domingo, febrero 18, 2018

Discapacidad (social)



De un país en el que un niño de 19 puede comprar un arma de guerra al precio de un teléfono móvil se puede decir que tiene problemas.

Si después de una matanza de 17 chicos en un colegio, el presidente del país reflexiona sobre el grave problema de la salud mental de quienes las disparan, ya no hay ninguna duda: el país tiene problemas.

De un país en el que una señora de 83 años mata a su hijo de 64, sordo, mudo, ciego y con problemas de movilidad e intenta suicidarse después con el mismo cóctel medicamentoso con el que perpetra el homicidio, todo ello porque ya se ve sin fuerzas para seguir haciéndose cargo de él tras 64 años de dedicación, se puede decir que tiene problemas.

Si después la Fiscalía acuerda con la defensa una pena que no implica privación de libertad, ni limita el ejercicio de los derechos de la anciana, más allá de someterse a tratamiento psiquiátrico, algo conforta nuestra maltrecha conciencia de ciudadanos. Esto ha sucedido esta misma semana y nos ha hecho congraciarnos con el “sistema”, aunque sea por unas horas.

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En el primer caso, los defensores de la libre tenencia de armas declaman henchidos la Segunda Enmienda de su Constitución: “Siendo necesaria una Milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido”. El texto y su significado se comprenden mejor al saber que fue escrito en 1789, año en que las Cortes de Castilla, de la mano del Rey Carlos IV, aprobaban una Pragmática Sanción, también vigente e igual de antigua, que otorgaba al heredero varón la preferencia en la sucesión al Trono volviendo así al orden sucesorio de las VII Partidas. Todo muy antiguo. Aquella enmienda se introdujo en aquel tiempo para que la ciudadanía se pudiera defender del poder del propio Estado en el caso de que este abusara de su fuerza, evitando así la indefensión de mujeres y hombres ante el “aparato” que se constituía. Los constituyentes no se fiaban mucho de lo que estaban construyendo, por lo que se ve. Mucho parece pretender que, a su amparo, los niños de 19 puedan comprar, portar, usar, armas de guerra.

En el segundo caso, a pesar de la tranquilidad que nos produce saber que la sentencia no impondrá sino el tratamiento psiquiátrico de la anciana, no proclamamos nada. Solo nos preguntamos qué hará una señora de 83 años al cargo de un hombre de 64 que no se mueve, que no ve, que no oye, que no habla. Y nos preguntamos quién se vería con fuerza moral para condenarla por haber intentado, 64 años después, descansar en paz ella y su hijo.

En el primer caso hablan también de la discapacidad, pero solo de eso. Los fabricantes de armas tienen dinero y, por ende, poder suficiente como para que de ellos no se hable. Se preguntan cómo evitar que las personas que la padecen molesten a la sociedad hasta el punto de liarse a tiros en los institutos o en los supermercados. No se habla de lo inconveniente que resulta que las personas puedan armarse libremente hasta los dientes.

Algo muy raro está pasando en el mundo. Sin embargo, mientras allá se preguntan cómo evitar que sus discapacitados sean molestos hasta el punto de matar, aquí, como no matan, nos preguntamos cómo la sociedad no protege a sus madres de la pena de 64 años de cuidados absolutos, esa pena brutal que conduce a la cordura —locura por eufemismo para que opere la eximente absoluta— de pensar que, lo mejor, lo mejor sin duda, es hacerla acabar.

Dos formas diferentes de entender el mundo. Esta manera nuestra de entenderlo conforta, abriga. La estulticia de nuestros políticos no alcanza según qué cotas. A pesar de todo, el grado de civilización que ha alcanzado nuestro pensamiento no puede por menos que resultarnos amable.

La nuestra es una sociedad avanzada. Consigamos que los defensores de la cadena perpetua, los amantes de la venganza, los perseguidores de la diversidad, en suma, los que odian, no nos la jodan.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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