domingo, julio 12, 2020

El rey blindado

La Constitución Española de 1978 encierra un par de contradicciones palmarias en torno a la igualdad de las personas y ambas tienen que ver con el trato que dispensa a la Corona.

La primera es la preferencia del varón a la mujer en la sucesión al trono (¿por qué don Felipe y no doña Elena? Ambos son altos y guapos, los dos hablan inglés, los dos tenían acceso a la mejor educación que un Estado pueda proporcionar a un heredero y ninguno de ellos precisaba de otro merecimiento para ocupar la plaza). La otra, la segunda, trasgrediendo también  el principio aparentemente sagrado de la igualdad de todos ante la ley, es la condición de irresponsable que otorga al monarca.

(Anotación: la condición de irresponsable de Juan Carlos I está fuera de toda duda. La acepción jurídico-constitucional, sin embargo, no se refiere a que sea un bala perdida, sino a que no tiene que responder por sus actos, esto es, que carece de responsabilidad por ellos, sean estos cuales fueren).

El artículo 53.3, textualmente dice: ‘La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo (…)’.

20200712_012401Mucho se ha escrito por personas infinitamente más solventes que yo mismo sobre si esa irresponsabilidad debe alcanzar a todo acto del monarca o únicamente a aquellos que requieren de refrendo para su validez, es decir, si el debatido punto tercero del artículo 53, habilita al monarca para tener hijos y no reconocerlos, cobrar comisiones ilegales, ocultar su fortuna en cuentas opacas al Fisco o atropellar peatones impunemente con alguno de los lujosísimos vehículos del parque móvil de la Casa Real.

Y el problema parece que está aquí.

Porque todo eso no le quita ni le pone nada al rey emérito, que viene dando cuenta de su catadura moral desde hace muchísimo tiempo y al que un pacto no escrito ha mantenido fuera del foco mediático nacional durante cuatro décadas (digo nacional porque la prensa extranjera ya venía dando cumplida cuenta de los dislates regios). Tampoco le quita ni le pone nada al rey que reina, cuya firma ha aparecido, según cuentan, estampada en algún documento de moralidad más que discutible en fechas en las que, por cierto, no estaba aún investido de la inviolabilidad que hoy le protege.

Todo esto, decía, no da noticia de otra cosa que de la senectud de nuestra Constitución. Está mayor. Muy mayor. Vetusta. Anciana.

Que el rey emérito o el rey que reina sean o no unos corruptos no debe escandalizar a nadie: si el poder corrompe, el poder ‘inviolable’ debe corromper la hostia. Lo arcaico de la institución produce arcaísmos: tampoco esto nos conmueve.

Lo que sí deberíamos empezar a plantearnos ya (mejor cuanto antes) es cómo quitarnos de encima esta barbaridad.

Hacer sangre ahora de la conducta incalificable de Juan Carlos I y mandarlo a las Antillas a un país sin tratado de extradición (por lo que pudiera pasar), o pasear a Felipe VI por toda la geografía nacional montado en un coche que vale medio millón, no nos va a sacar de esta. La discusión de los servicios prestados a España (si es que hubo alguno) y de si lo uno compensa lo otro, es tan estéril como irrelevante: conduce a la melancolía.

Pero atención, porque los pueblos, al final, tienen los gobiernos que se merecen (José de Maistre), y por mucho que hablemos, discutamos, cacareemos, el Rey es rey y el Rey es inviolable. Así lo manda la Constitución Española de 1978.

¿La reformamos?

Podríamos estar pensando en el establecimiento de la tercera república española, o podríamos estar pensando en algo más sencillo: regular con más acierto y menos privilegios una institución de por sí difícil de encajar en un ordenamiento diseñado para regir los destinos de un pueblo en el siglo XXI; pero ambas opciones pasan por tocar algo que, hasta el momento, ha parecido intocable.

Verá:

El artículo 168 de la Norma impone un complejísimo procedimiento para la modificación, precisamente, del Título en el que regula la Corona (el Título II). Es el mismo procedimiento que articula para modificar el Título Preliminar (en el que se define entre otras cosas la forma política del Estado) y la Sección en la que se contemplan los derechos y deberes de los ciudadanos.

El resto de la Norma se puede modificar a través de un proceso mucho más sencillo, aunque también más alambicado que la mera aprobación o modificación de cualquier otra ley, sea ordinaria u orgánica.

Cuarenta años de perspectiva dan para analizar el porqué de que aquellas Cortes blindaran de una forma tan extraordinaria la figura del jefe del Estado. En qué confiaban, en qué no, y cuáles eran sus miedos en un momento en el que la estabilidad política del país estaba cogida con pinzas, el ruido de sables reinaba en los cuarteles, la Iglesia (más poderosa aún entonces que ahora) estaba dispuesta a excomulgar por comunista a todo el que levantara el puño y los poderes económicos se aferraban a las bicocas que el régimen franquista, el Régimen, les había proporcionado.

La modificación del Título II (este que regula la Corona como Jefatura del Estado) o del Título Preliminar (en el que se establece la Monarquía parlamentaria como la forma política del Estado español) obliga a la aprobación de la iniciativa (la sola intención) por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. Después, las cámaras elegidas deben ratificar la decisión y redactar el nuevo texto constitucional. Este nuevo texto tiene que ser aprobado también por mayoría de dos tercios tanto en el Congreso como en el Senado y, aprobada la reforma, ha de ser sometida a referéndum para su ratificación.

Ahora piense en Casado, en Abascal, en Sánchez, en Iglesias, en Arrimadas, en Rufián, imagine qué clase de acuerdo sería posible alcanzar entre ellos y vuelva a hacerse la pregunta:

¿La reformamos?

Añada a la ecuación el hecho de que la tercera fuerza política de nuestro Parlamento (ocupando legítimamente 52 de los 350 escaños), ni siquiera respeta los postulados más elementales de la democracia y se ha posicionado abiertamente a favor de un golpe de estado. Vuelva a preguntarse.

¿La reformamos?

Hablemos de lo que importa. No importa el nivel de corrupción que puede alcanzar alguien que no tiene la obligación de responder por sus actos. Importa entender por qué hemos consentido que eso haya sido así y que un anacronismo como ese siga en vigor en un país que pretende ser una democracia avanzada y en muchísimos aspectos lo es. Importa decidir cómo terminar con semejante barbaridad.

Lo otro es dar por buena la sentencia de José de Maistre (aquello de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen), en la versión actualizada del francés André Malraux: es dar por bueno que ‘las gentes tienen los gobernantes que se les parecen’.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

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