domingo, abril 05, 2020

Obligados a aprender

Cada uno andará sacando ya sus propias conclusiones. Con tanto tiempo para pensar, una vez que el canal fútbol ya no vale para nada, y con la enorme cantidad de información (y desinformación) que mana de los medios tradicionales y las redes; con 15 días ya de experiencia en el confinamiento parcial y 7 más de hibernación casi total de la economía, ya tenemos almacenados datos suficientes para ensayar las primeras ‘grandes verdades’ que arroja esta situación tan nueva.

Aquí van las que yo intuyo, sin perjuicio de que el prolongamiento de la cosa las pueda modificar parcial o totalmente (recuerde, ‘estos son mis principios, si no le gustan…’)
La primera gran verdad que se me viene a la mente es que Leonel Messi no se gana el sueldo. España puede sobrevivir dignamente sin que el calendario de la Liga llene los espacios de ocio de la ciudadanía. No hay fútbol y no pasa nada, salvo para los que se enriquecen con el colosal negocio del balón.
La segunda abunda en la primera. Leo Messi no se gana el sueldo y los investigadores de este país (¿del mundo entero?) están tan infravalorados que da vergüenza poner en comparación las cifras. La diferencia es que Leo Messi te salva la tarde de un domingo (solo si eres del Barça) y un investigador que levanta al mes 1.800, le puede salvar la vida a la sociedad toda. Jugar a pelota, aunque sea como los propios ángeles está, pues, sobrevalorado. Estoy dispuesto a dar un euro por cada científico al que usted conozca con nombre y apellidos, indicando para qué organización trabaja y de cuántos artículos es autor en publicaciones internacionales de prestigio. Yo ya le digo que no me sé ninguno.
aprender por oblibaciónLa tercera gran verdad es más enigmática. Yo mismo aún no sé  qué conclusión sacar de ella siendo, como es, cierta: Mientras en Europa la pandemia termina con las existencias de  papel higiénico, en Estados Unidos lo que se acaban son las armas de fuego. Se conoce que cagarnos nos cagamos todos, pero mientras los unos ventilamos nuestros miedos en la intimidad del excusado, los otros se envalentonan y se disponen a terminar con ellos a tiro limpio. Debe ser la consecuencia de los héroes que modelaron el imaginario de las infancias de cada cual, los nuestros Rompetechos, Carpanta, Mortadelo y Filemón, los suyos el Capitán América, Batman, Superman. Esto debe conformar la personalidad colectiva de los pueblos.
Otra: el uso que las personas hacemos de la tecnología va a cambiar por completo y en todos los ámbitos de nuestra vida. No solo hemos aprendido a teletrabajar y comprendido los conceptos ‘escritorio remoto’ o ‘herramienta colaborativa’; hemos aprendido a hacer la compra por Internet (por mal que están funcionando las aplicaciones de las grandes plataformas de distribución domiciliaria de alimentos), pero no solo la nuestra, también la de nuestros padres e incluso en según qué supuestos, la de nuestros hijos; hemos aprendido a utilizar eso del Movistar+ que nos vendieron junto con una línea de móvil que no necesitábamos al contratar los datos de nuestra casa, más allá del canal fútbol; hemos descubierto qué quiere decir Netflix. No es cosa menor (o, como diría Rajoy, es cosa mayor): el tráfico de datos en estos días ha experimentado un crecimiento tal que las grandes plataformas han temido por su capacidad para transmitirlos, augurando en algunos casos una posible saturación de los sistemas. Pero hay más. El tirón que la pandemia va a dar de la tecnología, del llamado ‘big data’, de la robótica, de las aplicaciones científicas, es abrumador y, con toda probabilidad, cambiará nuestra forma de acceder a la información (esto ya ha cambiado), a los bienes de consumo, nuestros hábitos de movimiento, nuestras costumbres en todo lo que se refiere al ocio, nuestros métodos de aprendizaje, nuestra forma de relacionarnos, incluso, con nuestro entorno inmediato.
Una más: la Corona puede renunciar a parte de la Guardia Real y poner a los chicos a hacer cosas útiles. Enorme, simplemente, enorme. Sobrecogedor.
