, enseguida, se vuelve a encender. Todos los actores están en fila de frente al público. Como a todo el mundo le ha encantado la función, aplauden como locos. El padre de alguno de los actores grita ¡bravo! y alguna madre echa una lagrimilla porque su hija ha estado “enorme”

Telón ( y fin de la obra)

Nota del autor: Si, por casualidad, el público siguiera aplaudiendo, el telón se puede volver a subir y pueden aparecer otra vez los actores a saludar. No pasa siempre, pero si ocurre, querrá decir que la función ha sido todo un éxito.

domingo, marzo 12, 2006

El cinturón de Orión

Cuando Merceditas hubo cumplido diez años, supo que ya era una niña mayor.

El mismo día de su cumpleaños, que era en invierno, se separó un momento de sus padres en el parque para estar un ratito sola y poder pensar en sus cosas. Se sentó en un banco que había en una especie de placita muy recogida.

Se encontraba estupendamente allí sola, sobre todo porque sabía que sus padres la esperarían en el quiosco de Manolo, que estaba también en el parque y que, cuando ella llegara, le dejarían tomarse un enorme chocolate con bizcocho.

Entonces miró hacia arriba y descubrió tres estrellas que estaban juntas, en fila, mucho más brillantes que todas las demás.

“¡Son preciosas!” pensó. Y pensó también que, seguro, tendrían la propiedad de conceder deseos a las niñas mayores que las descubrían entre todas las estrellas del firmamento, es decir, a las niñas como ella.


Merceditas cerró fuerte fuerte los ojos y pidió su deseo.

(Lo contaré porque de esto hace ya mucho tiempo. De otro modo, si lo contara, el deseo no se cumpliría, porque todo el mundo sabe que los deseos que se piden, si se cuentan, no se cumplen.)

Pidió Merceditas a las tres estrellas que su hermano José Manuel (que estaba aquejado de una enfermedad muy peligrosa y muy común en aquellos tiempos), se curara enseguida y pudiera andar cuando fuera mayor.

Pocos meses después, José Manuel fue sometido a una larguísima operación de la que salió estupendamente. Todos los médicos lo celebraron mucho porque la operación había sido un éxito y su madre le regaló al cirujano un jamón de pata negra. Pero Merceditas sabía que la operación había salido bien porque sus tres estrellas le habían concedido el deseo que les había pedido. Su hermano podría andar cuando fuera mayor gracias a ellas.

Como nada podrían hacer aquellas tres estrellas con un jamón de pata negra, ella les regaló una sonrisa de esas enormes que sólo te salen cuando ha pasado algo realmente extraordinario y les prometió visitarlas siempre que pudiera, desde ese mismo banco de la placita del parque.

Desde entonces, Merceditas hizo muchas visitas a aquel banco.

Después aprendió a encontrar a su trío de estrellas desde cualquier punto del Globo en el que se encontrara. Las vio desde Italia, desde Alcalá del Júcar, desde del mismo centro de París, desde Logroño... Le hicieron compañía mientras estudiaba en el colegio de Albacete, en el instituto y en Alicante cuando estuvo en la Universidad.

Ella siempre pidiéndoles cosas y cada vez eran más difíciles.

Es verdad que algunas se las concedían y otras no. Las tres estrellas de la suerte no eran más que tres estrellas. Pero eran las suyas. Y nunca se enfadó con ellas aunque no le hicieran caso. También es verdad que, siempre que había deseado algo mucho mucho, sus tres estrellas le habían hecho caso. (Eso debe ser porque cuando uno quiere algo mucho mucho, casi siempre lo consigue).

Merceditas nunca se sintió sola desde aquel descubrimiento. Ni siquiera las noches de luna llena, en las que la luz oculta hasta los astros más brillantes, ni esas otras tan oscuras que no se ve nada en el cielo. Nunca se sintió sola porque sabía que, brillaran o no, cada noche estaban ahí para ella. Para ella y para todos los niños que también las hubieran descubierto porque, si algo tienen de bueno las estrellas, es que se pueden compartir con todos sin que dejen de ser absolutamente tuyas (como tantas cosas que, sin embargo, nos empeñamos en poseer en exclusiva).

Años después, cuando Merceditas era ya una afamada cardióloga de un importante hospital y ya comprendía que las cosas pequeñas pueden ser de cada uno, pero que las grandes son de todos, cayó en sus manos por casualidad un extraño manuscrito, escrito con lapicero, probablemente de un sobrino despistado que se lo habría dejado encima de la mesa del comedor.

Allí, en un dibujo que parecía no tener sentido, descubrió, perfectamente alineadas, sus tres estrellas y, sobre ellas, un rótulo en letras muy pequeñas: “el Cinturón de Orión”.


Manuscrito hallado por Merceditas por casualidad

sábado, marzo 11, 2006

La calle de los artistas

Nota editorial: También los dibujos de este cuento, son de mis hermanas Mariquilla y Maripepa. ¡¡Y molan!!
Después de dormir la siesta, Andrea siempre se bajaba a la calle.

Estaba de vacaciones en un pueblo no muy pequeño de la orilla del Mediterráneo. Era un pueblo que no estaba mal porque todavía no lo habían llenado de rascacielos, aunque ya no era un pueblecito pequeño de pescadores, como lo era cuando los padres de Andrea y Andrés empezaron a pasar allí los veranos.

Andrea y Andrés pasaban toda la mañana en la playa haciendo castillos de arena, aprendiendo a nadar y jugando con las olas. Después de comer, su padre les obligaba a dormir la siesta porque decía que el agua cansaba muchísimo. Por la tarde, lo primero que Andrea hacía era bajarse: Se lavaba la cara (los dientes se los lavaba siempre después de comer), se ponía guapa y se iba a pasear por la calle de los artistas.

La calle de los artistas era una calle empedrada por la que no podían pasar coches. A eso de las seis de la tarde, empezaban a montar sus quioscos la gente que vive de vender las cosas que sabe hacer, eso, los artistas, a los que muchos (casi todos) llaman los “hippys”(1)
.

