domingo, septiembre 27, 2020

El Consejo

Nunca deja de sorprenderme la derecha.

Uno cree haber llegado al tope de su capacidad de asombro cuando tiene noticia de la última sandez de Isabel Díaz Ayuso, pero siempre hay un nuevo asunto capaz de epatar esa mente que ya creyó curada de espantos.

Por partes.

Un juez es un juez, del mismo modo que una jueza es una jueza. No le pasa nada más. Es un señor o una señora que ha superado una oposición dura y un curso en la Escuela Judicial igualmente exigente. Ya está. No está investido de ninguna cualidad áulica, ni tiene otra capacidad de causar estado (sentar cátedra, para entendernos) que la que la de fallar en aquellos asuntos que ventila en única o última instancia, puesto que incluso sus demás sentencias se revisan por órganos superiores que pueden hasta estar residenciados fuera del territorio nacional. Un servidor público que, como todos los servidores públicos, presta un enorme servicio al Estado. En este caso imparte justicia. La Justicia emana del pueblo, ni de Dios, ni de la corte celestial, de ningún poder extraterreno que se inocule por arte de magia en los juzgadores. Emana del pueblo. Y se administra en nombre del rey. Ya está. Esto último es más bien retórico, pues no está el rey pendiente de las miles de sentencias que se pronuncian al día, ni esto se le permitiría puesto que los jueces solo están sometidos al imperio de la ley. Así es como lo manda la Constitución española en su artículo 117, aunque esta precisión no añada mucho al razonamiento.

Se puede inferir de aquí que el hecho de que el rey asista o no a la entrega de los títulos de la promoción de cada año (a los que pomposamente llamamos ‘despachos’ porque los viste muchísimo más) añade muy poca cosa a la condición de juez o jueza de quienes se estrenan en la carrera. Reflexionaremos más tarde sobre esto.

El órgano de gobierno de los jueces se llama Consejo General del Poder Judicial. Está presidido por el que lo es del Tribunal Supremo. Es un órgano de gobierno, no tiene funciones jurisdiccionales, pero acuerda los ascensos de los miembros de la judicatura y asigna todos sus puestos de relevancia (unos por sí mismo y otros mediante propuesta al Consejo de Ministros), con lo que, por decirlo de alguna manera, manda bastante. Lo integran 20 miembros, además del presidente, 12 de la carrera judicial y 8 entre juristas de reconocido prestigio, todos ellos con más de 15 años de experiencia en su ejercicio profesional.  De los 20, 10 los elige el Congreso y 10 el Senado, siempre por mayoría de 3/5 de cada cámara, esto es con el voto de 210 diputados y de 159 de los 265 senadores que en esta XIV legislatura componen la Cámara Alta. La duración de su mandato es de 5 años. Al presidente lo elige este mismo órgano, hoy en día Carlos Lesmes. Adviértase que resulta escandaloso que la actual fiscal General del Estado (un nombramiento cuya competencia recae directamente en el Gobierno pues el Ministerio Fiscal depende jerárquicamente del de Justicia) haya sido ministra del PSOE, pero que a nadie sin embargo extraña que el presidente del Tribunal Supremo haya ejercido durante casi 9 años, 9, como director general en gobiernos de Aznar y activo colaborador de FAES. Para ministro, por lo que se ve, no llegó a darle.

Como es de comprender, en los tiempos que corren ningún partido acopia en sus filas ese ingente número de escaños, por lo que las renovaciones del Consejo (así parecieron quererlo los padres de la Constitución) se vienen acordando mediante arduas negociaciones entre los principales partidos. Suerte tiene la derecha que, cuando cuando está en el poder, el PSOE se aviene a negociar y el Consejo se renueva, mas cuando es al PP al que le toca pactar desde la oposición, se niega con las excusas más extravagantes y, oh prodigio, se mantiene la composición que se obtuvo en la última renovación, casualmente, de mayoría conservadora.

