sábado, febrero 25, 2006

El contador de cuentos, el escritor y el gran dios Ron de los gitanos

Nota: Como en todos los anteriores, que incomprensiblemente aparecen después, las ilustraciones de este cuento son obra de mis hermanas, Mariquilla y Maripepa.
El escritor de cuentos era un señor un poco joven que no siempre tenía muchas ideas para inventar sus historias.

Un día recibió un encargo muy complicado: Tenía que escribir un cuento para unos niños de tercero o cuarto curso que habían tenido algunos problemas de discriminación(1)
con unas familias que se habían ido a vivir a su barrio.
(1) Discriminar es hacer diferencias unos a otros. Suelen hacerlo algunos adultos con personas que no son de la misma raza o religión o país. Pero, además de estar prohibido, es un cosa feísima.
Los niños de tercero o cuarto curso suelen ser niños muy especiales, les gustan mucho los cuentos y, aunque suelen leer muy poco, cuando leen con interés aprenden muy bien. Por eso era muy importante aquel cuento y no sabía como escribirlo.

Estaba pensando esas cosas el escritor de cuentos, sin encontrar solución a su problema, cuando la idea más brillante le llenó por completo la cabeza.

¡Haría exactamente eso!

Se levantó de la mecedora y fue corriendo al viejo cobertizo que había en la parte de atrás de la casa. Abrió las puertas de madera carcomida(2)
y encendió la lámpara de aceite -en esa parte de la casa no había luz normal-. En un rincón, enfrente de un montón de trastos todos inútiles y muy desordenados, había un extraño artefacto cubierto con una lona llena de polvo. Estaba tan llena de polvo, que pensó el escritor de cuentos que hacía demasiado tiempo que no utilizaba el aparato. Lo destapó con mucho cuidado y, después de trastearlo un poco, salió del cobertizo montado en él y lleno de esa cosa que los adultos simplemente llaman alegría (y que todos los niños saben que es mucho más que eso).
(2) Carcomida significa “comida por la carcoma”. La “carcoma” es un bichito muy pequeño que come madera y le da aspecto de viejos a los muebles. Si no se tiene cuidado, la carcoma se puede comer entera la mecedora de la abuela.

Era su carro especial de visitar al viejo Matías.

¡Haría exactamente eso: Visitaría al viejo Matías!

El viejo Matías era el mejor contador de cuentos que se conocía en el mundo entero, con mucha diferencia, pero vivía en un lugar que no se puede comprender, al que sólo se podía llegar con aquel aparato rarísimo que tampoco se comprendía del todo bien.

El escritor de cuentos y el viejo Matías se conocieron en un sueño imposible que sucedió durante una siesta de la primavera. Aquella vez, el escritor no necesitó de aquella extraña carroza para hacer el viaje mágico: Cuando se dio cuenta de que todos sus sentidos se llenaban de colores que corrían vertiginosamente(3)
a su alrededor, supo que algo extraordinario estaba a punto de pasarle, como al final le pasó.
(3) Vertiginosamente quiere decir “a toda velocidad”.
Como en aquel sueño se habían hecho muy amigos, para evitar que todos sus encuentros fueran por casualidad o en sueños, el viejo Matías le regaló al escritor aquel sistema fantástico de locomoción(4), que no se parecía en nada al autobús del colegio. Con él podría hacer el viaje a propósito, pero sólo de cuando en cuando. Ojo, sólo de cuando en cuando, porque el viejo Matías tenía, además de muchísima sabiduría, un genio endiablado. No era demasiado amigo de visitas, por lo avanzadísimo de su edad. En realidad, se las permitía nada más que al escritor de cuentos, a otro amigo constructor de muebles y a un fabricante de espejos mágicos que había conocido en el extranjero.

(4) Medio de locomoción es como los adultos llaman a los coches, a los autobuses, a los aviones...
El escritor de cuentos comenzó su viaje alucinante de estrellas y colores, que mareaba un poco y, al cabo de un tiempo que no se puede ver en el reloj, llegó a la casa del viejo Matías contentísimo. Muy contento porque, por fin, podría cumplir su encargo y escribir su cuento para esos niños especiales.