(1) Es una palabra inglesa que se pronuncia “Gipi” y que hace referencia a un movimiento de los años sesenta. Hoy, más o menos, se definiría como “pasota”.

Andrea tenía ya cinco amigos artistas, que era a los primeros a los que iba a ver cada tarde.

Uno era el pintor, el primero al que conoció. Una vez le hizo una caricatura(2)
en la que se parecía a Celia Cruz(3) y desde entonces, todos los días le hacía un dibujo. En unos parecía gorda, en otros delgada, unas veces con más mofletes que Louis Armstrong(4), otras con trenzas, unas veces birola y otras con la lengua fuera, pero siempre era ella misma. A Andrea le encantaban y Jimmy, que así se llamaba el pintor que era extranjero, se los hacía en un momento. Se los hacía tan deprisa que algunas veces, cuando Andrea llegaba a verle ya se lo había terminado. Cada uno era más divertido que el anterior.

(2) Dibujo de la cara que pronuncia mucho las facciones más graciosas y suele quedar muy cómico.
(3) Cantante cubana, negra, que canta muy bien, pero es un poco fea.
(4)Trompetista muy famoso, también negro y también feo, que cuando tocaba la trompeta se le hinchaban tanto los mofletes que parecía que le iban a reventar.

Jimmy le pidió permiso a Andrea para poner como reclamo(5) uno en el que le había salido igual que Felipe González. En ese estaba realmente graciosa y, como era un secreto, sus padres cuando lo veían se quedaban parados mirándolo sin saber muy bien si era Andrea o era el mismísimo presidente del Gobierno.

(5) Un reclamo es cualquier cosa que se utiliza para atraer la atención de los demás sobre algo.


Andrea ya tenía más de once dibujos de ella misma. Le había hecho prometer a su padre que le dejaría ponerlos en su habitación cuando volvieran a casa después del verano. Había pensado que tendría que llevarle a su hermano, porque no le parecía bien tener ella tantos dibujos y Andrés ninguno. De todas formas, como eran tan parecidos los dos, tampoco le importaría regalarle alguno a él. Las caricaturas tienen eso, nadie notaría si era uno o era la otra.

El segundo artista que conoció era un miniaturista(6)
. Don Vicente era realmente un artista. Era capaz de escribir las tablas de multiplicar en la cabeza de un alfiler.

(6) Miniaturista es un señor que se dedica a hacer cosas muy artísticas y muy pepeñas, esto es, en miniatura.

Don Vicente era un hombre muy mayor y muy sabio, aunque decía cosas que Andrea no siempre entendía. Tampoco entendía, al principio, que se empeñara en hacer las cosas tan pequeñas, cuando si las hacía más grandes todo el mundo las podría ver mejor.

Tenía un puesto pequeño con un extraño aparato para hacer miniaturas. Andrea se quedaba mucho rato mirándole trabajar. Era cuidadosísimo. Lo hacía todo muy despacio y su trabajo había que mirarlo a través de una lupa gigante que tenía instalada delante del puesto para que la gente pudiera ver lo que hacía.

A Andrea le dibujó su nombre con letras preciosas en un piedrecita negra muy brillante que se había encontrado en la playa y, debajo, le escribió una frase que no sabía muy bien lo que quería
decir. Debajo de su nombre había escrito: “áltera manu fert lápidem, panem ostentat áltera”. Por detrás, en letras también muy pequeñas, podía leerse: “En una mano lleva la piedra, y con la otra nuestra el pan” -Plauto-. Le dijo don Vicente que la frase que había escrito debajo de su nombre estaba en latín y que por detrás estaba la traducción al castellano. Como también le había dicho que ya lo entendería cuando fuera mayor -como tantas veces dicen los mayores cuando no saben explicar las cosas bien-, Andrea no le había dado más importancia, aunque sí había comprendido que debía guardar esa piedra como un tesoro, porque contenía un mensaje para cuando ella creciera.

Conocía también a un joven muy raro, con pinta de ser muy pobre, que tenía un puesto con objetos de alambre que él mismo fabricaba. Con alambre hacía jaulas para pájaros, pulseras con el nombre de quien se la encargaba, cajitas de corcho con rejas para grillos, cestos, veleros, bicicletas y broches de muy distintas formas. Rodolfo, que así se llamaba el dueño del puesto, trabajaba el alambre con una especie de alicates con las puntas redondeadas. Con esa herramienta lo retorcía y, con las propias manos, conseguía moldearlo hasta darle la forma que quería. Era fantástico verle hacerlo, pero muy poca gente le compraba sus objetos. A juzgar por las ropas viejas que llevaba y la cara delgada delgada que tenía, debía ganar muy poco dinero.

El personaje más extraño de toda la calle de los artistas era el vendedor de cuentos olorosos. No se podía saber si era joven o viejo. Vestía rarísimo y tenía muy largos los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Su puesto estaba lleno de cuentos y de pequeños frascos de esencias. Con ellas conseguía que, cada cuento, oliera a lo que tenía que oler. Así, si un libro contaba como una pastelera hacía sus pasteles, al abrirlo despedía tal olor a riquísimos bollos de crema que los que paseaban por los alrededores se paraban y miraban por todas partes buscando la panadería, para comprarse uno igual. Pero si abrías un cuento de niños que se perdían en el bosque, toda la calle olía a flores silvestres, a ríos y a la humedad del otoño en las piedras mohosas(7)
.

(7) El moho es esa planta de color verde que crece en las piedras húmedas.

Damián era, en realidad, un fabricante de cuentos mágicos, pero no podía venderlos porque no todos los niños sabían utilizarlos. Por eso se dedicaba sólo a los cuentos con olor. Aparentemente era muy sencillo. Damián mezclaba el contenido de sus frasquitos de esencias con mucha facilidad y echaba sólo unas gotas en las páginas del libro. A veces, en un solo libro ponía cinco y hasta seis olores distintos, según la historia iba contando unas u otras aventuras. Sólo había un olor que decía que no se podía utilizar: Era el olor de la ciudad. Damián decía que tenía “propiedades” y que utilizarlo era muy peligroso. Por eso, siempre que los cuentos trataban sobre las cosas que suceden en una ciudad, los libros olían a nada. Según decía el fabricante, ese, el olor a nada, era el más difícil de conseguir.

