domingo, diciembre 06, 2020

Nuestra gente

Qué delicada armonía desprende Macarena Olona cuando cita a los setenta u ochenta hijos de puta que quieren fusilarnos a 26 millones de españoles. “Es incierto –ha dicho– que se trate de un manifiesto. Sí es una manifestación en favor de la unidad de España y, como tal, por supuesto que es nuestra gente”.

Conmueve.

Me permito la licencia de nombrarlos como una cuadrilla de hijos de puta, únicamente, haciendo uso de mi legítimo derecho a tratarlos como a mí me tratan porque, no me cabe duda alguna, yo soy uno de esos veintiséis millones que creen (seguro de buena fe) que tenemos que estar muertos.

Y no es que me moleste.

Produce cierto desasosiego, esto sí, pensar que un atajo de salvapatrias a los que no conozco de nada me quieran ver muerto.

En serio, no me molesta.

El cañón de una ametralladora

Si acaso hará que camine mirando con disimulo hacia los lados, con ese punto de desconfianza que da tratar de adivinar del gabán de qué emboscado emergerá el cañón de una ametralladora. O sea que no es molestarme. Solo me inquieta.

Todo lo demás lo doy por amortizado. Ya sabíamos que la inmensa mayoría de los soldados que consiguieron sus primeros galones durante la dictadura y alcanzaron el generalato entrada ya la democracia, no eran precisamente avanzados espíritus libres, ni defensores del sufragio universal, la igualdad de oportunidades o las conquistas sociales (amigos de conquistas sí, pero de otras). De hecho, sospechábamos que no. Que no, vamos, que no. Amortizado, ya digo. La democratización de los cuarteles (si llegó) debió tardar un rato bastante largo en llegar. Amortizado.

Sabíamos también que hay gente muy bruta, que sueña con matar malos todo el tiempo. Y que hay personas que se ponen cachondísimas con las cosas de la unidad de España y las banderas y los crucifijos. Claro que sí. Y, condescendientemente, nos referíamos a ellos como ‘los nostálgicos’, en lugar de como los hijos de puta que nos quieren ver muertos.

Así que ya no más.

Ya no más, porque lo que no sabíamos es que era ‘nuestra gente’.

Ya no más.

Porque esto no es fruto de la fatiga pandémica, ni consecuencia de la vergüenza ajena que da ver a Isabel Díaz Ayuso inaugurando un hospital sin hospital por dentro. No, no se trata de un ‘brote aislado’ de fanatismo patrio, ni del resultado de haber tenido cuatro años en la tele a Donald Trump.

Lo que pasa es mucho más profundo; late en las entrañas mismas de la patria: de nada sirvieron las denigrantes concesiones que se hicieron al poder que desalojaba entonces los sillones del Estado para comprar una transición pacífica. No sirvió de nada traicionar la memoria de los muertos, blindar al ejército y al rey, hacer como que olvidábamos la barbarie de los vencedores institucionalizando un perdón que nadie les sugirió siquiera que tenían que pedir. Su odio permanece. Y ahora, cuando asoma con la peor de sus caras, nos hacen notar sin pudor que está incrustado en quienes heredaron y exhiben aquella forma macabra de entender el poder que creímos del pasado.

No es casual, no es circunstancial. Es endémico, está en el ADN de los espinosas de los monteros, de las olonas, de los abascales y las monasterios. Por favor, escuche con atención (si logra llegar al final) la arenga de su jefe de filas enardeciendo el chat de estos exmilitares genocidas, protogolpistas. Es la tercera fuerza política del Estado y va creciendo en intenciones. No es ninguna broma.

Usted, yo y otros veintiséis millones más, debemos ser aniquilados para calmar la sed de patria y orden de un grupo de degenerados. Aquel orden de mierda con el que creímos haber acabado, para poder salir a la calle sin mirar hacia los lados tratando de adivinar del gabán de qué emboscado emergerá el cañón de una ametralladora.

En serio, ya no más.

Son genocidas: no es para hacer bromas.

El dibujo es de mi hermana Maripepa.

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