domingo, agosto 18, 2019

18 de agosto

Izan aprieta los dientes en la orilla. A los catorce años de su edad, todo maduro ya, ha descubierto que su vida es miserable.
El apartamento que sus padres compraron en la playa antes de nacer él no tiene WiFi y su madre se ha negado a contratarle una tarifa de datos que aguante su intensa actividad social en las redes. ¿Para qué quiere el smartphone en esas absurdas circunstancias? Para colmo de sus males, en el supermercado de la urbanización no hay Nutella… Se tiene que conformar con la Nocilla de toda la vida, que no le gusta nada; los yogures griegos tampoco son de su marca preferida y cada vez que papá y mamá los llevan a comer al chiringuito de la playa comprueba que el pollo de la paella mixta no tiene sabor ninguno. Los amigos continúan su vida frenética en Instagram, pero Izan apenas ha podido subir un par de fotos mediocres luciendo su cuerpo en formación: apenas cinco likes.
Su hermana parece boba. Todo le cuadra. Le basta con repetir en la tablet una y otra vez los episodios de Ladybug que tiene grabados, así que no necesita datos para nada. Y no se queja ni de la puta Nocilla ni de los petit suisse de marca desconocida que les ponen para el postre. Parece que ni siquiera le afecta el calor insoportable de la habitación que comparte con él en el apartamento, hacinados en una litera como si fueran soldados. A Izan le toca la de arriba, claro, para eso es el mayor, pero aun así, le cuesta conciliar el sueño tan cerca del techo.
Su padre le ha prohibido volar el dron en la playa, por miedo a la denuncia de algún desalmado. Solo alguna tarde de sol insoportable se lo ha llevado a las afueras para practicar con él; no ha habido tiempo para hacer una sola foto buena que subir. ¡Y quedan todavía dos semanas!
Fátima, a los once años de su edad, es ya una mujer adulta. No aprieta los dientes en la orilla de la playa porque tiene muchísimo miedo. Busca a su madre entre los cuerpos desvencijados de los otros africanos que se hacinaban en la neumática. Otros que, como ellos, habían recalado en Siria tras miles de kilómetros para iniciar el viaje hacia la supervivencia. Tiene miedo porque no sabe si su madre habrá sobrevivido a los dieciséis días de travesía y no recuerda nada de los últimos tres. Tiene el recuerdo de la sed, de tiritar en el frío húmedo de por las noches, del sol del mediodía quemando en su piel oscura, del hambre de días. Y le resuenan en la cabeza las miles de historias que le contaron de niñas sudanesas como ella que acabaron violadas por los soldados o vendidas por la mafias de las que nunca más se supo. Rebusca entre las bolsas de los hombres muertos algo de comer. No sabe que está a salvo. No sabe qué es ‘a salvo’. Su hermano Nawed murió en el bombardeo de Duma (cerca de Damasco) el año pasado mientras esperaban el transporte. Fátima no sabe que el bombardeo se perpetró por una fuerza conjunta de Estados Unidos, Francia y Reino Unido, ni sabe que Nawed fue una de las poquísimas víctimas ‘colaterales’ de la operación que Trump había celebrado en Twitter con la escueta expresión ‘Misión cumplida’. De papá no guarda más que el recuerdo de cómo le acariciaba el rostro el día que le cortaron el clítoris.
A Fátima le cortaron el clítoris de muy pequeña, le enseñaron que el cuerpo no se enseña, que se reza cinco veces al día, que no se come jalufo, que al hombre de su vida lo elegirán por ella y que hay que dar muchas gracias a Alá por los dones recibidos. Se lo dijeron esto tantas veces que ahora, mirando a su alrededor y sin encontrar don alguno que agradecer, no sabe si tiene que rezar o no, ni por qué cosa hacerlo.
Insiste en mirar a su alrededor; su cerebro torturado le niega la sensación de ‘estar a salvo’ porque, a lo mejor, no está a salvo.
A las ocho y media de la tarde, Izan ha salido ya de paseo con sus papás a los puestos de los hippies. Sigue con los dientes apretados porque tanta injusticia se le hace difícil de soportar: prácticamente le han hecho vestirse de domingo para salir a tomar un helado.
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A las ocho y media de la tarde, Fátima sigue esperando con los ojos clavados en el horizonte, el sol ha caído y ya no le quema; canturrea inconscientemente una oración en voz casi audible. Ahora buscará algo para arroparse en la noche. Escucha las voces muy lejos de otra neumática que se acerca a la costa. Y la espera.
Fátima e Izan, los dos, miran al Este ahora. Es el mismo mar. Es la misma tierra. Apenas unas decenas de kilómetros entre el uno y la otra.
En el mismo mundo.
 A las dos de la mañana de este viernes, en el barrio de Tetuán, ha sido encontrado el cuerpo asesinado de una mujer de 49 años. La policía busca al asesino, presuntamente su compañero. El Ayuntamiento de Madrid ha decretado un minuto de silencio para el próximo lunes y no uno, sino tres días de luto oficial. Menos mal. Sería muchísimo mejor que no intentaran más nunca convencernos de que la violencia machista no existe.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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