domingo, diciembre 16, 2018

La vía eslovena

Sería muy complicado describir en pocas palabras las consecuencias de la desaparición del mariscal Tito sobre lo que fuera Yugoslavia, la exacerbación del nacionalismo serbio, la personalidad de Milošević o la estructura social y cultural de los Balcanes tras la Segunda Guerra Mundial.
El dato que sí es fácil traer a estas páginas es que en el referéndum (ilegal) celebrado el 23 de diciembre de 1990 en la región yugoslava de Eslovenia, el respaldo a la independencia obtuvo un 95% de los votos con un 93,2% de participación. Y a esto lo llamamos unanimidad.
Comparar Cataluña con Eslovenia y a España con la antigua Yugoslavia es, simplemente, una gilipollez.
Pero sigamos.
Muchos españoles (catalanes y no catalanes) estuvimos durante muchos meses indignados con la actitud de cerrazón al diálogo del Gobierno de Rajoy. Reclamábamos una solución política a lo que a todas luces era un problema político y de primera magnitud, quizá uno de los dos más importantes de los que se hayan planteado en el país desde el advenimiento de la democracia, junto con el del terrorismo etarra. Aun así, tal y como sucedió durante el largo conflicto con ETA, el Partido Socialista estuvo apoyando lealmente (de acuerdo o no con ellas) las iniciativas gubernamentales, en la comprensión de que es el Gobierno quien está llamado a tomar las decisiones, que estas nunca son fáciles, y que la unidad de la acción política en temas de tal trascendencia es imprescindible.
Ahora el escenario es bien otro. Las incesantes llamadas a encontrar juntos una solución por parte del nuevo Gobierno son sistemáticamente desoídas por una Generalitat que se ha desentendido de la gestión de los asuntos cotidianos de Cataluña y busca únicamente recrecer la tensión entre las partes. Cuenta con el inestimable apoyo moral del nacionalismo españolista: el PP —que ya mostró su deslealtad oponiéndose a las políticas antiterroristas contra ETA cuando era el PSOE el que gobernaba, incluyendo instrumentalización de las víctimas—, Ciudadanos y ahora ya Vox, nuevo en la escena. Estos, lejos de apoyar la razonable intención de buscar una solución dialogada, alientan mejor cuanto más encarnizadamente el conflicto, supongo que para ganar adhesiones entre el electorado no catalán, tal y como lo han conseguido con el andaluz.
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El siguiente paso en esta escalada de lo absurdo ha sido llamar a la guerra contra el estado opresor. Permítanme que me descojone. Digo que me descojone de lo de tildar al de España de estado opresor, porque lo de llamar a la guerra no mueve a risa. Ni siquiera un poco. Es colosal la irresponsabilidad de ese Consejo de la República, liderado por el huido Puigdemont y por su hombre en la tierra, Quim Torra, secundado por otros tantos exmilitantes de Convergencia Democrática de Catalunya  (aquel partido de burgueses catalanes que tuvo que cerrar porque la corrupción se lo comía por los cuatro costados) y aclamado por el grupo de revoltosos encapuchados (¿a qué me recordará?) al que se ha denominado Comités de Defensa de la República. Es de tal calibre que probablemente estén a punto de conseguir lo que pretenden que, mucho me temo, no es la proclamación de república alguna.
No tengo la más remota idea de con qué armamento cuenta esta república nonata cuyos comités defienden con tanto ardor guerrero ante la inacción que se ordena a los Mossos d’Esquadra, ni si están pensando en armar a la población civil, ni qué lúcidos estrategas están diseñando qué emboscadas a los carros de combate que, supongo, preverán que el estado opresor envíe en defensa de la integridad territorial. No sé nada de todo esto, ni pienso perder un minuto en intentar averiguar.
Lo que sí sé es que Quim Torra (este que se fue a ayunar un par de días a un monasterio para quitarse unos kilos o ganar unas portadas) parece estar dispuesto a morir o a hacer morir en el camino que auguró dramático de ese su “destino en lo universal”.
¿Estará también Quim Torra dispuesto a matar?
El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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