La penúltima: el Estado funciona. A pesar de la ignominiosa oposición a la que se ha sometido al Gobierno por parte de quienes no dudan en sacar tajada política de los muertos (ya lo demostraron con el desastre de ETA, con el 11-M, con la guerra de Irak o con el accidente del Yak-42 en Turquía), el Estado ha demostrado funcionar. Con los errores cometidos (no faltaría más) se ha constatado que la autoridad central se puede superponer a las competencias autonómicas cuando la cosa se pone fea e implantar un único espacio de toma de decisiones para adoptar las medidas que se consideran precisas para el interés de España. Los mecanismos de colaboración entre el poder central y el territorial se han desvelado más que razonablemente eficientes, excepción hecha de los contados casos que todos conocemos y que nada tienen que ver con la pandemia; la sociedad ha respondido de manera impecable a la exigencia de confinamiento ordenada por el Gobierno, nada sencilla ni de tomar, ni de acatar; las medidas económicas, con sus luces y sus sombras, tienden a no dejar a nadie atrás. Con sus luces y sus sombras. La actuación coordinada bajo un mando único de Policía Nacional, Guardia Civil, policías autonómicas y locales, cuerpos de bomberos, Ejército (de aplaudir la colaboración de la Unidad Militar de Emergencia), son un ejemplo también impecable de Estado que funciona.
El gran ‘pero’ de todo esto se esconde en la poquísima utilidad práctica que han demostrado las grandes organizaciones transnacionales, léase la ONU, la OTAN y, desde luego la Unión Europea que, sin una estructura clara de poder político, no ha sabido (¿podido?) estar a la altura de las circunstancias que se plantean cuando lo que se viene encima entraña un riesgo cierto e inmediato, insensible a la subida o bajada de los tipos de interés o a la aplicación de medidas de contención del déficit público. Europa, amén de unas dosis de insolidaridad que rozan el esperpento, ha reaccionado tarde y mal, manteniendo su actitud ya clásica de desprecio a los países del sur.
Y la más gorda: los fines del Estado, según los conocemos hoy, son antiguos. El concepto de ‘seguridad pública’ ha cambiado radicalmente en el último mes. No es de las balas de lo que hay que protegerse. Es de otra cosa. Y es muchísimo más peligrosa. Mata más. Y mata globalmente, porque las amenazas no son locales.
Protegerse de esto implica, primero, comprender que el problema es global y, después, potenciar de manera drástica e inevitable nuestra capacidad para la investigación y a nuestros investigadores, nuestra sanidad y a nuestros sanitarios, nuestros recursos sociales y de protección de la dependencia, los efectivos humanos, técnicos y económicos que somos capaces de poner a disposición de las situaciones de catástrofe. Porque si del llamado ‘estado del bienestar’ quisimos (quisieron) evolucionar al ‘estado de la seguridad’ (de tiente mucho más económico que policial, por cierto), definir el concepto de ‘seguridad’ se hace hoy más necesario que nunca. Disponer de los mecanismos precisos para hacer que esa seguridad sea posible implica repensar integralmente los Presupuestos  de la Unión Europea, los Generales del Estado, los de las comunidades autónomas y los de las corporaciones locales. Seguramente también los de la OTAN, los de la ONU (especialmente los de la OMS). Dotar a los pueblos y a las personas de medios de subsistencia que garanticen vidas dignas, donde subsistencia significa algo más profundo que llegar vivo a fin de mes.
El dinero, no me cabe duda hoy, hay que dedicarlo a otra cosa. La responsabilidad social de las empresas hay que hacerla valer más allá de las donaciones graciables de aparatos carísimos a los hospitales (que bienvenidos sean a falta de otros caminos para ejercitarla). La fiscalidad tiene necesariamente que cambiar.
‘Estar seguro’ es lo que quiero que hoy me dé el Estado.
Nota al pie: ayer por la mañana se murió Luis Eduardo Aute. Me atreví a parafrasear una de sus canciones para titular este blog. En este tiempo de muerte parece solo una más. Pero es mi adolescencia, mi juventud y una buena parte de mi edad madura. Hasta siempre, hermano Eduardo.
Y el dibujo es de mi hermana Maripepa.

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