miércoles, febrero 22, 2006

La maleta de Arnau

Nota editorial: Este cuento no tiene aún ilustraciones. Fatal. Las tendría si mis hermanas, Mariquilla y Maripepa, además de tener un infinito afán de protagonismo (ver nota editoiral a "El saxofonista de la estación del Metro"), no fueran tan vagas y se hubieran aplicado en la tarea. En fin, poco a poco. Quizás esta nota les sirva de estímulo y en unos días... Está dedicado a un niño que vive en Bunyola, Mallorca, a quien debe su nombre. Tenía cuatro años o tres en el momento de escribirlo. Ahora ya es un niño mayor.
Hay muchas personas que tiran cosas a la basura que están casi nuevas. Son estupendas. Arnau miraba mucho las cosas de la basura. Es verdad: Hay veces que son casi nuevas o que, aunque sean muy antiguas, las han utilizado muy pocas veces y entonces aunque no sean de último modelo están en muy buen uso y valen durante mucho tiempo más.

Una noche que Arnau llegaba tarde a casa –eran más de las diez y su madre no le dejaba volver más tarde de las nueve- vio encima del contenedor de su calle una maleta de aquellas de viajar en tren que se dejaron de utilizar hace tantos años. Era una maleta sencilla, seguramente de cartón forrado de tela de rayas marrones claras y oscuras, con el asa de cuero y los cierres de latón.

Arnau miró la hora: ¡Las diez! Imposible pararse a mirar aquella maleta preciosa, antigua, sin arriesgarse a que la bronca que le esperaba de su madre fuera todavía mas gorda.

Se me había olvidado contar que la madre de Arnau era una mujer muy rigurosa (1)
y no le gustaba nada que su hijo de once años viniera a casa con cosas de la basura. No se sabe si era porque vivía en una casa demasiado pequeña o porque le daba manía pensar que aquellas cosas habían estado en un contenedor. De otra forma no tenía explicación que no le gustaran las cosas casi nuevas que Arnau solía encontrar.
(1) Una persona rigurosa es la que sigue con mucho cuidado las normas. Referido a la madres suele querer decir que es muy estricta con las cosas de los horarios, las comidas, lo de ordenar la habitación, etcétera.
El caso es que eran ya las diez de la noche y Arnau, prudentemente, decidió pasar de largo pese a que en el último momento había descubierto que la maleta de rayas estaba llena de pegatinas de distintos países y lugares lejanísimos que hubiera querido mirar una a una.

Subió las escaleras de dos en dos sin esperar el ascensor.

-¿Qué horas son estas? –regañó a Arnau su madre cuando, ya más tarde de las diez, le abrió la puerta
-¡Sólo las diez! –replicó el niño-. ¿No tenía hoy permiso hasta las diez? –preguntó poniendo su mejor cara de niño bueno (ya le había funcionado en otras ocasiones) y sabiendo que, efectivamente, tampoco tenía hoy permiso hasta las diez
-No. Ni hoy ni ningún día
-Ah! No me acordaba
-¿Qué no te acordabas? –dijo ella mirando amenazante a la zapatilla con la que más de una vez le había puesto el culo como un tomate
-Bueno… A lo mejor sí que me acordaba. Es que…
-Ni es que, ni es que –le cortó su madre de muy mal humor. Ahora mismo a la cocina y hoy te lo cenas todo sin rechistar
-¿Todo? –se quejó Arnau imaginando que se trataba otra vez de espinacas rehogadas con pasas y piñones
-¡Todo! Y sin rechistar, que aún te llevas el mamporro que te has ganado.

Obedeció. No sólo no le quedaba más remedio, sino que estaba con la cabeza en otro sitio. Se acordaba de su maleta, de aquella maleta estupenda que alguien había tirado a la basura, llena de pegatinas llamativas de lugares muy lejanos de muchos de los cuales él ni siquiera había oído hablar. Tal y como le había ordenado su madre, Arnau se comió sin rechistar la cena, el enorme vaso de leche que tenía preparado (casi frío, pero cualquiera pedía que se lo calentaran) y se fue inmediatamente a la cama para poder seguir acordándose de su maleta sin ser interrumpido por los horribles programas que daban a esas horas en la tele. Se durmió enseguida.