-¡Hola Matías! -gritó el escritor de cuentos-. ¿Hola? -volvió a gritar, al ver que nadie respondía-. ¡Hola! -dijo una vez más.
-¿A quién demonios se le ocurre entrar pegando esos gritos en la casa de un anciano? -refunfuñó el viejo enfadadísimo.
-Lo siento -se disculpó el escritor de cuentos-. Me puse tan contento de llegar que no me di ni cuenta.
-¡Tan contento! ¡Se puso tan contento! ¡Tanto... tan contento, que me despertó de la siesta con un susto tremendo!
-Lo siento -volvió a disculparse el escritor de cuentos-. Si vengo en mal momento vuelvo otro día.
-¡No. Otro día no!. Porque tú siempre vienes en mal momento. Volverás a llegar gritando y ese momento es fatal. Tú siempre vienes gritando.
-¡Está bien! -gritó ahora el escritor de cuentos un poco enfadado-. ¡Ya veo que es un mal momento. Pues nada, me doy media vuelta y aquí paz y después gloria!
-¿Lo ves? Ya estás otra vez gritando ¿te das cuenta?. ¿Es qué no puedes mantener una conversación normal como todo el mundo?
-¡Pues parece que no!
-Ya lo veo, ya -volvió a refunfuñar el viejo Matías.
-¿Y si dejamos de gritar los dos y nos sentamos? -propuso el escritor de cuentos.
-Buena idea -aceptó Matías- ¿Quieres desayunar?
-¿Pero cómo vamos a desayunar si te he levantado de la siesta?
-Entonces ¿qué quieres hacer?
-Pues merendar.
-Otra estupenda idea. Merendaremos. Además -añadió Matías-, llevo toda la semana desayunando y estaba ya aburridísimo de tanta leche con galletas. Bueno, cuéntame, ¿Qué quieres de este viejo a estas horas de la mañana?
-¿Cómo de la mañana?
-¡Uy, perdona! Claro, como íbamos a desayunar...
-¿Pero no íbamos a merendar?
-¡Bueno, y yo qué sé! Tú me dirás qué quieres a esta maldita hora, sea la que sea.
-Ando detrás de una historia. Tengo que escribir un cuento especial, para unos niños que también son un poco especiales.
-¿Un cuento especial? ¿Es que a los niños todavía les gustan los cuentos?
-Desde luego -afirmó el escritor de cuentos.
-Yo pensaba que sólo les gustaban los juguetes que juegan solos y esas cosas tan raras que les piden a los reyes magos. Creía que ya no les gustaban los cuentos.
-Claro que sí. Sobre todo a los niños para quienes lo tengo que escribir.
-Está bien, pensaré un poco. Siéntate aquí y no me des la lata mientras te lo cuento...

Matías comenzó su relato después de un ratito:

Cuando yo todavía era el conserje del colegio de mi barrio, una familia gitana se instaló en la calle del Pescado, en el bloque diecisiete, en una casa que les había concedido el Gobierno.

Como todo aquél era un bloque de pisos del Gobierno, los vecinos no pudieron impedir que aquella familia se fuera a vivir allí, pero ninguno quería, en realidad, tener que compartir su vida con gente de raza distinta.

Supongo que hubiera dado lo mismo que fueran gitanos que negros que chinos, porque, aunque por aquel entonces todo el mundo decía que no era racista(5)
, la verdad es que casi todo el mundo lo era.
(5) “Racistas” son los que discriminan a las personas de razas distintas a la suya. Hay que tener mucho cuidado con ellos, porque nunca reconocen que lo son, pero no aceptan a los demás y se creen superiores. Son peligrosos.
Decían que no eran racistas, pero que sabían de muy buena tinta que los gitanos robaban y llevaban navajas y demás. La cosa es que no querían que aquella familia viviera con ellos y todo el rato los criticaban y decían de ellos cosas que, en realidad, nadie sabía si eran o no ciertas.