No iba a ser menos el PP de Casado, por supuesto.  Y así, el Consejo General caducado que se designó en los primeros tiempos de Rajoy (2013), continúa su mandato en funciones desde 2018, no ya pagando la luz de la sede y la nómina de sus empleados, esto es, limitando su ejercicio a las cuestiones de administración ordinaria, sino tomando las decisiones de mayor calado, designando puestos que se mantienen hasta la jubilación, como las más altas magistraturas del Tribunal Supremo, ajenos, a lo que se ve, a su condición de órgano ya carente de la legitimidad con la que fue nombrado, pues está solo pendiente para su renovación de que el sentido de Estado (vana ilusión) se apodere de la mente obstruida del presidente popular.

Pues bien, decide el Gobierno de España que no debe el rey asistir a la entrega de despachos de los nuevos jueces.

Aquí otro inciso: los actos del rey son refrendados por el Gobierno. Siempre. El rey es constitucionalmente irresponsable. De sus actos son responsables las personas que los refrendan, lo que quiere decir que carece de autonomía para decidir por sí mismo, porque ¿en qué democracia estaríamos si alguien que no responde de sus actos los pudiera decidir libremente? Quiero decir con esto que el rey no tiene capacidad (y menos mal) para decidir lo que hace y lo que no hace como jefe del Estado. Es el Gobierno. Y esto es así desde que la Constitución reguló sus funciones, con independencia del color del Gobierno de turno. Aclarado queda: es al Gobierno al que le toca decidir si el rey va o no a un acto en el que actúa como jefe del Estado. Nadie le cuestiona, por ejemplo, si debe asistir o no al cumpleaños de sus sobrinos, pero su agenda como jefe del Estado, la marca el Gobierno.

Continuamos. Decide el Gobierno de España, decía, que no debe el rey asistir a la entrega de despachos de los nuevos jueces ¡y se lía la de Dios es Cristo! El presidente del Consejo General de Poder Judicial (de cuya independencia, como se ha dicho, nadie duda), ajeno (como también se ha dicho) a su condición de cesante, clama a lo más grande en su discurso olvidando por completo a qué poder representa y cuáles son sus límites respecto de las competencias de lo demás y, lo que es más pintoresco, el buen Casado y sus portavoces hablan y hablan de la falta de respeto que el poder ejecutivo muestra con el judicial, como si el bloqueo que ellos mismos producen desde el legislativo a su normal funcionamiento fuera una simple cuestión de trámite sin más valor. Llamaremos a eso cinismo en estado puro.

A mí, en concreto (como se puede comprender), me importa un huevo que el rey esté o no presente en tan emotivo acto (imagino que los papás y mamás de sus señorías harán lo suficiente para convertirlo en inolvidable). Pero me enorgullece que el jefe del Estado no legitime con su presencia en él la barbaridad, la extorsión a la democracia, que el Partido Popular comete, a sabiendas, negándose a cumplir con su mandato constitucional, con tal de mantener fraudulentamente en el Consejo esa mayoría que permite a los conservadores quitar y poner presidentes de Sala o de tribunales superiores de Justicia. Que luego Felipe VI telefonee a Carlos Lesmes y este lo cuente o que un magistrado ‘de la cuerda’ entone un vivo ¡viva el rey! al finalizar el acto… pues mire usted que se diría que todo el mundo se ve con la valentía de echar pulsos al Gobierno (este sí, legítimo) de España. ¡Cosas!

                       Sus señorías, to tristes

No se alarmen, señorías. Si han de pedir audiencia en Zarzuela, que sea para amortizar el outfit adquirido para la ocasión. Son ustedes tan jueces, tan juezas, como las que más. Si algo debe molestarles (y de esto no les he oído hablar) es la obstrucción infame a la justicia que se hace desde las Cortes Generales por la irresponsabilidad del principal partido de la oposición. Lo de que el rey esté o no presente para darles el título, en serio, lo mismo da.

El dibujo es de mi hermana Maripepa

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