Tan pendiente estaba de recordar una a una las pegatinas de lugares desconocidos que había visto casi sin fijarse, que al mismo dormirse apareció como por encanto frente a aquella maleta fantástica. Un cartel rojo muy llamativo pegado en la parte de arriba anunciaba BALI, otro más, también muy llamativo, BUDA-PEST, otro más moderno, como de plástico transparente, se preguntaba “¿Albacete? ¿Pero qué se me ha perdido a mí en Albacete?” (este Arnau no lo entendió); había un rótulo de Noruega, otro de Brasil, de Malta, otro de La Rioja, uno de Cuba, varios de La India, algunos escritos con letras que Arnau no conocía y que se imaginó que serían de La China o del Japón o de alguna república soviética… Checoslovaquia, Cazaquistán o quien sabe. Sabadell, Montreal.

Arnau miró despacio la maleta, la bajó al suelo, se sentó frente a ella. Dos llavecitas muy pequeñas colgaban del asa de cuero, así que la abrió con muchísima precaución (2)
. No sabía qué podía encontrarse dentro y, además, los cierres de latón estaban un poco oxidados y su madre le había prevenido muchas veces contra el tétanos (3).
(2) Precaución quiere decir “cuidado”
(3) El tétanos es una enfermedad que se produce al hacerse una herida con algo oxidado. Es muy peligrosa y difícil de pronosticar, así que es importante tener mucho cuidado con las cosas oxidadas.
¡Extraordinario! Dentro de aquella maleta, entre las telas medio deshilachadas de raso que forraban su interior, por los bolsillos pequeños de la tapa y más grandes de los costados, había cientos de viajes. Había viajes a todas las partes del mundo que olían a humedad y a naftalina, como la ropa de las abuelas de los cuentos. Había un viaje al mismo centro de París, a la estación de Austerlich, que duraba una noche entera y que se podía hacer en el compartimiento de un tren de madera que sonaba con los ruidos de los trenes de verdad; otro viaje a Lisboa que también se hacía en tren, otro en autobús a Alicante, con parada en un pueblo que se llama la Roda, más o menos a medio camino, donde se comen unos pasteles de crema con canela que se llaman “Miguelitos”. Había un viaje a Lleida que terminaba en los Montes Pirineos, en un pueblo, Viella, a la falda de dos montañas altísimas casi gemelas, Els Encantats, muy difíciles de escalar, que le dieron un poco de vértigo.

Arnau buscó más y más viajes. Se detuvo en uno de novios a Mallorca (debía ser de mil novecientos sesenta y tantos porque ahora los novios ya se van mucho más lejos de luna de miel), que incluía visita a una fábrica de vidrio soplado y a unas cuevas prehistóricas de mucho mérito que se llaman las cuevas del Drac. En Mallorca había también un viaje de estudios, pero estaba en la maleta solo de refilón: debía ser una coincidencia.

Viajes a países muy fríos del centro de Europa: Estaba el sonido de un tren muy famoso, el “Transiberiano”, que hacía un trayecto largísimo a través de regiones heladas y tan vastas (4)
que parecían no tener fin. En Servia y en Croacia, estaban las dos capitales –Belgrado y Zagreb- con toda su grandiosidad de antes de que las guerras entre hermanos las destruyeran casi por completo. ¡Oh! Estaba también un crucero (5) a través del Océano Atlántico que duraba mucho tiempo y acababa, no os lo creeréis, en Centroamérica, en Panamá, un país que tiene un río artificial que comunica los dos grandes océanos del mundo, en Atlántico y el Pacífico: se llama el Canal de Panamá y ha provocado muchas guerras e injusticias porque los norteamericanos lo quieren seguir controlando (6).
(4) Vasto es sinónimo de grande, ancho. No confundir con “basto” (con be alta) que, entre otras acepciones, quiere decir bruto.
(5) Viaje que se hace en barco.
(6) Los norteamericanos tienen eso: casi todo lo quieren controlar. El control del Canal de Panamá produce mucha riqueza y bastante poder militar que no quieren perderse.

Y otros cruceros más cortos por los mares que comunican Europa con Asia: Estaba Estambul, la isla de Creta que casi navega por el mar que le da nombre. El Mar Ligur, que se acoda en el Golfo de Génova y el Adriático, que baña las costas de Italia por el Oeste: Arnau pasó mucho rato mirando el Gran Canal de Venecia sentado en el alfeizar de la ventana en la habitación de un hotel de la plaza de San Marcos, al que llegaban los cantos de los “gondoleros” que aún vestían camiseta de gruesas rayas rojas y canotié. Estaba también el Mar de Irlanda, estaba Dublín; y el del Norte, que baña La Haya, aquella ciudad tan fría en la que después se firmarían tratados y que hoy es la sede de un Tribunal Internacional de muchísima importancia.

