domingo, diciembre 17, 2017

Cuento de Navidad



Una semana convulsa esta. Ha venido llena de campaña electoral catalana, de tiroteos, asesinatos, de juicios de políticos, de juicios de violadores, de publicidad insultante en la tele (no se me va de la cabeza ese de un chico guapísimo y sofisticadísimo que cuando se echa colonia en el rabo produce el desmayo de las muchachas igualmente guapísimas y sofisticadísimas que le observan). Otra semana convulsa en este tiempo convulso.

Sin embargo el otro día algo me reconcilió con el género humano, este con el que mantengo una relación menos apasionada a medida que voy cumpliendo años.

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Ordenando el tráfico
Miraba la calle Preciados de Madrid desde la Puerta del Sol y observaba que el tránsito de las personas se producía en sus dos sentidos posibles, hacia Callao y hacia la misma Puerta del Sol. Eran alrededor de las doce de la mañana del lunes y recordé la ignominia de que la indeseable alcaldesa de la capital estaba obligando a los madrileños a circular en una única dirección (hacia Callao) por esta calle y en la contraria (hacia Sol) por la paralela del Carmen. Lo había visto por la tele y después las redes sociales lo habían repetido hasta la saciedad.

Asombrado por lo que me pareció una ejemplar manifestación de desobediencia ciudadana me acerqué a un guardia. Este era un hombre más cercano a la jubilación que al día en que sacó la plaza, cuyo aspecto no hacía sospechar que estuviera añadido al grupo de chat en que sus compañeros tan lúcidamente criticaban semanas atrás a la alcaldesa y loaban a Adolf Hitler y sus acertadísimas políticas xenófobas. En fin, me acerqué a un guardia.

Le pregunté. Le hice saber mi asombro sobre la evidencia de que las personas estuvieran caminando a su libre albedrío por calles cuya circulación había sido tan torpemente regulada por la alcaldesa Carmena.

¿Pero no ve usted que ahora no hay casi gente? —Espetó el policía—. Esa medida —continuó— se aplica cuando esto se peta de tal manera que por aquí no hay quien camine, a horas en que la aglomeración es tal que hace temer por una avalancha humana, tal y como ya ha sucedido en algunas capitales europeas. O sea —finalizó—: que vale para ciertos días y solo a ciertas horas. Todo lo demás son las tonterías de las televisiones.

Imposible salir de mi asombro. Este servidor público, no solo estaba de acuerdo con la decisión de su jefa, sino que la defendía y la explicaba a los viandantes que se interesaban por ella criticando sin paliativos a quienes la habían vituperado y convertido en motivo de burla.

No. No salgo de mi asombro. Hay personas (no lo van a creer) capaces de razonar por sí mismas, de analizar las cosas y de defenderlas en contra de lo que los regidores del pensamiento único promulgan como verdades universales.

En este momento trato de hacer criterio sobre si lo que procede es proponer una sanción disciplinaria contra el funcionario o pedirle matrimonio. Pero esto me hizo pensar que, a lo mejor, la alcaldesa de Madrid no es gilipollas y que la medida de ordenar la circulación de las personas podría tener su sentido.  Para desgracia del común de los mortales, el lunes descubrí que quedan personas dispuestas a acatar las decisiones que legítimamente toman los responsables públicos e incluso a defenderlas contra el pensamiento que se nos impone.

Así que, mientras los dos criticamos la decisión de la alcaldesa Carmena, me atrevería a plantear una pregunta: ¿Cuánto hace que no ha caminado usted por la calle Preciados un 23 de diciembre a las ocho de la tarde? ¿De qué concreta experiencia hemos partido para ridiculizar esta medida? ¿Nos hemos parado a pensar que, a lo mejor, hacía falta? El funcionario con el que me encontré, uno de los tantos que tiene como misión procurar el normal devenir de los acontecimientos en las calles, también en el mes de diciembre en Madrid, la veía acertada.

Un servidor público del que sentirse orgulloso. Al menos en Madrid hay uno. Un guardia.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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