domingo, abril 29, 2018

Romperlo todo

Parecía que romper las cosas no sería tan fácil porque siempre habíamos pensado que la pesadísima inercia de las instituciones haría que sobrevivieran a los avatares de sus gestores, por necios o malintencionados que estos fueran.

Y sin embargo, ya ven: todo es ponerse.

Una falacia aquí, una corruptela allá, una prevaricación pequeña primero, después una grande. Luego otra, pensando en que, si somos nosotros los que escribimos en el Boletín Oficial del Estado, por qué no poner en él lo que más nos convenga… o lo que nos dé la gana.

Entonces el tiempo va pasando y un día miras a tu alrededor y resulta que ya lo han roto todo.
Y ¿qué ha pasado? Pues prácticamente nada porque, aparentemente, todo funciona.
Solo, pequeñísimo matiz, que hemos perdido la confianza en las instituciones.

Primero dejamos de creer en el Gobierno, porque no era de recibo que a los mandos estuviera un partido a punto de ser condenado por corrupción y dirigido por corruptos. Luego en la Universidad, porque no se falsifican masters para las vicepresidentas de los sitios, por más que hayan sido ellas quienes te han colocado en esa posición en la que los puedes falsificar. Luego en los partidos políticos que arman cacerías contra quienes no les interesan (en lugar de vencerlos lícitamente en sus órganos internos) y almacenan primero y después exhiben vídeos pornográficos e ilegales para rematar a sus presas.  Luego dejamos de creer en los parlamentos democráticamente elegidos, cuando vimos cómo se trapichea con las leyes de presupuestos a cambio de enormes puñados de euros, bien para inflar la financiación de unos a costa de otros, bien para garantizar medidas populistas y sin recorrido, como la falsa subida de pensiones que ha arrancado el PNV al partido en el Gobierno. Y ahora dejamos de creer en la Justicia, porque no se le hacen guiños a los violadores. No. No se le hacen guiños a los violadores. No se juega con los artículos para convertir la violación de una cría por cinco delincuentes en un asunto menor.

Y ahora todos a la palestra a bramar contra nuestro Código Penal, a exigir formación para los operadores jurídicos, a gritar que endurecerán no sé cuántas penas y reformarán no sé cuántos títulos de la Ley que tipifica y sanciona las conductas criminales. Ahora, como cuando aquella señora mató a aquél niño, todos a decir a voz en cuello, vóteme a mí, que yo se lo arreglo.

Nosotros, los que no vamos a reformar nada, los que solo nos comemos la corrupción de unos cuantos, las sentencias aberrantes, los escándalos escabrosos de políticos mediocres, las universidades podridas, las prácticas parlamentarias deleznables, nosotros, digo, miramos a nuestro alrededor para comprender que, simplemente, estamos solos. Y salimos a la calles para gritar, solo para gritar, que nos hemos dado cuenta, valga para algo o no.

La distancia que separa a las instituciones de la sociedad a la que supuestamente sirven ya tiende a infinito. La sensación de impotencia que embarga a quienes padecemos la estulticia de las decisiones que se toman entorno a las cosas que nos afectan es igualmente infinita. Y se puede empeorar, pero el infinito es por sí mismo inalcanzable, no puede agrandarse y, por ende, casi no lo vamos a notar: por bárbara que sea la cosa que pase esta semana que entra, la distancia será idéntica. Ya es infinita.

20180429_000815Lo han roto todo.

(Iba a escribir ‘lo hemos roto todo’ pero, bien pensado, ni usted ni yo hemos sido. Nosotros estábamos mirando la televisión y dejándonos hacer).
 
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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