domingo, octubre 20, 2019

La sentencia


La sentencia ahí está. Los presos también.

Y ¿qué ha pasado?

Pues nada.

En un resumen muy apresurado se podría decir que la sentencia desecha la idea de que la violencia que se registró en los hechos que se juzgan fuera estructural y, por lo tanto, desestima el delito de rebelión. De esta forma, las penas que se imponen lo son por uno más leve, el de sedición, un tipo penal antiguo que no está presente en la mayoría de las legislaciones europeas, por ejemplo en la belga. El detalle no menor: dificulta la ejecución de la euroorden que el juez Llarena ha reactivado contra el expresident Puigdemont. Un país no puede extraditar a alguien a otro por un delito que no existe en su ordenamiento jurídico.

Cabe reseñar otro matiz importante: coinciden unánimemente los magistrados de la Sala Segunda en que la declaración de independencia que se produjo como consecuencia del referéndum ilegal del 1 de octubre fue de mentirijillas. Coinciden en que el fin último de esta declaración era presionar al Estado español para que abordara el ‘problema catalán’ de manera diferente, favoreciendo, por ejemplo, la celebración de un referéndum con suficientes garantías. Dicho de otro modo, coinciden los magistrados en que los líderes del procés engañaron al pueblo de Cataluña generando la ficción de una declaración de independencia donde no había sino una declaración de intenciones para asustar a Rajoy.

Penas de entre trece y nueve años para los encausados, nada de absolución, triunfo de la tesis de la Abogacía del Estado cuyo cambio de criterio tras la moción de censura fue tan criticado (a lo mejor la abogada General del Estado no iba tan desencaminada al cambiar el escrito de calificación). Bien se podría sospechar que la persistencia de la Fiscalía en mantener la acusación por el  delito de rebelión hubiera podido tener una intención extrajurídica: determinar la competencia del Tribunal Supremo para llevar la causa a Madrid, evitando que se ventilara ante “juez natural” de los procesados que, de haberse enfrentado al delito de sedición, hubieran sido juzgados por tribunales catalanes (bien la Audiencia Provincial de Barcelona, bien el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña).

El problema político de Cataluña sigue en el mismo punto. La sentencia lo enerva porque sirve de excusa al separatismo violento (al violento) para tirarse a la calle, incendiar contenedores y colapsar las infraestructuras críticas de la comunidad autónoma (práctica tan incómoda como inocua para el efecto que aparentemente persigue). Pero no es más que una excusa. Ni esperaba nadie la libre absolución de los políticos presos, ni nadie espera que los alborotos callejeros tengan el resultado de modificar el fallo del Supremo. Llamarse de repente a escándalo por las condenas al grito ‘libertad para los presos políticos’ es un ejercicio de cinismo, pues tanto era sabido que el resultado no sería distinto de este, que ya estaba preparado el complejo operativo llamado ‘tsunami democrático’ concebido para organizar las algaradas por profesionales de la guerrilla urbana.

Ahora cada uno a sacar toda la tajada electoral que la situación le permita, porque la lealtad institucional no existe. Lealtad institucional no es decir ‘apoyaremos al Gobierno cuando este haga lo que nosotros creemos que hay que hacer’. A eso llamamos deslealtad institucional. Lealtad institucional es apoyar al Gobierno en los momentos críticos, en las cuestiones de Estado, aunque este no mantenga la posición que a uno le gustaría. A todas luces, este es el momento para demostrarla, pero no está.

20191020_005012La posición del Govern de la Generalitat, con el president Torra a la cabeza, es esquizofrénica e inoperante. Esquizofrénica porque no hay manera de mantener la cordura cuando con una mano incendias y con la otra ordenas al Cos de Mossos d’Esquadra que apaguen los fuegos. Inoperante porque sabe bien Torra  que esta batalla no se ganará a pie de contenedor en llamas o de aeropuerto cerrado, sino construyendo un diálogo político al que el independentismo se ha negado, que el Gobierno de España no acaba de facilitar y que, en suma, parece que a nadie interesa de verdad.

Los unos bramando por la declaración del estado de excepción (¡estado de excepción!), los otros invocando con urgencia la aplicación del artículo 155 de la Constitución como si del bálsamo de Fierabrás se tratara, solo para demostrar que Sánchez es un flojo y que lo que hay que hacer para resolver el problema es votarles a ellos. Porque, en realidad, el problema catalán les importa un carajo, quitando el rédito en votos que puedan sacar de él. Deslealtad.

Al Gobierno le queda intentar demostrar al mismo tiempo las cuatro virtudes cardinales (a saber, prudencia, justicia, fortaleza  y templanza), en el ejercicio de un poder en funciones que, por otorgar, si algo otorgara, no es otra cosa que fe y todo lo más esperanza (virtudes teologales estas) en mantenerlo. Y en ello anda.

Barcelona arde estos días por los cuatro costados y esto parece desviar la atención sobre lo que realmente está sobre la mesa que es, nada más y nada menos, que el poder territorial en España y la forma en el que este se reparte o se pueda llegar a repartir.

Entre tanto empieza la batalla judicial con los recursos ante el Tribunal Constitucional, el Europeo de Derechos Humanos y todos aquellos a que quepa acudir. Y así el problema de verdad sigue sin estar encima de ninguna mesa.

¿No creen que la única manera de ver el final de este asunto, incluyendo el importantísimo problema de las penas impuestas a los políticos secesionistas, es sentarse y acordar?

El nacionalismo (español o catalán, que eso lo mismo da) terminará por destrozarlo todo una vez más si no se combate con la única herramienta que sabe vencerlo. Y es la razón.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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