Andrea no entendía por qué podía resultar peligroso el olor a la ciudad. Según recordaba la suya, sólo olía al humo de los autobuses y de los coches, aunque la verdad es que nunca se había parado a pensarlo despacio. No comprendía cual era el peligro del olor a humo. Pero decía Damián que, además de ese, había que mezclar muchos más olores muy complicados y llenos de secretos.

Había también un hindú que vendía objetos de la India. Se llamaba Rasset. Rasset no llevaba turbante, ni se acostaba sobre una cama de clavos. Era un señor normal, con rasgos orientales, nacido en la India. No hablaba nada de castellano, pero sonreía con la boca y con los ojos a la vez. Mostraba con esa sonrisa las cosas preciosas de su puesto, hablando en su idioma que no se podía entender. Lo único que sabía decir bien eran los números que, según le había contado Jimmy, era lo que primero aprendían siempre los extranjeros. Lo aprendían enseguida para poder contar el dinero y dar el cambio correctamente a los turistas que les compraban cosas.

Andrea le estaba enseñando a hablar. Todos los días le enseñaba una palabra nueva. Ya sabía decir más de diez. Eran “bonito” y “barato” (palabras fundamentales para que la gente se interesara por sus cosas), “marrana” (que le había recomendado que la usara lo menos posible porque era algo ofensiva), “adorno” (para designar sus objetos), “señor” (para llamar a la gente y que se acercara a ver sus cosas), “señora” (por si los señores no se acercaban), “no” (para decir que era imposible vender eso tan barato), “sí” (para cerrar un trato), “Andrea” (para llamarla) y “viva” (para decir que estaba muy contento porque había llegado ella a visitarle).

La calle de los artistas era mucho más que un mercadillo cualquiera. Había también puestos de palomitas y de algodón dulce y otros muchos de bisutería(8)
, ropa, cosas de madera y cerámica e incluso uno o dos de juguetes. Pero, sobre todo, había artistas capaces de hacer cosas con las manos y conseguir con su trabajo dinero suficiente para comer.

(8) Colgantes, anillos, pendientes...

Andrés siempre quería estar parado en los sitos donde había juguetes. Por eso Andrea nunca se lo quería llevar con ella de paseo: Ella siempre tenía que visitar a todos sus amigos antes de ver las demás cosas de la calle.

Una tarde que Andrés no había dormido la siesta y estaba muy pesado, su madre le dijo a Andrea que se lo llevara con ella a la calle.

-No tendrás cosas tan importantes que hacer que no te pueda acompañar tu hermano, vamos, digo yo.
-Andrés es un pesado, mamá. No quiere hacer nada más que mirar los puestos de juguetes -protestó Andrea.
-¿Y qué otras cosas quieres hacer tú?
-Yo tengo que ver a Jimmy, a don Vicente, a Rodolfo, a Damián, a Rasset...
-No me gusta nada que andes por ahí hablando con todos esos desconocidos.
-Pero si no son desconocidos, mamá. Son los artistas de la calle de los artistas. Si no fuera por ellos la calle no se llamaría así. Bueno, si por Andrés fuera, se llamaría la calle de los puestos de juguetes... ¡Qué pesado!
-Bueno, pues menos tonterías y a la calle los dos -dijo la madre con tono enfadado-. O si no, ninguno de los dos. Ya me has oído.

Como era de esperar, Andrea cedió a los deseos de su madre y salió aquella tarde con su hermano a dar su paseo.

-Si te sueltas de mi mano -le dijo de muy mala gana-, vas a mamá. Y no te pares dos horas en los puestos de juguetes, que ya tienes seis años y esa es edad de empezar a pensar en cosas más importantes.
-¡Pero si es que a mí no me gustan esas cosas tan raras que te gustan a ti! -dijo Andrés imaginando que le esperaba una tarde muy aburrida.
-Está bien- dijo Andrea-. Te llevaré a que mi amigo Jimmy te haga una caricatura para que la puedas poner en tu cuarto cuando volvamos de vacaciones y, después te llevaré a conocer a Damián, a ver si tiene cuentos de olor para niños tan pequeños como tú, aunque no lo creo, la verdad.
-Pues yo no me veo tan pequeño, lista -se quejó Andrés-. Parece que tú eres una mayor. Y lo único que eres es una marimandona, para que te enteres.

Discutieron un ratito, como siempre hacían, pero Andrés no se soltó de la mano de su hermana, por si las moscas.

Jimmy le hizo una caricatura preciosa y después otra, para ponerla también de reclamo junto con esa en la que Andrea se parecía a Felipe González. Después, don Vicente rebuscó entre sus cosas y le regaló un botón con su nombre escrito en cuatro idiomas.

Todo parecía ir bien hasta entonces pero, cuando llegaron a donde siempre estaba el puesto de Rodolfo, el hueco estaba vacío. En frente, Rasset decía cosas incomprensibles muy alterado y un poco más allá, Damián estaba sentado muy triste.

-¿Qué ha pasado? ¿dónde está Rodolfo? -le preguntó Andrea.
-Ayer por la noche le levantaron el puesto. Por lo visto no tenía la licencia(9)
para poder vender. Y esta tarde no ha aparecido por aquí.
-¡Qué mala pata!. Yo quería presentarle a mi hermano Andrés.
-Bueno, no te preocupes -dijo Damián con poca convicción-. Ya se lo presentarás otro día. Seguro que pronto arregla sus papeles y vuelve con su puesto.
-Ya -dijo Andrea-, como si yo me fuera a pasar la vida presentándole a mi hermano a todo el mundo. Pero ¿por qué Rasset está tan nervioso?
-No lo sé -contestó Damián-. Desde ayer por la noche no ha hecho más que refunfuñar en su idioma tan raro. Es imposible entenderle. Ya se le pasará.
-Por cierto ¿tienes cuentos para niños tan pequeños como éste? -preguntó la niña.
-Desde luego. Mira: Te regalaré este con olor a chocolate, que trata de un niño que se comió dos tartas enteras en una fiesta de cumpleaños.
-¡Qué gracioso! -bromeó Andrea- ¿Cómo has sabido que es un glotón?

