domingo, febrero 24, 2019

Un pederasta bajo la sotana

Desde que mi inteligencia desdeñó todo tipo de creencia en seres sobrenaturales y extracorpóreos dotados de atributos universales (bondad universal, maldad universal, omnisciencia…), me he preguntado alguna vez sobre la diferencia entre un clérigo y una persona que no lo es, entre una monja y una profesora de instituto, entre un obispo y un administrador de fincas.
No puedo hacer esta comparación entre miembros de culturas religiosas diferentes de la católica pues, siendo yo nacido en España en los años 60, me ha tocado participar de esta y de ninguna otra más, ello porque, como es sabido, la religión única y verdadera es aquella que impera en el lugar en dónde naces y todas las demás no.
Uno, por su formación y por la tendencia ideológica en que profesa y en que milita, tiende a pensar que aquella diferencia es ninguna, pues hombres y mujeres todos participamos de la misma condición de ser humano y la absoluta igualdad entre ellos es irrenunciable. Dejamos aquí al margen los condicionantes morfológicos que el género impone primero y los económicos que clase social propicia después, a pesar de que esa conciencia de clase esté desaparecida para mayor gloria de las más altas que tanto celebran que todos hayamos creído pertenecer a estas.
Deberíamos concluir, pues, que la diferencia entre una monja y un profesor de instituto es realmente ninguna, excepción hecha de las obligaciones que impone la consagración de las primeras a la vida conventual (tan distintas de las que impone la docencia pura y dura), consecuencia de la militancia en una organización de formato medieval que discrimina a las mujeres sin ningún pudor, las aísla del mundo dejándolas en una posición tan duramente cercana al tratamiento sectario y les impide el acceso a la práctica totalidad del oficio religioso.
Mas ya ha advertido el Papa (ayer) que ‘todo feminismo termina siendo un machismo con falda’, así que abandonaré la línea expositiva de la discriminación por razón de género, por no verme yo obligado a depilarme las piernas mañana para salir de casa, al pasar esta oración al participio activo.
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Los varones que se consagran al Dios de la cristiandad tienen, sin embargo (como en la vida), diferente trato. Ellos no solo se diferencian de ellas en que pueden impartir los sacramentos, ascender en el escalafón, disfrutar de riqueza y boato y vestirse de rojo con capelo y puntillas. Ellos pueden, además, incurrir abiertamente en según qué delitos arriesgándose, a lo más, a un traslado de parroquia. Pueden encubrir los delitos de sus iguales y, cuando se trata de abusos, violaciones a menores, incluso les da algún punto. Hay que ver lo práctico que resulta a estos sujetos lo del secreto de confesión.
Siempre me ha chocado que la disciplina de la Santa Madre Iglesia fuera tanto más inflexible con los curas comunistas que con los curas pederastas, y que la protección que ofrece a su membresía no operase en ese primer supuesto, siendo lícita su persecución en cualquier circunstancia.
Y esta licencia para delinquir diferencia a los clérigos no solo de sus iguales féminas (aunque aquí el término ‘iguales’ mueva a risa), sino del resto de la humanidad.
Así, si se descubre a un docente (por continuar con el ejemplo) abusando de sus alumnos, se le viene, como de suyo, el mundo encima y todo el peso de la Ley cae sobre su persona que se verá obligada a cumplir condena, abandonar su profesión y cargar con el estigma para el resto de sus días.
Sin embargo, el tratamiento de idénticas conductas (en este caso perpetradas de modo universal y continuado) por parte de la clerecía está dando lugar en estos días a una sesuda reunión vaticana, presidida por Su Santidad, en la que casi doscientos hombres de Dios y una mujer, provenientes de todas las partes del mundo, estudian medidas para combatirlas (o no), repudiarlas (o no), denunciarlas a las autoridades estatales (o no).
En este bendito foro (la cosa no es que dé risa, es que sería para descojonarse si no fuera porque se trata de lo que se trata) el cardenal O’Malley (lo sé, lo sé, sí, el de Boston) ha propuesto nada más y nada menos que ‘tolerancia cero a la pederastia’ en todas las diócesis del mundo. Y lo grande, lo más grande, es que el asunto se está discutiendo esta mañana de sábado, mientras escribo atónito estas letras, porque la curia no parece estar del todo de acuerdo con tan radical medida. Queda así de manifiesto que príncipes de la Iglesia opinan que la tolerancia a la pederastia debe ser distinta de cero, esto es, debe tener valor. La pederastia, en suma, se debe tolerar en alguna media, opinan estas personas de moral execrable.
Desolado, concluyo que no, que no todos los hombres somos iguales, ni siquiera ante la Ley. Que los hombres (subrayo hombres) de la Iglesia tienen derecho, siempre según la propia Iglesia, a no ser tratados como los seglares ante la comisión de delitos tan deleznables como este sobre el que tratamos. Que por abusar de menores o violar a niños o a niñas no se juzga igualmente a unos que a otros.
Desolado, digo, en nombre de las decenas de miles de víctimas, porque este es un derecho que yo no quiero para nada.
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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