domingo, septiembre 16, 2018

Sí, amigo Sancho, con la Iglesia


Supongamos que nada es de por sí universalmente bueno, ni únicamente perverso. Que las cosas son como son y que, frecuentemente, uno las toma por buenas o malas según su educación, su entorno cultural o social, el hemisferio al que pertenece, la ‘norma paterna’ o aquel conjunto de circunstancias que individualmente o todas a la vez han conformado lo que venimos en llamar sus convicciones.

Partiendo de la base de que el bien absoluto no existe, como tampoco está el mal incondicional en el mundo, imaginemos ahora que una organización de cualquier índole, con implantación planetaria, se ve salpicada por millares de casos de pederastia, de apropiaciones indebidas, de trato vejatorio a las mujeres que la integran, de abuso de poder… y que mantiene esta actitud, prácticamente, desde que el mundo es mundo o, por ser más fieles a la Historia, desde que alcanza la memoria escrita de su andar por el orbe de la tierra.
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Ahora imaginemos que la Ley les asiste (lo sé, cuesta un poco). Imaginemos que la Ley Hipotecaria de nuestro país (hasta su reciente modificación en 2015) le permitía apropiarse de bienes que no estuvieran inscritos a nombre de otros, o que la legislación penal excluyera a sus ministros de la obligación de denunciar la comisión de delitos de los que tuvieran conocimiento (aunque se tratase de violaciones de menores) so pretexto del sacro deber del secreto de confesión. Imaginemos que el inconstitucional sojuzgamiento que hacen de la mujer en toda su extensión estuviera justificado por algún precepto (ahora no se me ocurre otro que el grosero invento del pecado original) cuya aplicación les eximiera de la obligación de la igualdad, preceptiva para el resto de institutos privados o públicos. Incluso imaginemos que fuera legal desahuciar a una mujer de la que fue su casa durante más de 30 años, para hacer unas reformas que eran muy necesarias.
Si ha sido capaz de procesar este cúmulo de despropósitos, solo le falta imaginar que todo eso se hace en nombre de un dios y ya tendrá a la Santa Madre Iglesia, con todos sus complementos, dibujada en este artículo.
Su cabeza visible es el Papado de Roma, un reino feudal al que su propia regla del celibato excluye de la inveterada costumbre de ser hereditario. El de ahora se hace llamar Francisco, a secas, como muestra de su infinita humildad (argentino, jesuita y príncipe de la Iglesia, sobran comentarios para comprender que se trata del hombre más humilde del mundo, como el más modesto).
Francisco ha convocado a las testas coronadas de la organización para tratar, de entre todos ellos, el problema más urgente que acosa su reinado: la pederastia. Pocas bromas: Irlanda, Boston, Australia, Alemania, Chile, Pensilvania…, ya se le han incendiado, y esa cosa del ‘me too’ que hace a estos acontecimientos escandalosos convertirse en ‘olas’, hará que pronto ardan España, Italia, el mismo Estado Vaticano y sabe Dios (nunca mejor dicho) cuántos más.
La pederastia: decenas de miles de casos documentados que se han escapado de la acción de la justicia por el encubrimiento deshonroso de quienes conocieron de ellos, hombres buenísimos todos, hombres de Dios (hombres de Dios, digo, porque mujeres no existen en la jerarquía de la institución). Decenas de miles de casos a cuyo socaire se abre ahora un gran debate ético-jurídico sobre alcance y contenido del secreto de confesión. Paradojas.
De tanta urgencia, de tal clamor, tanto dolor produce el asunto en el Papa de Roma, que ha convocado a sus lugartenientes primeros, a sus generales, para dentro de unos cinco meses. Ahora no se sabe si tan llenas están las agendas de tan significados clérigos o si se hace así con la esperanza de que la mitad de ellos no hayan sobrevivido a la espera a tenor de lo avanzado de sus edades. Cinco meses. Total, la iglesia cuenta ya con dos mil años a sus espaldas… ¿no habrá asunto que no le aguante cinco meses?
Y el debate jurídico continúa. Y sesudos teólogos hablan y hablan mientras los ministros de la Iglesia siguen impunes, violando niños, seguramente a salvo, sabiendo que la confesión lavará sus culpas en lo moral y que, en lo legal, seguirán siendo un secreto que morirá con el padre confesor, tal y como las culpas del padre confesor morirán con ellos que, para este caso tocados de estola, escucharon silentes sus pecados. ¡Qué atrocidad!
Y Francisco, el pobre, está pesaroso. Lo siente de veras. Le cuesta tanto…
¿Qué le pasa a la Santa Madre Iglesia que nadie puede erradicar de entre sus ritos ¡la pederastia!?
¿De qué clase de bula disfruta para que no sea tenida por organización criminal en aquellos países en los que el encubrimiento sistemático de delitos tan atroces es ya más que público, más que notorio, está más que probado?
¿Qué coño es la Santa Madre Iglesia?
¿A quién le importa ese riquísimo debate sobre el secreto de la confesión mientras violan a sus hijos y lo encubren?
¿Por qué se adueña de lo que es de todos?
¿Por qué sojuzgan a la mujer, la convierten en ‘parra fecunda’ y los demás lo consentimos sin reparar en el daño que esto hace a sociedades que, como la nuestra, intentan escapar a duras penas del machismo?
¿Qué hace metida en nuestras escuelas?
¿Por qué el Estado Español no ha sabido asumir todavía la aconfesionalidad que la Constitución le atribuye?
¿Serán así de inescrutables los caminos del Señor?
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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