(9) La licencia es el permiso que da el Ayuntamiento para poder instalar un puesto en la calle. También hacen falta para muchas otras cosas. Si esa clase de papeles no están en regla, te pueden prohibir que hagas lo que estabas haciendo.


Damián no tuvo razón y Rodolfo tampoco estaba allí a la tarde siguiente. En su lugar había un puesto en el que un hombre muy serio vestido de traje no tenía nada para vender. Solo repartía unos papeles grises con nada escrito ni pintado y que la gente, sin embargo, cogía sin parar.

Pero esa tarde tampoco estaba allí Jimmy, ni su caballete de pintor, ni sus reclamos con ella y su hermano. Había otro hombre serio repartiendo de esos papeles grises que a todo el mundo parecían entusiasmar.

Rasset estaba todavía más nervioso. Hoy ya no refunfuñaba. Sólo miraba para todas partes desconfiado. Ya no sonreía con esa sonrisa que se le contagiaba a los ojos y no decía “bueno-barato-viva”, como Andrea le había enseñado.

Y cuando Andrea y Andrés llegaron al puesto de don Vicente, éste también lo estaba recogiendo.

-¿Qué pasa, don Vicente?. ¿Es qué ya no quiere hacer más miniaturas esta tarde?- le preguntó ella.
-No. No es eso -respondió con la voz muy triste-. Es que tengo que irme ya.
-¿También usted se va?. No lo comprendo. Jimmy y Rodolfo se han ido sin despedirse ni siquiera de mí. Y ahora usted también se va. Esto es como si fuera septiembre y tuvieran todos que volver al colegio. ¿Qué es lo que pasa? -continuó-. Seguro que en su lugar se pone otro de esos hombres tan serios a repartir papeles sin nada.
-Es posible que sí -contestó tristísimo el miniaturista-. Pero tú eres muy pequeña para entenderlo.
-Ya -cortó Andrea muy enfadada-. Ahora es cuando usted me dice que ya lo entenderé cuando sea mayor, igual que la frase de mi piedrecita, y yo me tengo que callar porque soy demasiado pequeña.
-¿Lo ves, lista? -dijo inconvenientemente Andrés- ¿Ves como no eres tan mayor como tú te creías?
-No seas panoli, Andrés, que esto es muy importante.

Mientras don Vicente terminaba de recoger su puesto, uno de esos señores vestido de traje preparaba otro puesto de papeles grises. Todas las personas que paseaban por la calle estaban detenidas, esperando a que aquel hombre montara su tenderete de papeles para poder coger más y más, aunque todos tenían ya muchos, de los que se habían repartido en los puestos que antes tenían Rodolfo y Jimmy. Cuando hubo terminado de desmontarlo dejó sus maletas en el suelo, tomó a Andrea de las dos manos y le dijo:

-Andrea: Lee esa piedrecita hasta que seas capaz de entender lo que pone. Sólo entonces podrás comprender lo que está pasando hoy en la calle de los artistas.
-No lo entiendo, don Vicente. No sé lo que me quiere decir -protestó Andrea.
-Chssss -le dijo el viejo tapándole la boca con el dedo índice-. No digas nada. Nadie debe saber que tú tienes el secreto.

Andrés no entendió absolutamente nada, pero Andrea no pudo dormir en toda aquella noche. La calle de los artistas se estaba convirtiendo en un sitio aburridísimo. Se había llenado de puestos, todos iguales, de gente que no sabía hacer nada. Pero nada tenían que hacer porque, de todas maneras, la gente llenaba sus puestos como nunca antes habían estado llenos los puestos de sus amigos.

Lo peor de todo era que, a medida que los papeles grises sin nada iban estando en todas las casas y en los bares de la playa y en los demás sitios, todos los mayores se iban comportando de forma cada vez más parecida a aquellos señores tan siniestros que los repartían. Eso estaba convirtiéndolo todo en muy aburrido.

Tanto era así que, por la mañana, los padres de Andrea y Andrés estaban preparando las maletas.

-¿Es qué ya nos vamos? -preguntó Andrés desconcertado.
-Sí -contestó su padre con una voz muy rara-. Estamos faltando a nuestras responsabilidades(10)
en la ciudad. Mañana volveremos a casa y podremos empezar a trabajar duro. Aquí no se hace más que perder el tiempo.
-¡Pero si todavía nos queda más de una semana de vacaciones! -protestó Andrea que lo había oído todo desde la cama.
-No contestes a tu padre, niña. Él tiene razón. Esto no es más que una tontería, una pérdida de tiempo, como él dice. Los mayores tenemos muchas cosas importantes que hacer y vosotros os tendréis que preparar para hacerlas pronto.


(10) “Responsabilidades” es como llaman los adultos a las cosas que tienen que hacer. Sean importantes o no, así lo parecen.


Los mayores se estaban volviendo definitivamente locos. De eso no cabía duda. Pero ella no entendía porqué y, quien parecía entenderlo, en lugar de explicárselo le decía que ella era muy pequeña para contárselo.

Aquella tarde Rasset tampoco estaba en la calle de los artistas. Casi todos los puestos eran ya de hombres que repartían papeles grises sin nada. Sólo quedaba allí Damián, el fabricante de cuentos de olor, pero muy poca gente se acercaba a su puesto a comprar nada.