Había un viaje oscuro y triste, allá por los años sesenta. Un viaje trabajoso, lleno de distancia no querida: Stuttgart, Hannover, Berlín, ciudades que recogieron a los trabajadores que se tuvieron que ir de España para procurar el sustento de las familias cuando aquí faltaban comida y faena para la mayoría.

¡Y al lejanísimo Mar de la China! Arnau se detuvo en un viaje a Shangai que le enseñó aquella cultura de miles y miles de años, aún tan viva y tan extraña, dominada por una religión, la Budista, tan difícil de comprender para los occidentales y, por ello, tan injustamente juzgada con tanta frecuencia.

Los viajes se desvanecían allá por los años ochenta. Después aquella maleta había pasado mucho tiempo en el altillo de un armario compartiendo el hueco con otra de color negro y, fijaos bien, de plástico duro, que tenía nombre propio y un sofisticado sistema de combinación en la cerradura, en lugar del sencillo agujerito para la llave que tenía esta otra.

Arnau comprendió que su maleta se habría dejado de utilizar cuando viajar en avión se convirtió en la manera habitual de ir lejos. Es sabido que en los aviones hay que llevar siempre maletas muy feas y muy resistentes, porque los aeropuertos no quieren a las maletas y estas sufren mucho en las bodegas de equipaje de las aeronaves. Muchos años después, seguramente, alguien debió decidir que era demasiado antigua ya para viajar y la tiró a la basura sin pensar siquiera que otra persona podría aún hacerla servir, a lo mejor sin abrirla para comprobar que aún estaban allí dentro tantos y tantos sitios, tantos viajes, tanto vivido.

Por la mañana mamá había preparado el desayuno como todos los días. Mamá era estupenda: por mal que hubieran ido las cosas el día anterior siempre se despertaba de buen humor y con todo olvidado. Cada mañana empezaba de cero, un día nuevo. Arnau estaba contento, dispuesto a comerse el mundo y el bocadillo de mortadela con aceitunas (su favorita) que ya estaba envuelto en papel de plata para el recreo. Salió con la mochila tan llena de libros como cada día, con los deberes hechos. Ya no se acordaba de lo que había soñado pero, al encontrarse con el contenedor de basura vacío, se le vinieron de pronto a la cabeza todos los sitios estupendos que había recorrido durante la noche rebuscando en su maleta.

Se estaba asustando un poco cuando un suave olor a vagón de tren le llegó desde el callejón de detrás de la casa. Un hombre de aspecto muy descuidado, con pinta de haber dormido esta y más noches a la intemperie (7), la había recogido y se alejaba calle abajo canturreando una canción de Aute. Caminaba y la llevaba con tanta naturalidad que parecía que siempre había sido su maleta. Arnau le miró durante un buen rato. Se metió las manos en los bolsillos como siempre hacía antes de echar a andar y, de repente, sintió el tacto frío de dos pequeños objetos en su interior: Eran las llaves de las cerraduras.
(7) A la intemperie es en la calle.
Corrió calle abajo en busca del señor que se había llevado la maleta y cuando le hubo dado alcance, sin decirle nada –ya os imagináis que tenía prohibidísmo hablar con desconocidos- le tendió la mano con las dos minúsculas llaves sin las que, pensó, el hombre no podría abrir la maleta sin romper los cierres oxidados de latón.

El hombre sonrió con la boca huérfana de algunos de sus dientes, cogió las llaves, desató el lazo del cordón de cuero que las unía y le dio una a Arnau.

-Nunca se sabe cuando volverá a ser tuya –le dijo con un guiño. Y desapareció por las calles de la ciudad canturreando la misma canción.

Arnau apretó fuerte la mano. Volvió a meterla en el bolsillo y corrió hacia la escuela tan contento como nunca antes lo había estado. Estaba seguro de que cuando fuera mayor se reencontraría con su maleta. Pensó que le contaría entonces las andanzas de aquél u otros tantos hombres como aquél, que se habría llenado con las historias urbanas de esta o quien sabe qué ciudades. Y él conservaría la llave para descubrirlas.
Pensó que, para entonces, el ya tendría edad para viajar por el mundo y seguir llenando su maleta de lugares lejanísimos y se prometió que siempre viajaría con ella, que nunca llevaría una de esas negras de plástico duro con sistemas de combinación en la cerradura.

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