Tanto se hablaba de ellos y tan mal, que los niños del colegio empezaron a cogerles una manía tremenda. Decían que estaban sucios y que sabían muy poco. Los mismos profesores se reían de ellos cuando no se sabían la lección o cuando les miraban las manos y descubrían que llevaban las uñas muy sucias. Y era verdad que llevaban las uñas sucísimas.

Los niños gitanos de aquella familia que fueron al colegio eran tres, dos niños, Antonio y Manuel y una niña más pequeña, Leticia, que iba a preescolar.

Leticia no tenía, en realidad, ningún problema, porque los niños de preescolar no hacen diferencias con los demás niños. Esas cosas se empiezan a hacer algo más mayores. Pero los otros dos eran un verdadero desastre. Sus costumbres no se parecían en nada a las de los demás niños y todos les hacían burla y les hacían la vida muy poco fácil.

Por poner un ejemplo, recuerdo un día en que Antonio y Manuel llegaron sucísimos a la escuela y, además, tarde. El profesor los puso delante de toda la clase en la pizarra y les preguntó con la voz enfadada:

-¿Qué horas son estas de llegar a clase? ¿Puede saberse de dónde diantre venís?
-Es que hemos tenido que ir a la chamarilería(6)
a vender un remolque de chatarra -contestó Antonio, el más mayor de los dos.

(6) Una chamarilería es una tienda donde se compra y se vende chatarra, papel y otras cosas que la gente tira pero que los gitanos suelen saber aprovechar.
Todos los niños se rieron a carcajadas. Creían que “chamarilería” era una palabra que no existía y, además, no les parecía normal tener que andar por ahí vendiendo chatarra. Como los dos estaban tan sucios y tan feos, se morían de vergüenza delante de toda la clase.

Las cosa no les iban nada bien en el colegio. Ya casi estaban pensando en no volver nunca más cuando, un día que no vino la profesora de gimnasia y que todos los niños de tercero estaban en el patio sin saber qué hacer, Manuel les dijo que les echaba una carrera sin zapatos, a ver cual era el que corría más. Claro está, Manuel corría muchísimo más sin zapatos que cualquier otro niño, porque desde pequeño estaba acostumbrado a hacerlo. Pero además, sabía hacer fuego con dos palos y jugaba al futbolín mejor que cualquier otro. Antonio y Manuel se sabían más historias que nadie y, Antonio, era capaz de cantar con una voz que tampoco ningún otro podía imitar.

Pero, a pesar de todo, eran tan malos estudiantes que seguían siendo los últimos de la clase.

Algo no se entendía bien. Aquellos tres niños tenían cualidades que los demás no tenían, eso estaba claro. Y sus juegos parecían también muy divertidos. Poco a poco, a algunos les empezó a apetecer jugar a sus juegos y aprender, por ejemplo, a hacer fuego sin cerillas, que era interesantísimo. Pero habían oído decir a personas mayores cosas tan malas, que no se atrevían a juntarse con ellos.

Por fin los niños más espabilados vinieron a preguntarme que cómo era aquello posible.

-Ellos no saben multiplicar, ni dividir entre dos cifras -me dijeron- pero, en cambio, juegan mejor al futbolín, corren más, se saben más cuentos... ¿Son realmente tan raros como dicen algunas personas mayores?
-Ya veo -les dije yo- que no conocéis la verdadera historia del pueblo gitano, el principio de los tiempos tal y como ellos lo conocen.

Y se lo conté.
Esta es la historia:
“El gran dios Ron de los gitanos -les conté-, decidió una mañana de primavera crear al hombre. Para ello, construyó un gran horno al estilo indio, lo cargó de leña y lo puso a calentar.

Mientras tanto, fabricó un monigote de barro con manos y con pies y, cuando el horno estuvo a punto, metió el monigote. Al poquito rato lo sacó, pero vio el dios Ron que se le había quedado a medio cocer y se dijo:

-Ummm... Este hombre es muy blanco, no está mal, pero tendré que cocer otro un poco mejor.

Entonces fabricó otro monigote igual, lo puso en el horno caliente y esperó. Esperó tanto que, al sacarlo, el monigote se le había tostado demasiado y pensó:

-Demasiado negro. No está mal, pero ni tanto ni tan calvo. Tendré que hacer todavía otro monigote, a ver si me queda mejor cocido.