-¿Dónde se han ido todos?. ¿Cómo es que tú eres el único que sigue aquí?. Rasset ha desaparecido también.
-Lo sé. Yo estoy aquí porque he conseguido engañarles.
-¿A quién? -preguntó Andrea.
-Eso -dijo también Andrés-. ¿A quién has engañado?
-A ellos -respondió Damián con muchísimo misterio.
-Y ¿cómo? -preguntó Andrea.
-Eso, ¿cómo? -preguntó Andrés.
-He descubierto que ellos sólo tienen nada. Sólo les interesa que la gente se contagie de su nada y están llenado las calles de nada. Por eso yo les he conseguido engañar. He llenado mis cuentos de olor a nada y por eso no me han quitado mi puesto. Pero, no sé cuanto tiempo podré aguantar. Y no sé tampoco para qué sirve que yo esté aquí. A nadie parece interesarle lo que yo tengo para vender y en cuanto se me acabe la esencia del olor a nada me descubrirán y me echarán. Entonces ya no quedará ningún artista en esta calle, que es lo que quieren. Fíjate, ellos parecen inofensivos, parece que no hacen daño a nadie y, sin embargo, poco a poco, están acabando con el arte, con la diversión, con el recreo...
-¡Con el recreo no! -interrumpió Andrés muy preocupado.
-Cállate, bobo -reprendió Andrea enfadada-. No se refiere a ese recreo. Nosotros mañana ya nos vamos -conti-nuó Andrea-. A mi padre le ha entrado no sé qué rollo de que aquí no se hace nada más que perder el tiempo.
-¿Ves? -dijo Damián- Todos los mayores se han contagiado de nada.
-¿Y dónde están ahora todos los artistas?
-Seguramente -contestó el fabricante de cuentos-, en la ciudad de los artistas olvidados, confundidos entre la gente que no sabe nada para que no puedan interesar a nadie.
-Esos hombres son realmente terribles -se quejó Andrea-. Enseñan el pan con una mano, pero en la otra, esconden la piedra.
-¡Exacto! -exclamó Damián- ¿Dónde has aprendido eso?
-Me lo escribió aquí don Vicente -dijo Andrea mostrándole su piedra negra brillante-. Pero me dijo que no lo entendería hasta que no fuera muy mayor.
-Pues ya lo has entendido -aseguró él-. Eso es lo que está pasando en la calle de los artistas. Pero la gente sólo ve el pan y no se da cuenta de que la piedra es muy dura.
-¿Y dices que los demás artistas deben estar en esa ciudad tan misteriosa?. ¡Fabrica un cuento con olor a ciudad y gánales!
-Pero el olor a ciudad es muy peligroso, ya te lo dije el otro día.
-Pero la nada es terrible: Termina con la alegría de los niños y con los juegos y con las vacaciones y con todo lo bueno.

Damián estuvo un buen rato pensando: Si le hacía caso a Andrea correría el riesgo de crear un cuento mágico, de olor a ciudad. Entonces todos podrían quedar prisioneros en el cuento y lo tendrían que ir contando desde dentro. Luego, salir podría ser muy difícil. Pero si no le hacía caso, los hombres de la nada terminaría con todo. Además, tenía la clave que haría que todos comprendieran en la piedra que el miniaturista le había pintado a Andrea.

Tomó una decisión: Había que intentarlo.

Sólo había un problema: Había que hacerlo antes de que la esencia de nada se le terminara y los vendedores de nada le descubrieran y consiguieran echarle a esa ciudad donde nadie le escucharía.

Empezó a trabajar. Andrea le miraba con muchísima atención. Damián cogió un libro muy antiguo, con encuadernación de piel, que había debajo del tablero que hacía de mostrador. Lo dejó con mucho cuidado encima de los demás y empezó a mezclar esencias diferentes para conseguir el olor de la ciudad.

La primera, tal y como Andrea había supuesto, era la del olor del humo. Luego cogió otra que ella nunca había visto, la del olor a soledad. Después juntó las de los olores a cine de barrio y a asfalto caliente. Unas gotitas de la de olor a fiesta de nochevieja, a museo y a parque. Por último tenía que echar un chorreón bien grande de esencia del olor de la gente, pero había dos tarros de esencia de olor a gente: Uno el de olor a gente feliz y otro el del olor a gente desgraciada. Dudó un rato largo y al fin preguntó a Andrea:

-¿Cómo hago esta mezcla?. ¿Hay más gente feliz o más gente desgraciada en la ciudad?
-¡Que pregunta tan difícil! -respondió Andrea-. No sé si hay más gente feliz o más gente desgraciada en las ciudades. Pero sí sé que en la del cuento que nosotros tenemos que contar, habrá mucha más gente desgraciada. Es la de los artistas olvidados.
-Será muy difícil escapar de un cuento con olor a ciudad en la que la gente está triste -dijo el fabricante de cuentos olorosos-. Además, piensa que tiene que terminar muy bien.
-Ya, pero, una ciudad en la que los artistas están olvidados debe ser un sitio de gente muy triste. A ver si vamos a fabricar el cuento de otra ciudad -advirtió Andrea.
-Creo que tienes razón -reconoció Damián-, haré la mezcla con más olor a gente triste que feliz. ¿Estáis preparados?
-Yo lo estoy -dijo Andrea.
-Yo también lo estoy -dijo Andrés muy asustado y agarrado fuerte fuerte a la mano de su hermana.
-¿Llevas tu piedra?
-Sí -contestó ella.
-Pues vamos allá.

Damián terminó la mezcla y echó unas gotitas en cada página.

En la encuadernación de piel del viejo libro empezó a verse el título, según se lo iba imaginando el fabricante de libros. Era “Andrea y Andrés en la ciudad de los artistas olvidados”. Al abrirlo, toda la calle empezó a llenarse de olor a ciudad. De repente un enorme autobús lleno de hombres de nada, como los que había por allí, la atravesó a gran velocidad, dejando tras de sí un humo denso que lo invadió todo.

Al quitarse el humo, Andrea y Andrés estaban solos y chamuscados. De la calle habían desaparecido todos los puestos y el empedrado del suelo. Ahora era una calle normal por la que ya pasaban coches, coches oscuros que viajaban deprisa con viajeros que no sonreían.

Andrea dio un salto y tiró de su hermano para refugiarse en la acera de tanto tráfico y buscó a Damián por todas partes.

