domingo, octubre 14, 2018

Papas y parteras

Que la Santa Madre Iglesia esté en contra del aborto no sorprende a nadie.

Los motivos últimos, francamente, lo mismo me dan.
Molesta más la publicidad engañosa. Recuerdo aquel cartel patético de no sé qué asociación pro vida que exhibía la mano abierta de un niño de cinco años y rezaba “Mamá, no me mates”, como si alguien estuviera intentando justificar el asesinato de un niño de cinco años.
Ahora es el Papa de Roma, el dicharachero Francisco, el que llama poderosamente mi atención y a mi indignación, cuando lo escucho en uno de esos mítines pontificios de los miércoles, a los que llaman ‘audiencias generales’ comparando la cosa de abortar con ‘llamar a un sicario para resolver un problema’.
Aun sorprende más que, en su soliloquio beatífico, el Papa se estuviera refiriendo precisamente al aborto terapéutico, que es ese en el que se interrumpe voluntariamente el embarazo por riesgo de la vida de la madre o del futuro niño o niña, al presentar el feto enfermedad congénita o genética que le condenan a padecimientos o enfermedades tan graves que ponen en riesgo su propia vida.
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‘¿Es justo —preguntaba su santidad a una grey absorta— contratar a un sicario para resolver un problema?’ Claro, la muchedumbre horrorizada se imaginó al instante a un ser torvo, bizco y encorvado, escondidas sus facciones deformes bajo el ala raída de un viejo sombrero, introduciendo un cuchillo ensangrentado por la vagina de la señora embarazada en busca del que, hasta aquel momento, inocente de culpa, vivía felizmente sumergido en la paz líquida del útero materno.
Y en ese momento, la pérfida hembra renuncia a la generosidad y a su destino en el universo, que es la maternidad, para abrazar el egoísmo. A partir de ese día, perseguida por su crimen, vagará errante por un mundo oscuro. Mujer: tú has matado. ¡Evitando el sufrimiento terrenal solo te granjeaste el sufrimiento eterno!, dijo el Señor (el señor cura, digo).
Entre tanto dolor de corazón, tanto pecado mortal y tanta palabrería rancia, yo no veo sino a una doctora o un doctor que, cumpliendo con la voluntad de una mujer responsable de su propio cuerpo, interrumpe un embarazo no deseado. Por la razón que fuere. Y ni la doctora o doctor, ni el Papa o Papisa (si ello fuera posible), ni siquiera el cooperador necesario (por aportador del gameto masculino en el zigoto) si es que es conocido, tienen ningún derecho a condicionar una decisión como esa que, dicho sea de paso, no debe ser nada fácil de tomar para la señora encinta.
Los argumentos morales de la Iglesia son más que previsibles. Archiconocidos.
Pero sería deseable que al esgrimirlos lo hicieran sin contar mentiras, ello porque revestidos como están de esa autoridad moral que nadie les ha concedido, esas mentiras parecen verdad.
La primera es que aquella formación celular cuyo desarrollo se interrumpe se llama zigoto, blastocito o, a las diez semanas, feto, o sea que no es un bebé, no llora, no dice mamá. No dice ‘mamá no me mates’. La segunda es que interrumpir voluntariamente un embarazo no es matar. Y no lo practican sicarios ni (ahí dónde es legal) viejas parteras con verrugas armadas de agujas y perejil sobre la mesa mugrienta de una cocina, sino en condiciones perfectamente higiénicas y por equipos científicos capaces. Tercera, este al que hemos llamado ‘aborto terapéutico’, solo está prohibido en Ciudad del Vaticano, El Salvador, Malta, Nicaragua y República Dominicana. Cinco estados independientes en todo el mundo. Esos cinco en concreto. Todos los demás, por lo que se ve y a juicio de la Iglesia Católica, practican el nazismo y la cultura de la pureza de raza al permitirlo.
Cuando el Papa, antes de serlo, arremetió contra una sentencia de la Corte Suprema argentina que estimaba ‘no punibles’ los abortos por violación, en base al caso de una niña de 15 años que había sido violada por su padrastro… Cuando el entonces arzobispo de Buenos Aires, decía, arremetió contra tal decisión judicial arguyendo que el que no protege la vida favorece la ‘cultura de la muerte’… se debía haber tomado algo muy fuerte.
La Iglesia y su cabeza en la tierra se resisten a considerar a la mujer fuera los cuatro roles en que la han venido encasillando desde que el tiempo es tiempo, a saber: madre, monja, bruja o puta. Su valor es el fruto de su vientre. Y mejor si es varoncito.
Una mujer dueña de su cuerpo y de su destino no está en la mente pervertida de sus santidades. Ni se la espera.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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