Fabricó un tercer muñeco y lo metió, igualmente, en el horno. Esperó un poco más que con el primero y un poco menos que con el segundo y entonces le quedó perfectamente cocido.

Era el hombre moreno.

-¡Por fin! -Exclamó el gran dios Ron-. Me ha salido un hombre que no es ni demasiado claro ni demasiado oscuro. Pero me servirán los tres. Llamaré al primero hombre blanco, hombre negro al segundo y, a este, le llamaré gitano.

Ya veis -le contaba yo a los niños-, como es que los gitanos no se consideran inferiores a los demás.

Pero, según cuenta la leyenda, el pueblo gitano quiso ser un pueblo nómada. No necesitaron establecerse en grandes ciudades para vivir, no quisieron construir casas que tenían que quedarse quietas siempre en el mismo sitio. Prefirieron conocer el mundo entero viviendo en esos estupendos carromatos con los que podían viajar de un lado para otro. Y, precisamente por eso, han tenido sus costumbres propias, tan distintas de las costumbres de los otros pueblos y han formado su cultura.

No penséis que es una cultura inferior a la nuestra. Al contrario -le dije a los chicos que me escuchaban-, ellos están seguros de que la buena es la suya, porque la historia que ellos conocen es bien distinta”.

Los chicos se contaron este cuento los unos a los otros y desde entonces empezaron a pensar que, en realidad, no eran superiores los unos a los otros. Pensaron que, todo lo más, debían de ser distintos. Pero como los unos sabían hacer cosas que los otros no hacían y al revés, decidieron que lo mejor sería hacerse amigos y que unos y otros se enseñaran todo lo que sabían, porque así todos sabrían más cosas.

Así que se hicieron muy amigos. Los gitanos aprendieron a lavarse los dientes, a llevar las uñas limpias y a restar llevándose, que no es nada fácil. No sé cual de las tres cosas les costaría más trabajo. Los payos(7)
aprendieron a hacer fuego con dos palos, a jugar al futbolín, a contar historias preciosas del pasado de los hombres y a respetar mucho a los más viejos de la familia, a quienes los gitanos llamaban el “patriarca”(8).

(7) Payos es como los gitanos nos llaman a los que no lo somos.
(8) En la raza gitana, el “Patriarca” es el jefe de un “Clan”, es decir, de una familia. Suele ser el más viejo.
Todo funcionaba ya perfectamente en el colegio.

Pero, mientras los niños ya habían superado todas sus diferencias, los mayores se habían dedicado a escribir montones de cartas de protesta.

Habían escrito a los ministros, a los presidentes, a los jueces, a las asociaciones de vecinos, al ayuntamiento y a la comunidad de propietarios. Después de mucho protestar lograron que alguien les hiciera caso y le dieran a la familia gitana otra casa en otro barrio distinto muy alejado.

Se trataba, eso decían los mayores, de un barrio más apropiado para ellos, donde casi seguro se deberían encontrar muchísimo mejor que allí. Y la familia gitana dejó por fin su casa de la calle del Pescado, sin que nadie pidiera su parecer a los niños.

Todos los adultos estaban muy contentos porque, según decían, habían conseguido quitarse de encima un peligro(9)
y, lo más gordo de todo, es que decían que lo habían hecho por sus hijos, para que no tuvieran una cosa que se llama “malas influencias” y que yo nunca supe exactamente lo que quiere decir.

(9) Seguramente no eran todos: Sólo los adultos racistas consideran que los gitanos son un peligro.
Matías terminó así su cuento.
El escritor le había escuchado con la toda la bocaza abierta y los ojos como platos.

Después de un ratito de silencio le dijo:

-Tu cuento ha sido precioso, Matías. Pero ¿sabes qué ha pasado?
-¿Qué? -preguntó Matías muy extrañado.
-Que se te ha olvidado mi merienda.

Y otra vez se pusieron a discutir, como siempre, sobre si era merendar o era desayunar lo que tenían que hacer.

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