domingo, mayo 06, 2018

El PP se descompone. ¡Larga vida a Ciudadanos!



El peso de la corrupción, de los escándalos políticos, el desgaste de los casi siete años de gobierno, las disensiones entre sus lideresas del segundo escalón, son síntomas evidentes de  la podredumbre de un partido que, utilizando tantas malas artes como supo o como pudo, alcanzó el poder en el año de gracia de 2011 derrotando a un PSOE sin imaginación para capear la poderosísima crisis planetaria que se le había venido encima.
Las crónicas que han venido de la mano de la disolución de ETA han puesto, además, de manifiesto la inmensa deslealtad institucional (la mezquindad) con la que actuó Mariano Rajoy en su calidad de aspirante al título de presidente del Gobierno, cuando José Luis Rodríguez Zapatero trataba de articular cualquier medida que hiciera posible la desaparición de la banda armada que finalmente logró, a pesar de que en el relato oficial de los hechos todo el mérito haya quedado atribuido a la cosa de la Democracia misma.
Así que se fue a Burgos a comprometer el apoyo del Gobierno a la conmemoración del VIII centenario de su catedral y presenciar la firma de los convenios a través de los que se financiarán las obras de rehabilitación del Hospital de la Concepción o las de ampliación del Museo. Alta política.
A aquellas mismas horas en la capital del Reino, Cospedal y Sáez de Santamaría descoyuntaban sus naturalezas a fuerza de mirar para otro lado cuando la casualidad o el protocolo les hacían coincidir en el mismo escenario durante los actos conmemorativos del día 2 de mayo.
Mientras Rajoy, en brillante discurso, afirmaba que da mucho gusto asistir a esos actos bonitos, porque en política hay actos bonitos y otros que no lo son tanto y —añadía— los que más le gusta disfrutar son estos más bonitos porque de los otros no se acuerda, el PP desfilaba por la Real Casa de Correos. Solo faltaban los cuatro ex presidentes de la comunidad que, los unos por los otros, no encontraron el momento de pasarse por los fastos. Uno en la cárcel, otro en la incertidumbre de si se libra o no, la otra agazapada viendo a ver si consigue que nada salpique su apellido de casta y la última, supongo, escribiendo a todo escribir un trabajito que necesita presentarle a unos amigos de la Rey Juan  Carlos para salvar sus muebles. Ninguna, ninguno.
El PP se descompone en Madrid. Ya se descompuso en Valencia, sufre en Murcia, ni está ni se le espera en Cataluña (curiosamente gestiona allá el Gobierno de la Generalitat). Se mantiene firme en sus bastiones de Castilla y León, Galicia y Ceuta…  pero se descompone.
Entre tanto, la izquierda española (entiéndanse ‘los partidos de’ la izquierda española) lleva tomados un par de lustros sabáticos y se resiste a organizar una estrategia progresista bien trabada que sirva para atajar la otra gran descomposición, que es la de España toda, convertida por mor de los acontecimientos y del letargo en el que se ha sumido en un espacio de desagrado con poco o nada que ofrecer, con poca o ninguna ilusión, en el que la convivencia ha dejado de resultar amable.
La socialdemocracia está desparecida de la escena política porque se ha quedado sin discurso ideológico y sus votantes nos negamos a apoyar a un señor o a una señora que simplemente dé bien en la tele.
No es un mal exclusivo de España. La crisis de las izquierdas es mundial, pero aquí, en casa, es más visible porque la distancia entre izquierda y derecha es abismal. Por cierto que, siendo que el modelo de socialismo que se estila por estos lares no se puede tachar de radical ni de revolucionario, cabría concluir que esa distancia entre los bloques se deba a las posiciones ideológicas cada vez más extremas de la derecha, que se aleja de la democracia cristiana (si existiera), con posiciones y militantes de todo pelaje, cercanos al Opus Dei y al liberalismo más thacheriano en la mayoría de sus postulados morales y económicos.
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En descomposición el partido en el gobierno y sesteando los dos grandes partidos de la oposición emerge, gran hallazgo de la cosmética, el Macron español: ausente de ideología pero esposo que cualquier matrimonio de bien querría para su primogénita, blandiendo la espada de la mediocridad para dar la batalla en todos los frentes. Sin despeinarse, sin perder la sonrisa distante, sin decir gran cosa pero sin ofender mucho  a nadie. Apoyado por las grandes corporaciones del país, Albert Rivera cosecha el producto del desgaste de los unos y la inoperancia de los otros, aglutina la decepción, el hartazgo, la militancia desideologizada que se va cayendo de las opciones clásicas. Puede que estemos delante de ese fenómeno de liberalismo absoluto que tanto bien haría a las clases dominantes a las que permite albergar la ilusión de seguir campando por sus respetos a lo largo y ancho del Estado, sin más intervención que la imprescindible para que la sociedad no entre en pánico.
PSOE y Podemos no saben hablarse. La deriva ideológica y de liderazgo del primero y lo vieja que está resultando la nueva política del segundo, despistan tanto el discurso que nadie sabe leer bien lo que quieren decir. Y no saben hablarse. Ya deberían saber que están obligados entenderse. Un votante progresista mueve los ojos a un lado y a otro con la cabeza quieta y gesto de incredulidad, a la espera de una izquierda que convenza.
¡Larga vida a Albert Rivera!
El dibujo de Rivera en la catapulta es de mi hermana Maripepa.

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