-¿Dónde están los puestos? -le preguntó Andrés- ¿Dónde está tu amigo el fabricante de cuentos?
-Debe estar ahí fuera -contestó Andrea tratando de tranquilizar a su hermano-, contando el cuento de “Andrea y Andrés en la ciudad de los artistas olvidados”.

Tenía su piedra cogida en una mano y a su hermano de la otra. Pero no sabía por donde tenía que empezar a contar su cuento. Los hombres de nada estaban por todas partes, con sus caras de nada, deambulando(11) de un lado para otro como si no fueran a ningún sitio interesante.


(11) Deambular es ir por ahí como un sonámbulo, como si no tuvieras que ir en realidad a ningún sito.


La calle de los artistas estaba muy cambiada. Al final del todo advirtió que había un puesto, un sólo puesto, pero no alcanzaba a ver de quien se trataba. Muy poca gente se acercaba a él. Sospechó que sería el de alguno de sus amigos y se dirigió hacia allá con su hermano de la mano. Esta vez Andrés no decía nada. Sólo miraba para todas partes, pensando que Andrea le sacaría de ese lío y sin querer enfadarla por si las moscas.

-¡Estupendo! -gritó cuando vio que era el puesto de Rasset-. Corre Andrés, es Rasset, el hindú que vende cosas de la India.

Cuando llegaron contentísimos al puesto, Andrea se quedó paralizada. ¡Era imposible!. Rasset había olvidado todas la palabras que le había enseñado y ya no sonreía. Ni siquiera lo hizo al verla llegar. Pero lo peor de todo era que, en su puesto, ya no tenía los preciosos objetos traídos especialmente desde la India. Su puesto estaba lleno de papeles de nada, papeles grises que algún viandante(12) cogía de vez en cuando.

(12) Viandante es sinónimo de peatón y un peatón es un señor o una señora que va andando por la calle.


Era inútil explicarle nada. Rasset no entendía ni una sóla palabra de castellano. Miraba a los dos niños como si no les conociera de nada, por más que Andrea le repetía y le repetía las palabras que le había enseñado.

-¡Bueno-bonito-viva! -le decía una y otra vez.

Pero Rasset estaba como dormido.

-Está bien, Rasset, no te preocupes -dijo finalmente Andrea-. Encontraremos la solución, ya lo verás. Voy a seguir buscando, a ver si conseguimos encontrar a don Vicente. Seguro que él sabrá que hacer.

Estuvieron andando un buen rato. Andrés tenía muchísima hambre, pero ya no había puestos de perritos calientes, ni de algodón dulce o palomitas, así que era imposible parar a tomar nada en ningún lado. Ninguno de esos hombres tan serios y raros les prepararía un bocadillo.

Al volver una esquina Andrea y Andrés se quedaron helados: Era Jimmy, el pintor extranjero que les hacía caricaturas tan divertidas. Jimmy tenía montado su tenderete, aunque no estaba pintando como antes hacía. No tenía como reclamo aquellos dos dibujos tan graciosos de ellos dos, sino papeles sin nada pintado. Pero era Jimmy.

-¡Hola! -le gritó la niña entusiasmada- Soy Andrea.
-Ya veo que eres Andrea. Soy extranjero, no tonto. ¿Por qué me dices quién eres si yo ya lo sé? -le contestó Jimmy muy antipático.
-¿Dónde está mi caricatura? -preguntó enfadado Andrés.
-¿Qué caricatura? -se extrañó el pintor.
-La que me hiciste el otro día y tenías ahí puesta -dijo el muchacho señalando al caballete donde estaba colocada antes.
-No lo sé -respondió Jimmy nada preocupado-. Yo ya no hago dibujos. Ahora tengo papeles sin nada. Es mucho más sencillo y no gasto mis carboncillos(13). De todas maneras, la gente los coge más que cuando estaban dibujados.
-Pues menudo rollo -volvió a protestar Andrés-. Un pintor que no pinta, un vendedor que no vende... A ver que más vamos a encontrarnos en esta ciudad tan aburrida.
-Jimmy -dijo entonces Andrea-: Estoy muy preocupada, os habéis vuelto todos muy raros. Esta ciudad no os sienta nada bien. Dime ¿sabes si don Vicente está también por aquí?
-Don Vicente, don Vicente... -pensó el pintor-. Ah sí. debe ser ese hombre tan extraño que hace papeles de nada muy pequeñitos.
-¡Sí! -dijo Andrea encantada- Seguro que es ese.
-Creo que tiene el puesto dos manzanas más arriba.
-¡Estupendo! ¿Me harías un favor, Jimmy? ¿Te irías a poner tu puesto allí, junto al de Rasset? Así volveríais a estar juntos y tendrías a alguien con quien hablar.
-Me parece una tontería. Ese hindú no sabe decir nada de nada. Pero la verdad es que me da igual. Aquí ya he repartido muchos dibujos sin nada.


(13) Son lapiceros especiales de carbón que utilizan los pintores.

El pintor, de todos modos, hizo caso y se fue a montar su tenderete junto al de Rasset. Andrea había pensado que, si encontraba la solución, sería mucho más sencillo que todos sus amigos estuvieran juntos a la hora de salir del cuento mágico. Así que se fue con su hermano a buscar al miniaturista que le había hecho su piedra con el mensaje.

-Que raros se han vuelto tus amigos, Andrea. Y qué hambre tengo.
-No te preocupes. Pronto encontraremos a don Vicente y seguro que a él se le ocurre algo.
-¡Mira: Lo que faltaba! -refunfuñó otra vez Andrés cuando pasaron por la puerta de una pastelería- Deben estar riquísimos.
-Que va. Seguro que son de plastelina. ¿No has visto que no huelen a nada? -dijo Andrea-. Las pastelerías huelen siempre muchísimo mejor.
-Ya, si no olerán a nada, pero tienen que estar buenísimos.

Mientras intentaban localizar a don Vicente, se encontraron con Rodolfo, el fabricante de objetos de alambre, que tampoco fabricaba nada ya. Había instalado su puesto en una encrucijada(14)
en la que hacía muchísimo aire. También Rodolfo estaba muy raro y también repartía aquellos extraños papeles vacíos, ensartados en alambres sin forma de nada para que no se le volaran.


