sábado, diciembre 17, 2016

Una broma de asfalto

Unos lo están llamando “responsabilidad patrimonial de la administración” y lo ponen con mayúsculas, como si se tratara (a lo mejor se trata) de una de las personas de la Santísima Trinidad. O con siglas: RPA, como CR7 o NPI.
Otros lo están llamando “rescate”, aquella palabra prohibida cuando se rescató a la banca con tantos millones euros que da un poco de pudor escribirlos, y que se vuelve a prohibir ahora porque, en realidad, no se trata de un “rescate” según el propio ministro del ramo.
Otros lo están llamando nacionalización, término que desagrada un poco, porque recuerda a Cristina Fernández de Kirchner cuando allá por el 2012 nacionalizó Yacimientos Petrolíferos Fiscales, de la española Repsol, o a Evo Morales haciendo lo propio con los hidrocarburos bolivianos en 2006, tan, tan y tan criticado.
¿Y a mí que me parece un simple timo?
La pequeña diferencia entre la actitud de estos “mandatarios bananeros” y nuestros sesudos próceres es que, mientras ellos nacionalizaron sectores o empresas que daban dinero y mucho, aquí lo que rescatamos-nacionalizamos-nos responsabilizamos, son unos cientos de kilómetros de autopista bastante más que ruinosos. Y no para explotarlos y acopiar fondos para la financiación de los servicios públicos, sino para sacar del lío a los astutos inversores que contabilizan pérdidas por más de CINCO MIL MILLONES DE EUROS, entre lo que se gastaron de más y lo que no han conseguido ingresar por los peajes. Sacarlos del lío a base de usar esos fondos que ya no servirán para financiar los servicios públicos. Cinco mil millones.
Está todo contado ya. Un emperador bajo y megalómano, enfermo (entre otras patologías) de sí mismo, encargó a su ministro más poderoso construir una red de autopistas alrededor de Madrid y por otro par de sitios (Cartagena-Vera, un poner), a mayor gloria de su propio ego y del crecimiento económico que había propiciado su reciente Ley del Suelo (esa que ella solita provocó la brutal quiebra inmobiliaria de la que tardaremos lustros en salir y arruinó a miles de familias españolas de la entonces pujante clase media). Para asegurar el éxito de su ignominia ingenió un hábil truco: Diles, encargó a su ministro, que pierdan cuidado, que si la cosa va mal yo les saco del lío. Y se lo dijo. ¿Por escrito? Sí, sí; por escrito, firmado y rubricado.
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Una autopista a punto de ser rescatada.
Abertis, Sacyr, ACS, Bankia (Caja Madrid, para entendernos, la de Rato), que no sabían hacer cuentas o, si sabían, las hicieron pensando en otra clase de cuentas, cayeron en la trampa. Pero no había trampa.
En realidad sí la había, pero éramos usted y yo quienes íbamos a caer en ella.
El gran Aznar, principio y fin del milagro económico de las Españas, su ministro Cascos, principio y fin, sin más, y sus ínclitos sucesores, diseñaron en su momento y están dando ahora buena cuenta de ella, una estrategia infalible: garantizar los evidentes riesgos de una inversión que a todas luces nos venía grande con el dinero de todos.
Nos venía grande porque no eran infraestructuras diseñadas para favorecer la movilidad, soportadas por el análisis de estudiosos urbanistas con el encargo de hacer más humanas las grandes ciudades del Estado facilitando la convivencia. No. Eran una macarrada inmensa ideada por un aspirante mediocre a señor del dinero que, además, jugaba sucio.
Estos mismos señores del dinero muy pocos años después inventaron aquello de que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y, pásmense: ¡se referían a nosotros!
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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