domingo, julio 21, 2019

El tonto y la luna

50 años después de que una misión norteamericana, la Apolo XI, consiguiera que el hombre pusiera un pie en la luna en aquel “pequeño paso para el hombre, pero gran salto para la humanidad”, el presidente del país, un primate con la cultura general de una gallina y la cultura política de su gallo peleón, se empeña alcanzar las más altas cotas del ridículo, de la pobreza intelectual. Se empeña en hacer retroceder a la nación a la que representa esos cincuenta años y otros cien más.
Pensábamos que Esperanza Aguirre representaba todo el catetismo que puede experimentar una persona en política activa (cómo no recordar aquella mención a José Saramago como la diseñadora Sara Mago, o la proverbial excusa que esgrimió por no haber visto la película Airbag, de Juanma Bajo Ulloa, diciendo que ella solo veía cine español). Pero no. El record de catetez de un político en activo ha trascendido nuestras fronteras y se ha ido a los Estados Unidos de América, donde su presidente, Donald Trump, le pregunta a la premio Nobel de la Paz, Nadia Murad, que a ella, en concreto, por qué la premiaron. Y se lo pregunta en el despacho oval, un sitio al que según parece obvio se debe acceder por invitación del propio presidente y previa una mínima preparación del acto por parte de su Gabinete. Se ve que los pobres no tuvieron un minuto para ilustrar a su titular acerca de quién coño era su invitada y el otro puñado de gente extraña que la acompañaba.
El desprecio de Donald Trump por la política, por la sociedad, por la cultura, por la mujer, por la igualdad, por la paz, justifica sobradamente que aquel acto no le mereciera el más mínimo interés, como así se demostraba en la cara de nada que mantuvo mientras duró y que ha dado la vuelta al mundo en videos del evento que se han convertido en virales. De hecho, debía estar repasando la retahíla de insultos que había lanzado ese mismo domingo a Ilhan Omar, esa congresista musulmana contra la que incendió a todo su auditorio en un mitin que quedará para la historia. Ella, junto con Ayanna Pressley, Alexandria Ocasio-Cortez y Rashida Tlaib, representan el ala izquierda del partido demócrata, convertidas en el “Escuadrón” y seguramente su lucidez, su discurso, su garra, las convertirán (si no lo son ya) en líderes del pensamiento libre en el mundo.
“¡Enviadla de vuelta! ¡Enviadla de vuelta!” gritaba enfebrecido el público asistente que, en algún momento, debió confundir el foro con un circo romano y esperaba a que el César, con el pulgar hacia abajo, sentenciara a la congresista a muerte.
Esta suerte de incitación al odio va un punto más allá de la condición de paleto del presidente estadounidense. Apréciese que en este país, por ejemplo, es un delito: la Fiscalía hubiera actuado de oficio contra un demente que, en olor de multitudes, se hubiera atrevido a lanzar semejante mensaje. No es la simple paletez de un irresponsable, es la preparación de un clima de miedo, de exaltación de la raza, de xenofobia pura, que al futuro candidato republicano a revalidar el título a la casa blanca le viene que ni pintado.
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Donald Trump ha convertido su presidencia en el hazmerreír del mundo, además de sumir a su país en la desconfianza económica más alarmante con la insensatez de sus guerras comerciales. Pero tiene en su poder un arma poderosa: el miedo a lo diferente que sabe despertar en la muchedumbre que le sigue a ciegas. Y la va a usar (esa y a lo mejor otras igual de mortales). Quiere volver a ser presidente, le ha molado. Y en su infinita irresponsabilidad, no le importa que su pueblo (el resto del mundo igual, por simpatía) pague el precio del odio para conseguirlo.
Trump parece ser el tipo que, cuando el sabio señaló a la luna, miró el dedo. Y lo amputó.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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