(14) Es un cruce de dos o más calles.

Andrea logró convencerle para que se fuera al mismo sitio en el que estaban los otros antes de seguir su camino en busca del miniaturista.

Aquella era la ciudad más extraña del mundo. No sólo era un lugar en el que los artistas no ejercían. Era algo peor que eso. A Damián se le había debido ir la mano con la esencia del olor de la gente que no es feliz, porque nadie había por las calles que jugara o riera. Faltaba el bullicio(15) estupendo de las calles, la gente paseando, los bares y los comercios llenos. Sólo estaban aquellos hombres como helados por todas partes, sin interés por nada que pudiera ser bonito o agradable. Ni siquiera las panaderías olían bien.


(15) Jaleo.


A Andrea le hubiera encantado poder ir un momento al parque, a ver si allí sí que funcionaba el olor a parque que Damián había añadido en la mezcla, pero no tenía tiempo para eso. Ella misma parecía contagiarse de las ganas de nada que estaban por todas partes. Eso le pareció peligrosísimo: Si ella misma se quedaba sin ganas de nada, perdería el interés por salir del cuento encantado y resolver el problema de los hombres de nada que habían acabado con los artistas. Tenía que terminar de contar el cuento y para eso, tenía que encontrar a don Vicente de una maldita vez. Andrés estaba muy cansado. Además, se estaba haciendo de noche.

Por fin, en un puesto que estaba muy cerca de un enorme museo que no tenía cuadros, Andrea reconoció a su amigo el miniaturista.

Los dos niños corrieron cogidos de la mano, contagiado el uno de la alegría de la otra. La solución parecía cercana.

-¡Don Vicente! -gritó Andrea muy contenta-. Llevamos buscándole toda la tarde. ¡Qué sitio tan raro para poner su puesto! -dijo al comprobar que estaba en una calle en la que sólo había locales comerciales vacíos.
-Buenas tardes -dijo el miniaturista como extrañado- ¿A qué viene tanto alboroto?, ¿no nos vimos ayer por la tarde en la playa?.
-Sí. Pero hoy ya no estamos en la playa. Esto es la ciudad de los artistas olvidados y aquí es todo mucho menos divertido. ¿O es qué está contento de que le hayan quitado su sitio en la calle de los artistas?
-Contento, contento, no es que esté. Pero tampoco estoy triste. Aquí no se está mal. En realidad, no pasa nada.

Andrea se quedó hecha polvo. Tampoco don Vicente parecía dispuesto a hacer nada para evitar lo que estaba pasando. Pero se alarmó aún más cuando, a través de la lupa gigante que había instalada delante del puesto, vio que en los papeles pequeñísimos que don Vicente había fabricado, no había nada escrito. Era tal y como le había dicho Jimmy que pasaba.

-Enséñale la piedra, Andrea, enséñale la piedra -le recordó su hermano pequeño.
-¡Ah sí! -exclamó Andrea- La piedra brillante le hará recordar. Mire don Vicente. ¿Sabe lo que es esto? -le dijo al viejo.

Don Vicente cogió la piedra y leyó en voz baja la inscripción:

-“Áltera manu fert lápidem, panem ostentat áltera” -murmuró-. Este es un bonito verso de Plauto pero, ¿por qué me lo enseñas?.
-Dele la vuelta y lea. Usted mismo me lo escribió -contestó Andrea.
-“En una mano lleva la piedra, y con la otra nuestra el pan” -volvió a leer-. Ya sabía lo que quería decir. No entiendo qué tiene esto que ver conmigo, ni con que esté más o menos contento por estar aquí. Por cierto ¿para qué escribí yo esta frase debajo de tu nombre?

Andrea estaba desolada(16). Don Vicente ya no tenía ganas de nada y no recordaba el sentido de aquellas palabras. ¿Qué podría hacer entonces?, ¿cómo recuperar la vida normal?, ¿qué estaría haciendo Damián ahora?. A lo mejor se le había terminado ya la esencia de nada, le habían descubierto y estaba ya en la ciudad de los artistas olvidados fabricando cuentos sin nada dentro. O a lo mejor estaba todavía en la calle de los artistas intentando hacer algo para evitar que don Vicente se dejara llevar por los hombres de nada.


(16) Tristísima.


El caso es que no sabía lo que hacer. Se volvió con su hermano camino de la panadería que habían visto al pasar, a ver si conseguían comer algo. Sería difícil convencer al panadero de que les diera algún bollo fiado(17), porque no tenían dinero para pagarlo.

(17) Eso quiere decir sin pagarlo, esto es, dejado a deber.


Pero al llegar a la panadería ¡qué sorpresa!. Desde la puerta, incluso desde diez metros o más antes de llegar, olía a pan tierno y a bollos de crema. A Andrés se le puso una cara de hambre tan grande que parecía que estaba delante de un buey con patatas y a Andrea le empezaron a sonar todas la tripas. Además, algo estaba pasando por fin. En la panadería olía estupendamente. Seguro que Damián había echado a su cuento un poco de la esencia del olor de las panaderías. Así que echaron a correr como desesperados. Pero, antes de entrar, escucharon a don Vicente llamarles a voces. Corria calle abajo muy sonriente en su busca. ¡Había recordado!


-Fue estupendo -relató ya dentro de la panadería-. Cuando conseguí recordar el significado de aquellas palabras, me di cuenta de lo que pasaba y me llené de ganas de contárselo a todos y de ser feliz.
-Ya era hora -dijo Andrés-. Entonces ¿podemos comernos un bollo?
-¡Claro que sí! -asintió la panadera, una mujer gorda de aspecto estupendo-. ¡Estoy tan contenta de haber recuperado el olor de mi tahona(18)
que os dejaré comer toda la vida todos los bollos que queráis!
-¡Eso sí que es un premio! -gritó Andrés encaramándose inmediatamente a la vitrina.
-No seas maleducado, Andrés, mamá se pondría furiosa si te viera hacer eso.
-Déjale, hija, déjale. Da gloria verle comer con tanta hambre -dijo la panadera-. Y come tú todos los que quieras. ¡Huele tan bien!
-Ha debido ser Damián -dijo Andrea-, que ha echado un poco más de esencia en el cuento.
-¿Cómo? -preguntó extrañadísima la buena mujer.
-Nada, nada, cosas mías.
-No tenemos tiempo que perder -dijo don Vicente que ya debía estar harto de comer pasteles-. Tenemos que hacer algo. ¿Cómo convenceremos a todos de que nos están engañando?. ¿Sabe cómo lo hacen? -relató a la panadera- ¡Te engañan!. Con una mano te enseñan lo bueno que es no tener preocupaciones ni problemas y te dicen lo feliz que se puede ser sin emociones, sin artistas. Pero en la otra llevan la piedra. Y la piedra es que todo se vuelve frío y se te quitan las ganas de todo. Ya lo ve, nadie protesta, nadie pone problemas, nadie hace nada para estar contento... Por eso no huele a nada.


(15) Así se llaman los hornos de pan.


La panadera no estaba entendiendo ni jota, pero era tan feliz de haber recuperado sus olores, que estaba dispuesta a contárselo a todo el mundo.

La panadería empezó a llenarse de gente, atraída precisamente por ese olor fantástico que despedía y, la panadera, a todo el mundo le contaba lo que le había oído contar a don Vicente.

Los tres amigos corrieron entonces a la calle donde Andrea le había pedido a los artistas que pusieran sus quioscos. Allí, con cara de nada, seguían Rasset, Jimmy y Rodolfo. Algo más alejado, había un cuarto puesto.

¡Era Damián!.

Damián estaba ya también en la ciudad de los artistas olvidados. Seguramente le habían descubierto cuando tuvo que añadir al cuento esencia de olor de pastelería para que los niños pudieran comer algo.

Don Vicente juntó a todos los artistas y trazó un plan. Había que ir a la panadería que conservaba sus olores, porque sería donde más fácilmente entenderían y tendrían, además, el apoyo de la panadera y sus bollos de crema. Una vez allí haría comprender a los artistas y luego, entre todos, a todos los demás.

La reunión en la tahona fue estupenda. Tan pronto como los artistas recuperaron el olor de las cosas buenas, recuperaron también las ganas de todo. Era estupendo verles comer bollos y bollos. A todos menos a Andrés, que estaba ya empachado de todos los que se había comido hacía un ratito.

Damián eligió uno de chocolate, tan grande, que todos pensaron que nunca se lo terminaría. Comía a dos carrillos mientras repasaba su maleta de frascos de esencia a medio terminar, para ver cuantas le quedaban. Rodolfo y Jimmy se habían vuelto definitivamente locos y daban vueltas cogidos de las manos canturreando con la boca llena. El más raro era, claro, Rasset, que estaba de rodillas con las manos estiradas haciendo “adoraciones” y diciendo lo de “bueno-bonito-viva” como si se le hubiera rallado el disco.

A partir de ahí, sólo habría que contagiar a todos los demás.

Pero... ¿Cómo?

Se pusieron a trabajar. Damián tuvo una idea: Andrea y Andrés empezaron a pegar todos los papeles de nada que encontraron, con muchísimo cuidado para no contagiarse, hasta construir una sábana grandísima en la que el propio Damián iba echando las esencias de olor que le quedaban. Todas menos una, claro. Echó mucha de olor a pasteles, que era la que mejor funcionaba según había podido comprobar. También mucha de las de olor a primavera, a libertad, a mar y al viento de las montañas. Y no mucha de las de olor a gente (que casi no le quedaba), a tierra mojada y a tormenta de verano. Un poco de esencia del olor del café recién molido, idea de una chica bajita que pasaba por allí, fue el remate.

Mientras la sábana de olores se construía, Rodolfo fabricó una enorme estructura de alambre con forma de globo para ponerla encima. La sujetarían con unos enganches muy pequeños que don Vicente no tuvo ningún problema en inventar. Rasset sacó una especie de alfombra mágica que tenía, tan grande, que cabrían todos encima. Damián, que era un bromista, lleno la alfombra de olor a pies en un descuido de los demás y luego todos le regañaron porque se había pasado un poco en la cantidad.

Por último, Jimmy dibujó una cosa preciosa en la sábana con colores muy vivos: Era un tren que conducía a todas partes y, en las ventanillas, pintó la caricatura de cada uno de ellos.

Andrés se enfadó porque la suya no le había salido tan bonita como la anterior, aquella que tenía de reclamo en el caballete de la calle de los artistas. No se le pasó hasta que Jimmy le prometió que le dibujaría muchas más, hasta que una le gustara del todo.

Colocaron entre todos la sábana de papel encima de la estructura de alambre y, debajo, colocaron la alfombra mágica. La unieron con los enganches que había hecho don Vicente y calentaron con fuego el aíre del interior, como se hace para que los globos se eleven por el aire.

Como ya casi era de noche del todo, pusieron dentro diez linternas encendidas para alumbrarlo y el globo se levantó por el aire como una preciosa pelota de luz.




Olía tan bien y era tan bonito, que todo el mundo que se quedaba mirándolo se ponía contentísimo y se contagiaba de la risa que tenían sus ocupantes.

-Y así -terminó Andrea de contar el cuento en voz alta-, aquella ciudad, ya nunca se olvidó de sus artistas y volvió el bullicio y la gente paseando y los bares y las tiendas llenas de gente contenta.

-¡Adiós artistas! -gritaba la panadera gorda y estupenda, despidiéndose con su pañuelo blanco, como las antiguas.

Todos los olores del globo se fueron desprendiendo y llenándolo todo, cada cosa, del suyo. Era fantástico viajar allí.

-¡Rasset! -Dijo Andrea al hindú que guiaba la alfombra- ¡Rumbo a la calle de los artistas! Este cuento acaba allí.


fin